Ingrid Uebe
El vampiro Willi

Era una noche de luna clara. El reloj del campanario acababa de dar las once. Pero el vampiro Willi todavía no se había despertado. La madre del vampiro le sacudió por los hombros.

—Levántate, Willi —gritó—, la noche es corta y tenemos un largo camino que hacer.

El padre estaba ante el espejo limpiándose los dientes, adelante y atrás, arriba y abajo. Los vampiros deben prestar especial atención a sus dientes. Por fin el vampiro Willi abrió los ojos con un gran esfuerzo.

—No puede acabar de dormir ninguna noche —gruñó—. Siempre que estoy en lo mejor de mi sueño, tengo que levantarme.

—¿No tienes hambre? —preguntó la madre—. A mí me están sonando ya las tripas.

—Sí, tengo hambre. Lo que más me gustaría, sería un guisado de judías con tocino —contestó Willi relamiéndose.

—¿Cómo se te ocurre eso? —quiso saber la madre.

—Donde estuvimos ayer, había uno sobre el fogón. ¡Mmm, qué buen aspecto tenía!

—Bueno termina, sal del sarcófago de una vez —ordenó el padre—. Esta noche volaremos al castillo que hay detrás de las montañas.

—Oh, ¡qué bien! —dijo la madre—. Arriba en la torre hay una ventana rota, por la que podremos entrar.

—¡Hasta allí! ¡Está muy lejos! —suspiró Willi sentándose y bostezando.

El padre sacudió la cabeza con pesar. —No me gusta —dijo— que el muchacho tenga aún los dientes de leche. Me gustaría saber cuándo le saldrán unos colmillos hermosos y afilados, como los que nosotros tenemos.

—Ya llegará el día —dijo la madre—. Willi está un poco retrasado.

—Esperemos que no esté enfermo —dijo el padre con expresión seria.

Pronto, padre, madre y el vampiro Willi volaban en dirección a las montañas. Poco después de medianoche llegaron al castillo, buscaron en la torre la ventana rota y entraron silenciosamente por ella.

—¡Manteneos detrás, pegados a mí! —dijo el padre—, conozco el camino.

Primero bajaron una escalera de caracol y siguieron después por un largo pasillo. Al final había una ventana, por donde entraba la luz de la luna. Padre y madre miraron atrás. Willi no estaba. El padre gruñía con ira. La madre silbaba como una serpiente enfadada. Ambos tenían mucha hambre y mucha sed. Sin embargo decidieron que lo primero era buscar a Willi.

Buscaron toda la noche, pero no encontraron a su hijo.

Por levante, estaba ya clareando el cielo.

—Tenemos que volver a casa —dijo el vampiro padre.

—Quizás Willi haya vuelto. Tal vez ya esté dentro de su sarcófago.

Los padres se posaron un momento en el muro del castillo a descansar. Entonces vieron que algo se movía entre la hierba, delante de la casa del jardinero.

—¡Un conejo! —supuso la madre—, ¡vamos a cogerlo! ¡Mejor un conejo que nada!

Pero no se trataba de un conejo. Era el vampiro Willi andando por el jardín y comiéndose un tomate.

—¡No puede ser verdad! —exclamó el vampiro padre, volando hacía él a toda prisa y seguido por la madre.

Ambos regañaron a su hijo, pero éste no hacía más que reírse.

—He ido a visitar al jardinero. Es muy amable y me ha contado sus cosas.

—¿Le has…? —preguntó el padre.

—No —dijo Willi—, él me ha regalado unos tomates, muy buenos.

Sus padres le miraban consternados.

—Cuando sea mayor quiero ser jardinero —continuó Willi—. Es una bonita profesión y una vida de señores. Se duerme toda la noche, hasta que sale el sol. Uno esta tendido en una cama caliente y no en un frío sarcófago. Se recolectan espinacas, tomates y judías. ¡Ésa es la vida que me gusta!

El padre y la madre vampiro intentaron lo imposible para que el hijo abandonara su plan. Volvieron a casa con él y durante tres noches insistieron para convencerle. No comían, no bebían y cuando clareaba el día caían agotados en su sarcófago.

—Esto no puede continuar —dijo el padre finalmente—. Tenemos que hacer algo si no queremos acabar los tres de mala manera.

La cuarta noche volaron de nuevo hasta el castillo. Se posaron ante la casa del jardinero y llamaron a la puerta. El jardinero abrió la puerta y se llevó un buen susto. No tenía miedo del vampiro Willi, pero sí de sus padres.

—Está bien, amigo mío —dijo el vampiro padre—, hemos venido para que nuestro hijo empiece su aprendizaje contigo. Se le ha metido en la cabeza ser jardinero como tú.

—¡Ah! —exclamó el jardinero asombrado.

—Nos cuesta mucho la separación —continuó el padre—, pero si Willi es más feliz contigo que con nosotros, tenemos que admitirlo.

—Podéis estar seguros de que cuidaré bien de él —prometió el jardinero—. Mañana tengo que recoger los ajos y me podrá ayudar.

Willi palmoteo alegremente. Pero, sus padres volaron descontentos y arrugando la nariz.