Sigrid
Heuck
La vieja burra
A la orilla del desierto vivía una vez un hombre muy bien considerado. Tenía un hijo único llamado Alí.
Cuando Alí era pequeño se sentía solo a menudo. En todo lo que la vista alcanzaba, no había ningún niño o niña, con quien poder jugar.
Cierto día observó en el patio de la casa donde vivía con su padre a una vieja burra que constantemente tenía que andar haciendo un círculo. Para que no se marease con ello, le habían vendado los ojos.
Alí tuvo compasión del animal y rogó a su padre que se lo regalara. El padre movió la cabeza sin comprender, pero dio cumplimiento al deseo de su hijo. Desde entonces, Alí y la burra estaban siempre juntos. Él la alimentaba y le daba de beber. Le cepillaba la piel hasta que obtenía algo parecido al brillo y cuidaba de que el establo estuviera siempre limpio.
A cambio, la burra le llevaba a la escuela cada día o enganchada en un carrito le paseaba por los jardines de palmeras del padre De vez en cuando, Alí hablaba con la burra. La contaba todas sus experiencias, tristes o alegres.
Varios años después, el padre le dijo:
—Ya eres bastante mayor. Ve a buscarte una mujer —y Alí se puso en camino.
No necesitó ir muy lejos. Justamente en el pueblo vecino, al otro lado de las dunas de arena, vivía otro comerciante, que era casi tan rico como su padre. Dicho comerciante tenía tres hijas, todas muy hermosas. Pero ninguna era más hermosa que las otras. Ninguna de las tres tenía, ningún defecto. Haciendo de tripas corazón se presentó Alí al padre diciendo:
¡Señor! ¿Me concedéis una de vuestras tres hijas por esposa?
El comerciante miró detenidamente al joven que estaba ante él, y satisfecho con lo que había visto preguntó:
—¿Cuál deseas? ¿Sulami, Suleika o Sarida?
Como Alí no podía diferenciar una de otra, dijo rápidamente y sin pensar más sobre ello:
—Me casaré con Sulami. Vendré a buscarla en cuanto haya preparado la fiesta de la boda.
Eso le pareció bien al comerciante.
La noche siguiente, Alí soñó con la burra.
—Llévame contigo, cuando vayas a buscar tu novia —le rogaba aquella en el sueño.
—Naturalmente, con gusto —prometió Alí.
La mañana de la boda, los criados querían acompañarle con camellos lujosamente engalanados, pero él los rechazó. Sacó la burra del establo y montado sobre ella cabalgó por las dunas hacia la casa del padre de las jóvenes.
—Aquí esta Alí, que viene a buscarte —dijo el padre a Sulami. Sin embargo, Sulami esperaba que vinieran a recogerla con gran pompa. Cuando vio la vieja burra, comenzó a gritar y se negó a acompañarle.
—¡Esto es ponerme en ridículo! La novia del hijo de un rico comerciante cabalgando sobre una fea y vieja burra. ¡Qué vergüenza! ¡No! ¡No! ¡De ninguna manera!
—Bueno —dijo Alí disgustado—, entonces tomo a Suleika. Pero también Suleika comenzó a protestar y a lamentarse. Todo lo escuchó Sarida, la más joven de las tres hermanas. También había observado por una pequeña ventana, cómo Alí rascaba con ternura el cuello de la vieja burra.
—Si vosotras no le queréis, ¡yo sí! —dijo alegre saliendo hacia él.
Alí la sentó sobre el lomo de la burra y marcharon por las dunas hacia la casa del padre de Alí. Celebraron la boda con una gran fiesta y fueron muy felices. En Sarida había encontrado Alí la mujer ideal. Y ello fue posible gracias a la vieja burra.