Ingrid Uebe
¿Quién llama a mi puerta?

En las vacaciones de verano, Miguel fue de viaje con sus padres a la Selva Negra. Era un largo viaje en coche. Por la tarde en la autopista, había un atasco muy grande y tuvieron que detenerse. El padre echaba pestes, la madre suspiraba y Miguel preguntaba siempre cuándo llegarían de una vez. Nadie podía contestar a su pregunta. La cola no terminaba nunca. Era para perder los nervios. Cuando se hizo de noche, el padre pudo salir de la autopista por fin y dijo: —Pasaremos la noche por aquí y mañana temprano continuaremos el viaje. La madre suspiró aliviada; Miguel se alegró también.

Viajaron aún un trecho por la carretera general y vieron, con la luz de los faros un letrero que decía:

«Castillo Hotel Grafenruh»

Magnífica situación junto al bosque

Buenas habitaciones

Excelente cocina

—Aquí nos detenemos —dijo el padre—. Es el sitio ideal para una noche.

—Seguramente es muy caro —opina la madre.

—Es igual. Estoy muy cansado y también tengo hambre —contestó el padre.

El hotel parecía verdaderamente un auténtico castillo. Tenía gruesos muros, torres y miradores. Estaba rodeado por un foso, que había que cruzar por un puente para llegar al patio. La luz de los faroles iluminaba grandes espacios verdes y arriates de flores. —¡Me gusta el sitio! ¡Ojalá que tengan alguna habitación libre! —dijo la madre.

Tuvieron suerte. Quedaban dos habitaciones libres, una doble en el primer piso y otra sencilla arriba en la torre.

El amable señor de la recepción observó atentamente a Miguel. —Espero que no tengas miedo —dijo—, pero si prefieres dormir con tus padres, podemos poner una cama plegable en su habitación.

Pero Miguel quería dormir solo en la torre a toda costa. La habitación era amplia y hermosa. Para cenar se reunió con sus padres en el comedor. Se sentía como si fuera una persona mayor.

La comida era excelente. Les dieron una sopa clara, tiernos filetes, patatas fritas con finas verduras y de postre tarta de chocolate. Una agradable señora mayor pasaba entre las mesas. Tenía el pelo blanco peinado hacia arriba y llevaba sobre los hombros un mantón de encaje negro. Era la dueña del hotel, quizás también la señora del castillo.

—¿Está todo en orden? —pregunta a sus huéspedes con una sonrisa amable—. ¿Les ha gustado la comida?

—¡Estaba excelente! —contesta el padre—. Justo lo que corresponde a tan hermoso castillo. Ahora sólo falta que haya fantasmas. Uno que dé golpes o algo parecido.

Miguel sabía que era una broma. Cuando papá estaba de buen humor solía hacer tales bromas. La vieja señora sonreía. Así que había entendido la broma.

—Espere hasta medianoche —dijo—. Dice una leyenda que en las mazmorras del castillo murió de hambre un caballero. En la hora de los espíritus aparece y va por los pasillos pidiendo pan.

Miguel miró su tarta de chocolate. Apenas la había probado, estaba muy buena. Apenas podía más, estaba satisfecho. —Puedes llevártela a la habitación —dijo la vieja dama amablemente—, por si tienes hambre por la noche. O puedes llevártela mañana para el viaje.

Se despidió de la anciana señora y ésta de él. Sus padres le acompañaron a la habitación de arriba.

—Cierra la puerta con llave cuando hayamos salido —dijo la madre—. Hay que ser precavido en hoteles y casas extrañas.

Miguel así lo hizo. Puso el plato con el trozo de tarta sobre la mesilla de noche y se metió en la cama.

Durante mucho tiempo estuvo despierto. Daba vueltas de un lado para otro sin poder dormirse. Seguramente había comido demasiado. Lejos, en alguna parte oyó que la campana de un reloj daba las doce. Apenas había sonado el último golpe, sintió un suave lamento quejándose delante de su puerta. Subía, bajaba, cesaba y empezaba de nuevo. Siguió un golpe sordo y finalmente un chirrido como si alguien rascara la madera de la puerta con largas uñas. Miguel estaba tieso como un bacalao seco en la cama, mirando a la oscuridad con los ojos desorbitados. No sabía qué hacer. ¿Quizás abrir la ventana y gritar por ella hacia el patio pidiendo socorro? Pero ¿quién le iba a oír estando tan alto?

Los gemidos y las quejas subieron de tono hasta convertirse en un largo lamento. El arañar y golpear se extendía por las paredes, por el suelo, por el techo. Toda la estancia estaba llena de los siniestros rumores. ¿No se movía algo, allí en la oscuridad? ¿No rozaba algo las mejillas de Miguel? Éste tiró de la manta con ambas manos y se cubrió el rostro con ella. No quería oír nada más. Y de ninguna manera quería ver nada más. Debajo de la manta se sentía protegido como si estuviera en una cueva. Nadie podía entrar y acercarse a él.

Los gemidos y lamentos, los golpes y arañazos, todo quedaba fuera.

Después de un rato Miguel se durmió. Soñó que caminaba por el desierto bajo un sol abrasador. Hacía tanto calor que se despertó sudando. Sacó la cabeza de debajo de la manta. La habitación estaba clara ya. Por la ventana se veía un pedazo de cielo azul. Miguel se sentó en la cama. Su mirada se posó en la mesilla de noche. El trozo de tarta había desaparecido.