Mirjam Pressler
El pato de porcelana

Jugando se cayó al suelo. Sencillamente así. Marco corría y saltaba pero no de manera exagerada. Sólo le ha tocado un poco con el brazo cuando quería coger las dos bolitas que habían rodado debajo del radiador de la ventana. ¡Puf, zas! Ahí está el pato en el suelo, naturalmente, roto.

Marco se sienta en el suelo, junto a la cabeza del pato. Brilla la cabeza con destellos turquesa y azul oscuro, el pico es de color naranja y está entero. Los cantos agudos de la rotura en el cuello son blancos tirando a gris, y al tacto parecen papel de lija, el interior de la cabeza está hueco. El cuerpo también estaba hueco, pero ahora está definitivamente roto. Marco mira los restos con desconsuelo. No era un pato cualquiera, el que está roto ante él.

Era el pato de la abuela y Marco sabe que su mamá apreciaba mucho aquel pato por venir de la abuela. A veces, ella tomaba el pato con mirada distraída y sin decir palabra. Piensa en la abuela. En casa de la abuela el pato estaba sobre un armario estrecho, llamado Vertiko. Ahora, Vertiko está en la casa del tío Bernardo y tía Helga, en el salón. En la parte de abajo de Vertiko tenía la abuela la ropa de cama. Arriba, en los dos cajones, guardaba fotos y bolas del árbol de navidad. En ocasiones Marco podía jugar con el ángel que sólo se sacaba en navidad para adornar la punta más alta del árbol. El ángel tenía una cara de cera y cabello de hada. Navidad era la época más hermosa con la abuela, y también había cosas finas para comer, especialmente pastelitos de nueces.

—Tengo que preguntar a mamá, quién ha heredado el ángel, nosotros o el tío Bernardo —dice Marco.

Se le ocurre de pronto, que antes de hablar de nada con su mamá, tiene que dar una solución al asunto del pato. Comienza a llorar. Él debía estar muy triste por el pato, pero sólo está asustado, bastante asustado. Marco recoge cuidadosamente todos los trozos, hasta los más pequeños. Levanta la tapa de la caja de hojalata pintada, que también es de la abuela, y saca un paquete de tarjetas postales y cartas. Pone dentro los restos del pato y lo cubre todo con una servilleta.

—Ahora está en el sarcófago —piensa—, como la abuela. Pero esto pertenece a las cosas en que es mejor no pensar.

La abuela se murió hace cuatro semanas. El sarcófago del pato tiene un aspecto tal, que mejor es no mirar. Marco saca la cabeza del pato y la pone sobre el lado estrecho. Después, con la servilleta la tapa hasta que no se ve la ruptura del cuello y la cabeza queda al descubierto. Así parece que el pato está durmiendo. Marco cierra la caja de hojalata, toma el paquete de tarjetas y cartas y lo mete todo dentro del puchero de barro que hay en la parte baja del armario. El puchero no viene de la abuela, sino de Oberpollinger. Marco acompañaba a su madre, cuando ésta lo compró, solamente que hasta ahora no se ha usado nunca. Cierra el armario con llave y siente ganas de llorar. No por el pato, sino por la abuela. Sollozando se arrodilla y busca las dos bolitas debajo del radiador.