Isolde Heyne
Trabefix, el caballo de los sueños

—¡Sube! —dice Trabefix, el caballo de los sueños—. ¡Vamos a cabalgar!

Andrés está dispuesto enseguida. Ni siquiera se entretiene en ponerse algo de ropa. Así como está, salta sobre el caballo, blanco como la nieve. No es tan sencillo, ya que los caballos de los sueños no tienen silla ni estribos. Pero para Andrés no es ningún problema. A menudo está en camino con Trabefix por la noche, cuando los demás duermen.

—¿Dónde vamos hoy? —pregunta Andrés sujetándose con fuerza en las largas crines del caballo de los sueños, mientras galopan de noche.

—Hoy quiero dejarme embellecer —confiesa Trabefix—. O ¿es que crees que quiero ser siempre un caballo blanco?

—No digas tonterías —protesta Andrés—. Así como eres, es como me gustas.

No recibe contestación. Cabalgan sobre prados y campos. La comarca vuela hacia atrás, bajo sus patas. Ni siquiera el profundo lago es capaz de detener la carrera del caballo de los sueños. Andrés encoge las piernas con precaución. Pero Trabefix corre sobre el agua sin que ésta salpique una sola vez.

Finalmente se detienen ante una casa redonda como una bola. La casa está en la mitad de un cruce de caminos. Por los lados hay gente esperando.

—¿Qué hace aquí esa gente? —pregunta Andrés con curiosidad.

—Se dejan embellecer, ¿qué creías? Trabefix se impacienta. De ninguna manera había esperado encontrar el caballo de los sueños tal afluencia.

—Esto puede durar horas —dice Andrés decepcionado.

Contaba con una divertida aventura y no con esta espera estúpida.

Como el caballo de los sueños se pone en una de las colas, Andrés se desliza de su lomo hasta el suelo. Se quiere enterar de quiénes son los que quieren dejarse embellecer en la casa redonda. Hay una mujer que tiene sobre la nariz menos pecas que Andrés. Le dan un aspecto divertido y le sientan bien. Pero precisamente esas pecas le molestan. Y un hombre con calva está también en la cola. Quiere tener el cabello oscuro y denso, si es posible rizado.

Trabefix no es el único animal que espera embellecerse en la casa redonda. Un perro pachón quiere piernas rectas, un cocodrilo dientes de oro y un gorrión quiere ser tan grande como el águila.

—Olvida esta tontería —grita Andrés enfadado a Trabefix—. ¿De qué manera quieres embellecerte? ¿Acaso quieres tener ruedas bajo los cascos?

Trabefix relincha de manera que parece que se ríe.

—No estaría mal, circular a toda marcha por la comarca como un coche. Pero por la noche hay pocos surtidores abiertos y me crearía dificultades. Lo único que deseo es no seguir siendo blanco, eso es todo.

—Piénsalo bien —ruega Andrés—. Los caballos de los sueños son siempre blancos.

—¡Por eso! —contesta Trabefix con un deje de despecho.

—¿Puedo entrar, o sólo pueden hacerlo aquellos que se quieren cambiar? —pregunta Andrés.

—Embellecer —corrige Trabefix—. Hay una gran diferencia. Si quieres, puedes entrar.

Esperan por lo menos dos horas todavía. Andrés, hace tiempo que se sentó de nuevo a lomos del caballo. Seguro que entretanto se ha dormido un par de veces. Se asusta de verdad, cuando a paso de marcha entra Trabefix en la casa redonda. Probablemente ha estado durmiendo el último cuarto de hora.

Está muy claro el interior de la casa. Por todas partes cuelgan espejos. Ahora se avergüenza Andrés de no estar correctamente vestido. El pijama no pega allí. Rápido se deja caer del caballo y se esconde tras una columna.

—¿Deseas ser un caballo de muchos colores, de tantos como sea posible?

La mujer de los deseos mueve la cabeza enfadada.

—Eso es una payasada, Trabefix. Nadie te reconocerá nunca más como el caballo de los sueños.

Trabefix levanta la cabeza con despecho y agita sus blancas crines. Entonces, la mujer de los deseos hace un signo con la mano, y desde arriba caen sobre el caballo manchas de todos los colores del arco iris. —¡Alto!, ¡alto! —grita Andrés—. Tiene un aspecto horrible.

Pero no hay nada que hacer. El blanco caballo de los sueños está embadurnado de colores por todas partes.

—Ahora sí que soy verdaderamente hermoso —dice Trabefix satisfecho mirándose en los diversos espejos. Sin embargo, la alegría no dura mucho. Andrés oye cómo se ríe la gente que está esperando en la cola. Ve también que a las lechuzas se les salen los ojos de las órbitas del susto, y cuando llegan al lago, las ranas dan grandes saltos de la risa que les causa el caballo de colores.

Trabefix se detiene y escarba la tierra con los cascos.

—Pero ahora soy hermoso —insiste.

—A mí me gustabas más antes —dice Andrés—. Ven, yo te lavaré frotando con cepillo, todo el tiempo que haga falta, hasta que vuelvas a ser blanco.

Trabefix se resiste un poco, pero Andrés ha notado hace rato, que el caballo de los sueños está arrepentido de su deseo. Pasa mucho tiempo lavándole, hasta que aparece la piel blanca. Y si Andrés no le hubiera ayudado, seguro que Trabefix no hubiera estado completamente limpio al llegar el alba.

Después, un pescador se asombró al ver brillar el lago con tantos colores de madrugada.