Ilse van Heyst
El gran oso pardo

El gran oso pardo se acercó a la osa balanceándose con suaves pasos. La osa gruñó.

—¡Déjame en paz! —quería decir. El oso también gruñó enfadado por la adusta osa, por el calor y quizás también por la gente. Antes siempre le tiraban trozos de pan y pastel. Él era un artista de primera para coger las cosas al vuelo y además muy goloso.

Sin embargo, desde hacía algún tiempo no le echaban nada. No podía figurarse que lo habían prohibido. No tenía idea ni de los carteles de prohibición, ni de las ordenanzas. Encontraba a la gente sencillamente aburrida.

—¡Date un baño! —gruñó la osa. Era una buena idea. Rezongando, bajó el oso con precaución escalón tras escalón, andando hacia atrás en dirección al foso. Primero la pata posterior derecha, al siguiente escalón, después la izquierda, esperar un poco y luego con las patas de delante. Lo mismo el siguiente escalón, y así cuatro veces hasta que llegó al agua con la parte trasera de su cuerpo. Cuando se hubo acostumbrado al frío elemento, metió también la parte delantera. Se movía contoneando el cuerpo. Así se mojó primero un lado, luego el otro. Por fin, donde el agua era más profunda, se dedicó a bucear una y otra vez. Giraba con placer dentro del agua, chapoteó y nadó un poco, tanto como el foso lo permitía. Finalmente salió chorreando. Parecía un oso de trapo o de peluche. El baño le había sentado bien. Moviendo la cabeza de izquierda a derecha buscó un sitio caliente y se tumbó al sol.

Ahora el mundo estaba otra vez en orden.