Irina Korschunow
La excursión de Nina a la montaña
Me llamo Nina. Cuando pienso en las vacaciones, lo primero que me viene a la mente es la excursión que hice a la montaña con mi padre. Es algo que no olvidaré nunca.
Hicimos esa excursión a finales de agosto. El sol lucía en un cielo limpio de nubes. A mí me parecía que hacía demasiado calor. El camino era largo y tan empinado que me dolían los pies, pero evité que mi padre lo notara. Siempre que me quejaba en las ascensiones, mi padre decía:
—Quédate en casa, pequeña.
No me gusta que me diga esas cosas y además quiero que me lleve otras veces con él.
Después de caminar durante tres horas llegamos a un refugio. Más arriba estaba la cima. El camino se hizo todavía más empinado y teníamos que escalar sobre grandes rocas. Escalar me gusta y cuando finalmente llegamos arriba ya no sentía en absoluto el cansancio. El aire era tan claro y el cielo tan azul que podíamos ver hasta muy lejos, de una cadena de montañas a la otra. Muchas cimas estaban cubiertas de nieve, que brillaba al sol y las cascadas que caían por las laderas parecían de plata. Era tan hermoso, que no puede haber nada igual en el mundo. Nos sentamos y comimos de las provisiones que llevábamos, que nos sabían mejor que de costumbre.
De repente un viento frío barrió las montañas y negras nubes se aproximaron. —Una tempestad —dijo mi padre.
—Tenemos que bajar rápidamente al refugio. Espero que lo alcancemos a tiempo.
Se oían ya los truenos y comenzó a llover. Las rocas se pusieron húmedas y resbaladizas. —Cuidado, Nina, ¡no resbales! —gritó mi padre y, en ese instante, él mismo resbaló.
—¡Ay! —dijo. Siguió un silencio y después gimió:
—Creo que me he roto una pierna.
Mi padre gimió de nuevo y dijo:
—Tienes que bajar al valle, Nina. La lluvia puede cambiar por nieve y entonces nos helaremos los dos aquí arriba. Tienes que ir a buscar ayuda.
Tomó mi mano y la apretó con fuerza. —No llores, Nina. Estoy seguro de que lo conseguirás, lo sé —dijo.
Entonces me levanté. Me dejé resbalar bajando por las escurridizas piedras y pensé: «Quizás haya alguien en el refugio».
Pero éste estaba vacío y continué bajando, bajando, siempre adelante. Un par de veces caí y me levanté de nuevo hasta que finalmente llegué a la casa del guardabosques. ¡Lo había conseguido! El guardabosques telefoneó al equipo de vigilancia y rescataron a mi padre.
—Gracias, Nina —dijo mi padre cuando fui a visitarle al hospital—. Tú vales, contigo vuelvo a la montaña, con mucho gusto.
Me sentí orgullosa.