Alfred Hageni
Los ladrones en la casa del ladrón

El ladrón Corazonblando se había tumbado en el tejado de su casa. Estaba tapado con un viejo saco de patatas y tenía el rostro cubierto con un calcetín, para que nadie le viese. Permanecía inmóvil. Pero miraba alternativamente por un agujero del tejado y por la chimenea.

¡Los ladrones habían visitado su casa, mientras él estaba trabajando! ¡Dos veces, por lo menos! Le habían robado los embutidos, se habían comido parte del queso, abierto los frascos de conservas y consumido éstas a cucharadas.

¡Pero esta vez atraparía a esos picaros! Abajo en la cocina apareció un ratón. Era un macho en la flor de la vida. Miró a su alrededor olfateando. Después dio un silbido claro, fuerte y de todas partes comenzaron a salir ratones, uno, dos, tres, hasta doce. Miento, eran muchos más, pero Corazonblando no sabía contar más que hasta doce.

¡Y no sólo eso! Dos ardillas trepaban en el árbol de rama en rama. —Hops —de un salto estaban en el tejado y por un agujero se metieron en la despensa. Detrás de ellas volaron un grupo de gorriones, petirrojos, verderones y otros pájaros.

¿Y qué hacían los ratones en la cocina?

Corazonblando puso los ojos como platos. El muy fresco del primer ratón se había subido al frigorífico y atado una cuerda al tirador de la puerta. Silbó de nuevo. Todos los demás tiraron de la cuerda, hop, hop, hop, hasta que se abrió la puerta. ¡Huy, cómo silbaron en todos los tonos los granujas! Los más fuertes entraron al frigorífico a sacar el queso, la mantequilla y la carne. Y todos los demás, abuelos y nietos incluidos, se arrojaron sobre las viandas. Después sacaron rodando una botella de cerveza por el suelo. Con sus afilados dientes abrieron la tapa. Saltando de gusto se bebían la cerveza, chupando con sus ágiles lengüecillas.

—¡Qué banda de granujas! —refunfuñó Corazonblando todo enfadado.

¿Y qué sucedía en la despensa? No salía de su asombro. Allí estaban los gorriones y los petirrojos sobre los embutidos y los jamones y picaban y picaban. Las ardillas tiraban de las juntas de goma de los frascos de conserva hasta abrirlos. Los verderones metían dentro la cabeza y sacaban de ellos las frambuesas y las grosellas. ¡Aquello era el colmo!

Abajo en la cocina, cada vez había más ruido. Los ratones disfrutaban del banquete. Brindaban unos con otros y algunos hasta bailaron. Corazonblando escuchó atentamente. ¿Qué estaban diciendo?

—¡Viva Corazonblando, el ladrón!

Le gustaba oírlo, pero ¿qué está diciendo el primer ratón ahora?

—Me huele, me huele a pastel, vamos a buscarlo y disfrutar de él.

Corazonblando rio para sí. Claro que tenía pastel, pero no llegarían hasta él. Estaba bien seguro encima del armario. Pero pronto se le quitaron las ganas de reír. El ratón grande, sinvergüenza capitán de los ladrones, se subió en una silla en la que Corazonblando tenía atados dos globos. Los había robado la semana anterior en la verbena. Cortó con los dientes el cordel y agarrándose a él se dejó subir por el globo hasta lo alto del armario. Una media docena le siguieron y todos se arrojaron sobre el pastel.

Corazonblando tenía un mal presentimiento. Se quitó el saco de patatas de encima y se levantó con precaución. En vano, lo que tenía que suceder, plaf, había sucedido. El pastel estaba en el suelo de la cocina en medio del charco de cerveza. Todos los ratones comían pastel con fruición. Y los verderones y los tordos entraron en la cocina a picotear las migas. ¡Era una auténtica orgía!

El ladrón Corazonblando tenía ya más que suficiente. Se deslizó en la chimenea y dejándose resbalar, plaf, aterrizó en medio de los ratones.

—¡Banda de ladrones! ¡cuadrilla de sinvergüenzas! ¡Ya os arreglaré! gritaba, negro como un deshollinador y airado como un oso furioso. Los ratones saltaron huyendo en todas direcciones, un globo explotó. Visto y no visto, desaparecieron por los agujeros. Los pájaros salieron por la ventana y las ardillas estaban ya subidas a los árboles. Quedaba un ratón que aterrado se subió al otro globo. Lentamente salió por la ventana, subiendo cada vez más alto en el cielo, hasta que ya no se le veía. Pero el ratón no moriría de hambre. En la boca llevaba un buen trozo de pastel.