CAPÍTULO LXXXV
Ernest, que tenía ya casi treinta y dos años, se instaló en Londres y comenzó a escribir de modo continuado, tras descansar tres o cuatro años. Hasta entonces, parecía tener dotes muy prometedoras pero no había producido nada, y aún iba a tardar tres o cuatro años en ofrecerle algo al público.
Como ya he dicho, vivía tranquilamente, sin ver a nadie exceptuándome a mí y a tres o cuatro amigos íntimos que yo tenía. Él y yo estábamos muy unidos y, fuera de ese círculo, mi ahijado no era apenas conocido.
Se gastaba casi todo el dinero en viajar, cosa que hacía frecuentemente, aunque siempre por poco tiempo. Hiciera lo que hiciera, nunca se gastaba más de mil quinientas libras al año. El resto de su patrimonio lo regalaba, si veía que el dinero iba a ser bien empleado, o lo guardaba hasta que surgiera alguna oportunidad de gastarlo con algún provecho.
Yo sabía que estaba escribiendo, pero habíamos tenido tantos roces por este asunto que terminamos acordando, sin mencionarlo, que no íbamos a hablar más de ello, de modo que yo no supe que había publicado un libro hasta que un día me lo trajo y me dijo que era suyo. Lo abrí, y vi que se trataba de una serie de ensayos medio teológicos y medio sociales que fingían ser obra de seis o siete autores diferentes, los cuales abordaban los mismos temas desde distintos puntos de vista.
La gente se acordaba todavía de los famosos Essays and Reviews, así que Ernest había incluido maliciosamente dos o tres detalles, por lo menos en dos de los ensayos, que daban la impresión de haber sido escritos por un obispo. Los ensayos apoyaban a la Iglesia de Inglaterra, y habían sido sugerencia de dicha institución. Su propósito prima facie
Uno de los ensayos trataba sobre las pruebas externas de la Resurrección; otro sobre las leyes matrimoniales de las naciones más ilustres del mundo, tanto pasadas como presentes; otro planteaba las cuestiones que tendrían que ser reexaminadas si las enseñanzas de la Iglesia de Inglaterra dejaran de tener autoridad moral; otro versaba sobre un asunto mucho más social, el del empobrecimiento de la clase media; otro sobre la autenticidad, o más bien la inautenticidad, del cuarto Evangelio; otro se titulaba El racionalismo irracional, y luego había dos o tres más.
Todos estaban escritos con pluma ágil y atrevida, como por personas acostumbradas a gozar de autoridad, y todos partían de la premisa de que la Iglesia imponía creer en muchas cosas que eran inaceptables para cualquiera que tuviera en cuenta la evidencia, pero argumentaba que las verdades que eran valiosas estaban tan mezcladas con los errores que era mejor no meterse a examinar éstos. Poner énfasis en estos errores era como analizar el derecho de la reina a reinar con el argumento de que Guillermo el Conquistador había sido un rey ilegítimo.
Uno de los ensayos sostenía que, aunque sería molesto cambiar las palabras de nuestras oraciones, sería menos fastidioso modificar tranquilamente los significados que atribuimos a estas palabras. Esto, seguía dicho argumento, era lo que se hacía en el caso de las leyes; éste había sido el modo en que la ley se expandía y adaptaba, y siempre se había considerado un modo adecuado y legítimo para introducir cambios. Al final, se sugería que la Iglesia lo adoptara también.
En otro ensayo, se negaba provocativamente que la Iglesia se fundamentara en la razón. Se demostraba fehacientemente que su fundamentación básica era y debía ser la fe, que era igualmente el fundamento básico de todas las demás creencias del hombre. Por tanto, según sostenía el autor, la Iglesia no podía ser amenazada desde la razón. Descansaba, como todo lo demás, en presuposiciones iniciales, es decir, en la fe; por tanto, sólo podía ser amenazada desde la fe, y sólo desde la fe de aquellos cuyas vidas eran más gráciles, más amorosas, más cultivadas y más capaces de superar dificultades. Cualquier secta que fuera superior a la Iglesia en estos aspectos podría arrastrar a todo el mundo, pero las demás no iban a prosperar mucho. El cristianismo era cierto en tanto en cuanto había fomentado la belleza, mucha belleza por cierto, y falso en tanto había fomentado la fealdad, y también mucha fealdad, por cierto. Era, por tanto, no poco verdadero y no poco falso; globalmente, se podía ir más lejos y empeorar, de modo que lo más sabio era aceptarlo y aprovechar lo bueno y no lo malo de la situación. El escritor sostenía que nos convertimos en fanáticos en cuanto empezamos a defender con ahínco algún tema. Por tanto, no deberíamos hacerlo: no deberíamos defender con ahínco ni siquiera la institución más querida para el escritor: la Iglesia de Inglaterra. Deberíamos ser miembros de la Iglesia, pero moderados, ya que aquellos que se preocupan mucho por la religión o por lo contrario son, en la mayoría de los casos, personas pocas educadas o desagradables. La propia Iglesia debería asemejarse a la de Laodicea
El libro jugaba tanto con el valor de la convicción como con el de su ausencia, y parecía ser obra de unos hombres que eran iconoclastas por un lado y crédulos por otro, hombres que estaban acostumbrados a cortar nudos gordianos cuando les convenía y que no huían de ninguna conclusión en la teoría ni de ninguna falta de lógica en la práctica, siempre que no fueran deliberadamente ilógicas y sí suficientemente racionales. Las conclusiones eran conservadoras, tranquilizadoras, reconfortantes. Los argumentos por los que se llegaba a ellas estaban sacados de los escritores más avanzados de la época. Todo lo que estas gentes defendían era aceptado, pero los frutos de la victoria eran transferidos, en su mayor parte, a aquellos que ya la tenían.
Quizá el pasaje que provocó más revuelo de todo el libro era el que versaba sobre las distintas costumbres matrimoniales del mundo. Decía así:
«Si se nos pide que construyamos, la buena educación será la piedra angular de nuestro edificio; la tendremos siempre presente, consciente o inconscientemente, en las mentes de todos, será la fe central de acuerdo con la cual todos deberán moverse y existir; la piedra angular de todas las cosas, que serán consideradas buenas o malas según conduzcan a la mala educación o alejen de ella.
»Que el hombre sea bien educado y eduque bien a los demás; que su figura, su cabeza, sus manos, sus pies, su voz, su porte y sus vestidos indiquen convicción en este sentido, de modo que nadie pueda mirarlo sin darse cuenta de que su educación es buena y que de él descenderán personas bien educadas: ese es el desiderátum. Y lo mismo vale para la mujer. Que haya muchos hombres y mujeres bien educarlos, que todos gocen de la mayor felicidad; éste es el mayor bien. A ello deberían contribuir, de modo directo o indirecto, todos los gobiernos, las convenciones sociales, el arte, la literatura y la ciencia. Los hombres y mujeres más santos son aquellos que, inconscientemente, siempre tienen esto en cuenta, ya sea en su trabajo o en sus diversiones.»
Si Ernest hubiera publicado este libro con su propio nombre, creo que hubiera nacido muerto para la prensa, pero el modo en que lo había presentado despertó gran curiosidad y, como he dicho antes, incluso había dejado caer maliciosamente algunas indirectas que los críticos consideraron que no podrían haber sido hechas por nadie que no fuera obispo o ejerciera algún tipo de autoridad. Se dijo que uno de los escritores era un juez bien conocido, mientras que el rumor más destacado que se propagó fue que seis o siete de los más importantes obispos y jueces se habían puesto de acuerdo para escribir el libro, que muy pronto superó a Essays and Reviews y contrarrestó la influencia de aquella famosa obra.
Las pasiones de los críticos son las mismas que las nuestras, de modo que para ellos, como para todo el mundo, omne ignotum pro magnifico
Ernest no estaba acostumbrado al mundo literario tanto como yo, y me temo que la cabeza le dio vueltas cuando se levantó una mañana y descubrió que era famoso. Era hijo de Christina, y tal vez no podría haber hecho nunca lo que hizo de no dejarse llevar de vez en cuando por una euforia injustificada. No obstante, muy pronto descubrió la verdad del asunto y se dedicó a escribir tranquilamente más libros, en los que insistió en decir cosas que nadie se atrevería a decir aunque pudiera, ni podría aunque se atreviera.
Tiene muy mala reputación literaria. El otro día le dije, entre risas, que era como aquel hombre del siglo pasado del que se decía que sólo su reputación podía ocultar sus evidentes cualidades. Se rió y me dijo que prefería ser así y no como uno o dos escritores contemporáneos cuyas cualidades eran tan escasas que sólo su reputación las podía mejorar.
Recuerdo que poco después de publicarse uno de aquellos libros me encontré por casualidad con la señora Jupp, a la que, por cierto, Ernest le pasaba una pequeña cantidad cada semana. Fue en el apartamento de Ernest y, por alguna razón, nos dejaron solos unos momentos.
- El señor Pontifex ha escrito otro libro, señora Jupp -le dije yo.
- ¡Dios mío! -respondió ella-. ¿De verdad? ¿Es sobre el amor?
Y aquella vieja pecadora me miró con ojos traviesos, a pesar de que su rostro estaba lleno de arrugas. He olvidado mi respuesta, que fue lo que provocó la mirada, y recuerdo que siguió diciendo, muy deprisa, que Bell le había regalado una entrada para la ópera.
- Así que fui, naturalmente, aunque no entendí nada, porque estaba en francés, pero les vi las piernas a los que trabajaban en la obra. ¡Qué cosa! Me temo que no me queda mucha vida, y cuando el señor Pontifex me vea en mi ataúd dirá: «Pobre Jupp, ya nunca más podrá decir improperios». Pero la verdad es que no soy tan vieja y que estoy aprendiendo a bailar.
En aquel momento, entró Ernest y cambiamos de conversación. La señora Jupp le preguntó si iba a seguir escribiendo libros, ya que acababa de publicar otro.
- Claro que sí -contestó Ernest-. Siempre estoy escribiendo. Aquí está el original del próximo.
Y le mostró un montón de papeles.
- ¡Vaya, vaya! -exclamó ella-. ¿Y eso es un original? He oído hablar de ellos muchas veces, pero nunca pensé que llegaría a ver uno. ¡Vaya, vaya! ¿Y eso es de verdad un original?
Había unos cuantos geranios en la ventana que parecían enfermos. Ernest le preguntó a la señora Jupp si entendía de flores.
- Entiendo el lenguaje de las flores -dijo, lanzando una arrebatadora mirada lasciva.
Y después nos despedimos de ella hasta que nos honrara con una próxima visita. Ella sabe que tiene el privilegio de vernos de vez en cuando porque Ernest le tiene aprecio.