CAPÍTULO LXV

Mientras yacía en su cama día tras día, recuperándose lentamente, Ernest descubrió un hecho que la mayoría de las personas descubren tarde o temprano: que son muy pocos los que se preocupan por la verdad o están seguros de que es mejor y más justo creer lo que es verdad que lo que no lo es, incluso cuando no creer en la verdad parezca en principio lo más conveniente. Con todo, son esos pocos los únicos de los que puede decirse que creen en algo; el resto son, simplemente, descreídos camuflados. Tal vez, después de todo, sean estos últimos los que tengan la razón. Tienen a su favor el ser cada vez más prósperos y disponen de aquello que el racionalista juzga necesario para decidir si algo es justo o injusto. Según él, justo es todo aquello que parece justo a la mayoría de las personas sensatas y bien situadas: no existe criterio más seguro que éste. Y, sin embargo, ¿qué consecuencias tiene esta decisión? Pues, simplemente, que la conspiración de silencio que se extiende a cosas cuya verdad sería inmediatamente reconocible por observadores imparciales, no sólo es tolerable, sino conveniente, a los ojos de aquellos que profesan ser guardianes par excellence y maestros de la verdad, y que cobran por serlo.

Ernest no veía ninguna posibilidad de salida lógica de este estado de cosas. Admitía que era comprensible que los primeros cristianos creyeran en el carácter milagroso de la Resurrección de Cristo, aunque no hubiera habido tal milagro, pero la verdad estaba al alcance de cualquiera que quisiera molestarse un poco; el episodio había sido narrado al mundo en distintas ocasiones, sin que nadie intentara nunca refutarlo con seriedad. ¿Cómo es que, por ejemplo, el deán Alford, cuya especialidad era el Nuevo Testamento, no pudo o no quiso ver lo que para Ernest resultaba tan obvio? ¿Es que había otras razones para no querer verlo? Y, si era así, ¿no era un traidor a la causa de la verdad? Sí, pero también hay que decir que era un hombre respetable y prestigioso, y que la gran mayoría de hombres respetables y prestigiosos, como los obispos y los arzobispos, harían lo mismo que el deán Alford. Pero esta actitud, ¿no provocaba que cualquier acción fuera justa, ya fuera canibalismo, infanticidio o, simplemente, falsedad?

¡Monstruosa y odiosa falsedad! El débil pulso de Ernest se aceleró y su cara pálida enrojeció al contemplar esta visión miserable de la vida con toda su lógica coherencia. Lo que le chocaba no era que la mayoría de las personas no dijeran la verdad -eso podía soportarlo-, sino la terrible duda que le asaltó por un momento: si los pocos que evitaban mentir no debían hacerlo también. Pocas esperanzas iban a quedar si así debía ser; y si lo era, él prefería morir, cuanto antes mejor. «Señor», exclamó para sus adentros, «no creo una palabra del asunto que Tú y yo sabemos. Sé fuerte y apoya mi incredulidad.

[108]» Le pareció que, desde aquel momento, no podría ver a ningún obispo a punto de ser consagrado sin decirse a sí mismo: «Si no hubiera sido por la gracia de Dios, ése podría haber sido Ernest Pontifex». Pero él no había hecho nada, ni debía presumir de nada: si hubiera vivido en los tiempos de Cristo, quizá habría sido uno de los primeros cristianos, o incluso un apóstol. Sin embargo, en general, se sentía muy agradecido.

Por tanto, debía desestimar de inmediato la posibilidad de que quizá fuera mejor creer el error que la verdad, a pesar de la lógica tan impecable que se había aplicado para establecer esa posibilidad. ¿Y cuál era la alternativa? Pues la siguiente: que nuestro criterio para establecer la verdad -es decir, que la verdad es aquella que comparten la gran mayoría de personas sensatas y bien situadas- no es infalible. La regla es válida y sirve para justificar la mayoría de los casos, pero tiene sus excepciones.

Se preguntó cuáles eran. ¡Ah! ¡Difícil cuestión! Eran tantas las reglas que las determinaban, y a veces tan sutiles, que siempre se cometían errores y siempre se cometerían. Esto era precisamente lo que impedía reducir la vida a una ciencia exacta. Como método para determinar la verdad, siempre habría una prueba empírica general y un conjunto de reglas para las excepciones que podían ser aprendidas sin mucho problema; pero, sin embargo, en ciertos casos la decisión era difícil, tan difícil que era preferible que la persona siguiera su instinto a que intentara decidir mediante el razonamiento.

El instinto, por tanto, es el último tribunal de apelación. ¿Y qué es el instinto? Es una especie de fe en la evidencia de cosas que no pueden verse. Y, de este modo, mi héroe regresó casi al mismo punto del que había partido: en concreto, que los justos vivirán por su fidelidad

[109].

Y esto es lo que los justos -es decir, las personas sensatas- hacen con respecto a los asuntos de la vida cotidiana que más les preocupan. Las cuestiones menores las dirimen ejerciendo el pensamiento.

Las más importantes, como la curación de sus propios cuerpos y la de aquellos a los que aman, el lugar donde invierten su dinero o la ordenación y protección de sus propios asuntos, las encargan a otros de cuya capacidad saben muy poco, excepto lo que se dice de ellos. Actúan, por consiguiente, recurriendo a la fe y no al conocimiento. Así, la nación británica encarga el mantenimiento de su flota y defensas marítimas a un Primer Lord del Almirantazgo, quien, al no ser marino, no puede decidir sobre estos asuntos sino mediante actos de fe. No hay duda de que la ultima ratio

[110] es la fe y no la razón.

Incluso Euclides, a quien difícilmente puede tacharse de escritor que apele a la pura credulidad, se atiene a esta norma. Su primera premisa no es demostrable. Requiere postulados y axiomas que no pueden probarse, y sin los que no puede funcionar. En realidad, aunque su superestructura es la demostración, ha de apoyarse en la fe. Y si alguna persona disiente, poco podría decirle, aparte de que es estúpido. Se limitaría a decir «lo cual es absurdo» y se abstendría de discutir más sobre el tema. Por tanto, la fe y la autoridad son tan necesarias para él como para cualquier otra persona. Ernest se preguntó a sí mismo: «¿Y en qué tiene fe un hombre que se esfuerce por vivir en estos tiempos que corremos?». Y se contestó: «Sea lo que sea, no en el carácter sobrenatural de la religión cristiana».

¿Y cómo podría persuadir mejor a sus compatriotas para que dejaran de creer en este elemento sobrenatural? Desde un punto de vista práctico, se le ocurrió que el arzobispo de Canterbury tenía la clave de la situación, que compartían tanto él como el Papa. El Papa, en teoría, era mejor, pero bastaría con el arzobispo de Canterbury. Si, por así decirlo, consiguiera sembrar la más mínima duda en la mente del arzobispo, podría convertir a toda la Iglesia de Inglaterra mediante un coup de main

[111]. Tenía que haber un punto de contundencia que incluso un arzobispo -siempre que fuera un arzobispo cuya percepción no hubiese mejorado mediante una estancia en la cárcel- no pudiera resistir. Cuando se le expusieran los hechos cara a cara, cosa que Ernest sabría hacer muy bien, Su Ilustrísima no tendría más opción que aceptarlos. Como era una persona honorable, dimitiría enseguida de su arzobispado, y el cristianismo dejaría de ser la religión de Inglaterra en unos cuantos meses. Así era como debían hacerse las cosas. Pero Ernest no estaba seguro de que el arzobispo no se echara atrás en el último momento, y esto le parecía tan injusto que la sangre le hervía al pensarlo.

En justicia, hay que decir que Ernest no se consideraba a sí mismo su principal motivo de preocupación. Sabía que lo habían embaucado y que gran parte de las aflicciones sufridas eran debidas indirectamente a la influencia de las enseñanzas cristianas. Y si él fuera el último destinatario del mal, no habría que preocuparse mucho, pero es que también estaban su hermana, su hermano Joey y cientos y miles de jóvenes en toda Inglaterra cuyas vidas estaban siendo destrozadas por las mentiras que les contaban unas personas que hacían su trabajo deprisa y eludían las dificultades en vez de enfrentarse con ellas. Esto era lo que le hacía pensar que merecía la pena enojarse y discurrir, al menos, cómo podría evitarles a otros los años tristes, y a fin de cuentas desperdiciados, que él tuvo que pasar. Si los Misterios de la Muerte y la Resurrección de Cristo no eran ciertos, gran parte de la religión, que se fundamentaba en la verdad histórica de estos acontecimientos, se desmoronaría.

- ¡Caray! -exclamaba, con toda la arrogancia de la juventud-. Si meten a una gitana o una adivinadora en la cárcel por sacarle dinero a estúpidos que creen en sus poderes sobrenaturales, ¿por qué no encierran también a los sacerdotes, por proclamar que pueden absolver pecados o convertir pan y vino en la carne y la sangre de Aquél que murió hace dos mil años? ¿Es que no hay farsa mayor que la que monta un obispo cuando le impone las manos a un joven y finge transmitirle el poder espiritual para obrar dicho milagro? Está muy bien hablar de tolerancia, pero la tolerancia, como todo, tiene sus límites. Además, si se aplica en el caso del obispo, debe aplicarse también en el de la adivinadora.

Todo esto se lo pensaba explicar prolijamente al arzobispo de Canterbury, pero como en aquel momento no le era posible hacerlo, se le ocurrió que podría experimentar, con cierta ventaja, con el alma más modesta del capellán de la cárcel. Sólo aquellos que comienzan por lo más pequeño terminan haciendo grandes cosas, de modo que un día, cuando el señor Hughes, capellán de la cárcel, conversaba con él, Ernest le expuso el asunto de las verdades del cristianismo, e intentó entablar una discusión. El señor Hughes había sido muy cariñoso con mi héroe, pero le doblaba la edad, e incluso más, y ya sabía cómo enfrentarse a las objeciones que Ernest le planteaba. Mi opinión es que, al igual que mi héroe, no creía en la verdad objetiva de la Resurrección y Ascensión de Cristo, pero sabía perfectamente que se trataba de una minucia y que el tema de fondo iba mucho más allá.

De modo que el señor Hughes, que llevaba ejerciendo su cargo muchos años, se libró de Ernest como si de una mosca se tratara. Lo hizo tan bien que mi héroe no se atrevió a plantearle nunca nada más, y limitó sus conversaciones con él a asuntos tales como su futuro al salir de la cárcel, asuntos que el señor Hughes siempre estuvo dispuesto a escuchar con cariño y comprensión.