CAPÍTULO XIV

Battersby-on-the-Hill era el pueblo del que Theobald era rector. Tenía 400 o 500 habitantes, esparcidos en una gran demarcación, que eran, en su mayoría, agricultores y jornaleros. La rectoría era confortable, y estaba situada en lo alto de una colina desde la que se contemplaba una hermosa vista. Cerca vivía un buen puñado de vecinos de los que, exceptuando uno o dos, la mayoría eran las familias de los sacerdotes de los pueblos más próximos.

Todos ellos dieron la bienvenida a los Pontifex, cuya presencia, dijeron, daba lustre al lugar. El señor Pontifex, decían, es tan inteligente… Había sido un estudiante distinguido, tanto en lenguas clásicas como en matemáticas, era un perfecto genio, en realidad, y, sin embargo, estaba dotado de un estupendo sentido común… Al ser hijo de un caballero tan notable como el gran señor Pontifex, el dueño de la editorial, iba a heredar una gran fortuna… ¿Pero no tenía un hermano mayor? Sí, pero había tanto que repartir que, seguramente, Theobald se llevaría una parte considerable… Por supuesto, que iban a organizar cenas. Y la señora Pontifex… ¡qué mujer tan encantadora! No era exactamente hermosa, pero tenía una sonrisa tan dulce, y unos modales tan exquisitos y atractivos… Está dedicada por completo a su marido, y su marido a ella. Los dos constituyen lo que antes se consideraba un verdadero matrimonio, y es raro ver uno así en esta época de degeneración. Era precioso, etc. Así fueron los comentarios de los vecinos sobre los recién llegados.

En cuanto a los feligreses de Theobald, los agricultores eran educados y los empleados y sus esposas, serviles. Quedaba un asunto pendiente, legado de un antecesor poco cuidadoso, pero la señora Pontifex había dicho: «Confío en que Theobald sepa resolverlo.» La iglesia era un edificio interesante, construido en estilo normando tardío, con algunos elementos ingleses añadidos posteriormente. Se encontraba en lo que en estos días llamaríamos «un lamentable estado de conservación», pero hace cuarenta o cincuenta años, pocas iglesias se encontraban en buen estado. Si hay algún rasgo que distinga más a la presente generación, es que ha sido una gran restauradora de templos.

Horacio aconsejó la restauración de templos en esta oda:

Delicta majorum immeritus lues,

Romane, donec templa refeceris

Aedesque labentes deorum et

Foeda nigro simulacra fumo.

[22]

A Roma no le fue nada bien después de la época augusta, pero no sé si fue por dedicarse a restaurar templos o por no hacerlo. La verdad es que todo fue mal después de Constantino y, sin embargo, Roma es hoy una ciudad de cierta importancia.

Debo decir aquí que, pocos años después de llegar a Battersby, Theobald buscó los medios necesarios para efectuar las necesarias obras de reparación de la iglesia, que llevó a cabo con un considerable coste, y a las que se dedicó con enorme generosidad. El fue su propio arquitecto, lo que ahorró gastos, pero nadie sabía mucho de arquitectura en 1834, cuando Theobald comenzó su labor de reparación, y el resultado no fue tan satisfactorio como hubiese sido de haber esperado unos cuantos años.

La obra de todo hombre, ya sea literatura, música, pintura, arquitectura o cualquier otra cosa, es siempre un retrato de sí mismo y, cuanto más trata de ocultarse, más claramente revela su carácter, a pesar de sus esfuerzos. Quizá estoy condenándome a mí mismo, mientras escribo este libro, porque sé que, me guste o no, me estoy retratando con más intensidad que cualquiera de los personajes que he presentado al lector. Siento que sea así, pero no puedo evitarlo. Y después de esta ofrenda a Némesis, debo decir que la iglesia de Battersby, tras su restauración, siempre me ha asombrado por constituir un mejor retrato de Theobald que el que habría logrado un escultor o un pintor, incluso si hubieran sido excelentes.

Recuerdo una visita a Theobald seis o siete meses después de su boda, mientras la antigua iglesia estaba todavía en pie. Fui a la iglesia, y me sentí como Naamán debió de sentirse en aquellas ocasiones en las que tuvo que acompañar a su señor al regresar a su país, tras haber sido curado de su lepra

[23]. Me ha quedado un recuerdo más vívido de ella y de la gente que del sermón de Theobald. Aún hoy puedo ver a los hombres, vestidos con guardapolvos azules que les llegaban a los talones, y a más de una mujer con un vestido escarlata. Una fila de muchachos jornaleros, impasibles, apáticos, ausentes, desgarbados, poco atractivos, sin vida… Una raza tan parecida a los campesinos franceses prerrevolucionarios descritos por Carlyle que no resulta agradable describirla. Una raza que ha sido reemplazada por una generación más elegante, más atractiva y más esperanzada, que ha descubierto que tiene derecho a toda la felicidad que pueda lograr, y que maneja ideas más claras sobre cuáles son los mejores medios para alcanzarla.

Aún me parece oír cómo arrastran los pies uno tras otro, con respiración humeante, porque es invierno, mientras suenan los clavos de sus botas al andar. Se sacuden la nieve al entrar y, a través de la puerta abierta, veo por un instante un cielo gris y plomizo y lápidas cubiertas de nieve. De algún modo u otro, le encuentro sentido a las palabras de Haendel There the ploughman near at hand

[24], que se me han metido en la cabeza sin que pueda olvidarlas. ¡Qué bien entendió Haendel a esta gente!

Se inclinan ante Theobald cuando pasan por delante del púlpito («la gente de aquí es muy respetuosa», me susurra Christina; «saben quiénes son sus superiores.»), y toman asiento en una larga fila que se apoya contra la pared. Los integrantes del coro suben a la galería con sus instrumentos: un violonchelo, un clarinete y un trombón. Los veo, y enseguida los oigo, porque tocan un himno antes del oficio, una rara composición, resto, si no me equivoco, de alguna letanía previa a la Reforma. Hacía menos de cinco años, yo había escuchado la obra de la que, pensé, procedía en la iglesia de los santos Giovanni y Paolo de Venecia, y volví a oírla en medio del gris Atlántico un sabbath del mes de junio, en el que no soplaban vientos ni había olas, de modo que los emigrantes se reunieron en la cubierta y su lastimero salmo ascendió a la bruma plateada del cielo, y se extendió por la superficie de un mar que suspiró tanto que ya no pudo hacerlo nunca más. Aún puede oírse en algún campamento metodista en las montañas de Gales, pero donde ya no se escucha es en las iglesias. Si yo fuera músico, la usaría como motivo para el adagio en una sinfonía de Wesley.

Hace tiempo que ya no se oyen el clarinete, el violonchelo y el trombón, extraños trovadores como las dolientes criaturas de Ezequiel

[25], discordantes pero infinitamente conmovedores. Ya no se oye al herrero del pueblo, un auténtico novillo de Basán
[26] de voz tan poderosa que asustaba a los niños, ni al melodioso carpintero, ni al musculoso pastor pelirrojo, que era el que rugía más fuerte, hasta que llegaba a la frase «Pastor que guardas a tu rebaño». Entonces, el pudor lo abrumaba y le hacía guardar silencio, como si la misma salud se le hubiese consumido. Todos ellos tenían su destino trazado, y presentían malos tiempos, incluso la primera vez que los vi, pero aún les quedaban muchos momentos de canto coral para poder rugir: «Manos malvadas lo han atravesado y colgado, atravesado y colgado de un madero, etc.›. Con todo, ninguna descripción hace honor al verdadero efecto. La última vez que estuve en la iglesia de Battersby, era una dulce muchacha la que tocaba un armonio, acompañada de un coro de niños. Cantaron todo sin desatinar, incluso himnos antiguos y modernos. Las sillas de la parte de arriba ya no estaban, y hasta la misma galería donde cantaba el viejo coro había sido suprimida, como si quisieran desterrar de las mentes cualquier idea de superioridad. Theobald ya era viejo y Christina yacía bajo los tejos en el cementerio de la parte exterior.

Aquella misma noche, un poco más tarde, vi a tres ancianos salir de una iglesia disidente, riéndose entre dientes. Seguramente se trataba de mis viejos amigos el herrero, el carpintero y el pastor. Sus rostros expresaban felicidad, lo que me hizo pensar que, seguramente, habían estado cantando, acompañados sin duda del viejo violonchelo, el clarinete y el trombón, canciones de Sión y no el papismo que se ha puesto recientemente de moda.