CAPÍTULO XX
Con el nacimiento de su hijo, Theobald abrió los ojos a muchas cosas de las que, hasta entonces, apenas se había percatado. No tenía idea de la lata que podía dar un niño. Al fin y al cabo, los niños vienen al mundo de modo súbito, y lo trastocan todo cuando llegan. ¿No podrían irrumpir de forma menos traumática para todo el sistema doméstico? Además, su esposa tardó en recuperarse del parto: Durante meses, estuvo prácticamente inválida, lo que supuso otra incomodidad, y muy cara, por cierto, que interfirió con el dinero que Theobald quería reservar, como él mismo había dicho, para algún imprevisto o para la familia, si alguna vez formaba una. Ahora ya la tenía, de modo que ahorrar dinero era imperativo, y el niño se lo estaba impidiendo. Los teóricos pueden decir todo lo que quieran sobre que los hijos de un hombre son una continuación de su propia identidad, pero, en general, los que dicen esto no tienen hijos. Los verdaderos padres de familia conocen mejor el asunto.
Unos doce meses después del nacimiento de Ernest, nació un segundo hijo que fue bautizado con el nombre de Joseph y, menos de doce meses después, una niña que recibió el nombre de Charlotte. Pocos meses antes del nacimiento de su hija, Christina visitó a la familia de John Pontifex en Londres. Como ya sabía que estaba encinta, pasó mucho tiempo en la colección de pinturas de la Royal Academy, donde estuvo admirando los distintos tipos de belleza femenina retratados por los académicos, pues ella ya había decidido que iba a tener una niña. Alethea le advirtió que no lo hiciera, pero ella se empeñó, y la niña salió poco agraciada. Lo que no puedo decir es si esto se debió a los cuadros o no.
A Theobald nunca le habían gustado los niños. Siempre huía de ellos en cuanto se le presentaba la ocasión, igual que ellos de él. No dejaba de preguntarse, una y otra vez, por qué no nacían ya criados. Si Christina pudiese haber dado a luz unos cuantos sacerdotes, ya en edad adulta y ordenados, de opiniones moderadas pero algo inclinadas a las doctrinas evangélicas, con medios de vida suficientes y facsímiles en todo del propio Theobald, todo habría tenido más sentido. O si la gente pudiera comprar sus hijos a su gusto en una tienda, con la edad y el sexo que más les gustase, en vez de tener que hacerlos en casa y empezar por el principio. Eso tampoco estaría mal, pero tal como estaba organizado, no le gustaba nada. Se sintió igual que cuando se le pidió que se casara con Christina, es decir, él habría seguido como estaba con mucho gusto y, en este caso, también habría continuado en el estado en que se encontraba. En el asunto de la boda, se había visto obligado a fingir que le gustaba, pero éstos eran otros tiempos y, si no le gustaba una cosa, podía buscar cien formas diferentes, y todas irreprochables, de hacer ver que estaba enfadado.
Mejor le habría ido si, en sus días de juventud, se hubiera rebelado más contra su padre. El no haberlo hecho le animaba a esperar que sus propios hijos le obedecieran de igual modo. Lo que podía prever, decía (al igual que Christina), es que iba a ser más permisivo de lo que su padre había sido con él. El peligro (y esto también lo compartía con Christina) estaba en serlo demasiado, de modo que debía estar alerta, pues ningún deber podía ser más importante que el de enseñar a un hijo a obedecer en todo a su padre.
Poco tiempo atrás, había leído una cosa sobre un viajero en Oriente que, mientras exploraba algún lugar situado en las zonas más remotas de Arabia y Asia Menor, descubrió una comunidad cristiana que era notablemente fuerte, sobria y trabajadora, en la que todos disfrutaban de una excelente salud, y que resultaron ser los verdaderos descendientes de Jonadab, el hijo de Rechab. Poco después, dos hombres vestidos a la europea, que hablaban inglés con un fuerte acento, y que por el color de su piel eran, evidentemente, orientales, aparecieron por Battersby solicitando donaciones. Se identificaron como miembros de este pueblo, y dijeron que estaban reuniendo fondos para promover la conversión de todos sus compatriotas a la rama inglesa de la religión cristiana. Luego se demostró que eran unos impostores, porque en cuanto Theobald les dio una libra y Christina cinco chelines de su propio bolsillo, fueron a emborracharse al pueblo que estaba al lado de Battersby. De todos modos, este incidente no invalidaba la historia del viajero de Oriente. Luego estaban los romanos, cuya grandeza probablemente procedía de la benéfica autoridad que el padre ejercía sobre todos los miembros de la familia. Algunos romanos llegaron a asesinar a sus hijos, pero esto era llevar las cosas demasiado lejos. Claro, los romanos no eran cristianos, y no podían actuar de acuerdo con principios que no conocían.
El resultado práctico de todo lo anterior fue la convicción que se despertó en la mente de Theobald (y cualquier cosa que se le ocurría a él se le ocurría también a Christina) de que el deber de ambos era educar a sus hijos del modo que consideraban más oportuno, incluso desde su más tierna infancia. Los primeros síntomas de voluntad personal debían extirparse de raíz inmediatamente, antes de que tuvieran tiempo de desarrollarse. Theobald escogió esta manoseada metáfora, que su corazón adoraba.
Antes de que Ernest pudiese gatear bien, ya le habían enseñado a arrodillarse. Antes de hablar bien, ya sabía decir el padrenuestro y la confesión general. ¿Cómo que era demasiado pronto para enseñarle estas cosas? Cualquier distracción, o fallo de su memoria, era una mala hierba que crecería a su aire, a menos que fuera arrancada de inmediato, y la única manera de arrancarla era darle azotes, encerrarlo en el armario, o privarlo de alguno de los pequeños placeres de la niñez. Antes de cumplir tres años de edad, ya sabía leer y, a su manera, escribir. Antes de cumplir los cuatro estaba aprendiendo latín, y sabía sumar columnas de tres números.
En cuanto a la personalidad del niño, tenía un carácter sosegado por naturaleza; quería a su aya, a los gatitos, a los perritos, y a todas las cosas que tenían la amabilidad de permitirle quererlas. También quería a su madre pero, en lo que se refiere a su padre, me confesó después, de mayor, que sólo se acordaba de que lo temía y lo evitaba. Christina no se quejaba a su marido de la severidad de los castigos que le imponía al muchacho, ni de los continuos azotes que creía necesario administrarle durante las clases que le daba. En realidad, cuando Theobald estaba ausente y se encargaba de las clases, comprobaba con amargura que la severidad era el único camino, y se aplicaba a ella de un modo tan eficaz como el propio Theobald. A pesar de todo, ella le tenía cariño a su hijo, pero Theobald nunca se lo tuvo. Christina tardó mucho en destruir todo el afecto que su primogénito le tenía, pero no cejó hasta lograrlo.