CAPÍTULO XXXI

Ernest no tardó en caer en desgracia entre sus profesores. Ahora tenía más libertad de la que había disfrutado nunca. La mano dura y el ojo vigilante de Theobald no controlaban ya su existencia desde que se levantaba hasta que se acostaba, ni espiaban todo lo que hacía, y ser castigado a copiar versos de Virgilio era algo muy diferente a los salvajes azotes de su padre. Copiar, en realidad, era incluso menos problemático que ir a clase. Su instinto le decía claramente que ni el latín ni el griego iban a traerle la paz en ningún momento, y ellos tampoco abrigaban ninguna esperanza de lograrlo, al menos durante largo tiempo. La aridez del aprendizaje de estas lenguas muertas nunca era compensada de modo artificial mediante un sistema de premios bona fide, como reclamo para premiar la dedicación a ellas. Lo que sí había era toda una serie de penas para castigar el desinterés, pero no buenos sobornos que le hicieran tragar el anzuelo y lograran atraerlo.

En realidad, la forma más placentera de aprender esto o aquello siempre era considerada inútil en el caso de Ernest. Y, en efecto, si nuestro contacto con cosas placenteras era casi mínimo, en el caso de Ernest simplemente no existía. Nuestro paso por el mundo no tenía nada que ver con el placer, sino con el deber, y el placer era algo esencialmente pecaminoso. Si alguna vez hacíamos algo que nos gustase, nosotros o, en este caso, él, Ernest, debía disculparse y rogar que se le tratara con benevolencia, pues lo normal era que le dijeran que se pusiera enseguida a hacer otra cosa. Sin embargo, con aquello que no le gustaba era diferente. Cuanto más le disgustara hacer algo, más se presuponía que era algo bueno. Pero a Ernest nunca se le ocurrió pensar que esta presuposición jugaba en realidad a favor de las cosas agradables, y que la responsabilidad de demostrar que no lo eran la tenían aquellos que sostenían esta opinión. Ya he dicho más de una vez que él creía en su propia depravación. Nunca hubo un ser mortal más dispuesto a aceptar sin reparos todo lo que le dijeran aquellos que estaban por encima de él. Al menos eso es lo que creía porque, en aquellos tiempos, Ernest no conocía todavía a su otro yo, que era más fuerte y real que el único Ernest del cual él era entonces consciente. El Ernest estúpido intentaba convencerlo con sentimientos inarticulados que eran demasiado fugaces y seguros para poderse traducir en cosas tan discutibles como palabras pero, por ejemplo, insistía del siguiente modo:

«El desarrollo físico no es un cómodo viaje de placer, como se cree: es un trabajo duro, más duro de lo que alguien, que un muchacho en pleno desarrollo puede entender. Requiere atención, y tú no tienes suficiente fuerza para prestársela al desarrollo de tu cuerpo y a tu educación al mismo tiempo. Además, el latín y el griego son paparruchas. Cuanto más se conocen, más odiosos se hacen. Las personas más agradables, aquellas que de verdad te gustan, o nunca aprendieron estas lenguas o las olvidaron tan pronto como pudieron y, en cuanto dejaron de obligarlos, jamás volvieron a los clásicos. Por consiguiente, el latín y el griego son tonterías, que estaban muy bien en su tiempo y en los países que los utilizaban, pero que no tienen sentido ahora. Nunca aprendas ninguna cosa hasta cerciorarte de que serás un desgraciado si no la sabes. Cuando sepas que puedes aprender esto o aquello, o que vas a necesitar pronto este o aquel conocimiento, es mejor que lo aprendas cuanto antes pero, hasta entonces, dedica m tiempo a cultivar tu cuerpo, porque te será más útil que el latín y el griego y, además, nunca podrás hacerlo si no lo haces ahora, mientras que el latín y el griego los puede aprender a cualquier edad si estás interesado.

»Vives rodeado de mentiras que engañarían incluso a los elegidos, si éstos no estuvieran siempre tan alerta. El yo del que eres consciente, el yo que razona y reflexiona, cree estas mentiras y te pide que actúes de acuerdo con ellas. Este yo consciente tuyo, Ernest, es un mojigato engendrado por mojigatos y criado en la mojigatería. No voy a permitir que inspire tus acciones, aunque inspirará tus palabras durante muchos años. Tu padre no está aquí para pegarte, circunstancia que supone una novedad en las condiciones de tu existencia, que debería ir acompañada de un cambio de actitud. Obedéceme a mí, tu verdadero yo, y las cosas irán tolerablemente bien, pero como escuches a esa cáscara vieja, visible y exterior que es tu padre, te martirizaré durante tres o cuatro generaciones por odiar a Dios porque yo, Ernest, soy el Dios que te ha creado.»

Ernest se habría traumatizado si hubiera oído de verdad los consejos que estaba recibiendo, y en Battersby también habría reinado una gran consternación. Pero el asunto no terminaba ahí, porque este mismo yo malvado interior le dio también malos consejos respecto a su dinero y a la elección de sus amigos y, en general, Ernest hizo caso de sus sugerencias mucho más que Theobald cuando tenía sus años. El resultado fue que su rendimiento escolar empeoró y que su mente se hizo más lenta, pero su cuerpo se volvió más rápido que antes. Y cuando, alguna que otra vez, su yo interior lo impulsaba a elegir caminos en los que encontraba obstáculos imposibles de superar, lo que hacía era tomar, no sin grandes escrúpulos de conciencia, el camino más próximo a aquél que le estaba vedado.

De esto se infiere que Ernest no era amigo de los jóvenes más tranquilos y mejor educados de Roughborough. De entre los muchachos poco recomendables, algunos solían ir a tabernas a beber más cerveza de la que podían aguantar. Es difícil imaginar que el yo interior de Ernest le impulsara a juntarse con estos jóvenes caballeros, pero así lo hizo, a edad muy temprana, y más de una vez enfermó de modo lamentable por beber una cantidad de cerveza que no habría producido ningún efecto en un muchacho más fuerte. El yo interior de Ernest debió intervenir en este punto para decirle que no era una actividad tan divertida, porque el caso es que rompió con la bebida antes de habituarse y que nunca volvió a ella. Sin embargo, adoptó otra costumbre a edad muy temprana, a los trece o catorce años, que nunca ha abandonado, aunque, incluso hoy, su yo consciente le siga advirtiendo que, cuanto menos fume, mejor.

Y así fueron las cosas hasta el día en que mi héroe estaba a punto de cumplir catorce años. Aunque todavía no era un verdadero desalmado, lo cierto es que pertenecía a una clase situada entre los que tenían baja reputación y los que la habían perdido por completo, si bien quizá se inclinaba más hacia esta última excepto en lo que se refiere a vicios de tacañería, de los que carecía. He podido deducir esto a partir de dos fuentes. Una es lo que el propio Ernest me ha contado y otra, sus facturas del instituto, que Theobald siempre me enseñaba en medio de grandes protestas. En Roughborough se otorgaba un «premio en metálico por méritos» con carácter semanal. Lo máximo que podía conseguir un muchacho de la edad de Ernest eran cuatro chelines y seis peniques. Algunos compañeros obtenían cuatro chelines; pocos, menos de seis peniques, pero Ernest nunca consiguió más de media corona y raramente más de dieciocho peniques. Su promedio estaba, pienso, entre uno y nueve peniques, que era mucho para situarlo entre los alumnos claramente malos, pero demasiado poco para considerarlo uno de los buenos.