CAPÍTULO XLI

Mucho antes de que Ernest llegara al comedor, su alma, llena de funestos presagios, le reveló que había sido descubierto. ¿Qué cabeza de familia convoca a uno de sus miembros al comedor si sus intenciones son honorables?

Cuando entró, lo encontró vacío, pues su padre había sido requerido durante unos minutos por un asunto inesperado de la parroquia, así que quedó en el mismo estado de ansiedad que experimenta cualquier persona que espera en la antesala del dentista.

De todas las estancias de la casa, la que más detestaba era el comedor. Aquí era donde daba las clases de latín y griego con su padre. Olía a cierto barniz o abrillantador que se usaba con los muebles, y ni Ernest ni yo podemos ahora entrar en un lugar que huela a este barniz sin que el corazón nos dé un vuelco.

Sobre la chimenea, colgaba una verdadera obra maestra, uno de los escasos cuadros originales que el señor George Pontifex se trajo de Italia. Era supuestamente de Salvatore Rosa, y había sido una ganga. Creo que la escena representaba a Elías alimentado por los cuervos en el desierto

[67]. Estos cuervos podían verse en la esquina superior derecha, llevando carne y pan en el pico y en las patas, mientras que el profeta en cuestión los miraba con anhelo desde la esquina inferior izquierda. Cuando Ernest era un niño pequeño, siempre lamentaba que el alimento que llevaban los cuervos nunca llegara al profeta. Entonces no entendía los límites del arte, y quería que carne y profeta entraran en contacto directo. Un día, con ayuda de una escalera que alguien había dejado en la habitación, llegó hasta el cuadro y, con un trozo de pan con mantequilla, trazó una línea grasienta desde los cuervos a la boca de Elías y se sintió mucho mejor.

Ernest estaba recordando este incidente infantil cuando oyó la mano de su padre en el pomo de la puerta e, inmediatamente, Theobald entró en la habitación.

- Oh, Ernest -dijo, de modo simpático y casi informal-. Hay un pequeño asunto que me gustaría que me explicaras, pues no me cabe la menor duda de que puedes hacerlo.

Bum, bum, bum, sonó el corazón de Ernest, chocando contra sus costillas, pero el tono de su padre era mucho más agradable de lo normal, lo que le hizo pensar que quizá se tratara de otra falsa alarma.

- Habíamos pensado, tu madre y yo, regalarte un reloj antes de que volvieras al instituto, («Oh, eso es todo», se dijo Ernest a sí mismo, bastante aliviado.) He estado buscando hoy, uno de segunda mano que pueda serte útil mientras estés allí.

Theobald hablaba como si los relojes sirviesen para media docena de propósitos, además de para dar la hora, pero era incapaz de articular dos palabras seguidas sin usar una de sus muletillas y «poder serte útil» era una de ellas.

Ernest iba a proferir una frase típica de agradecimiento, cuando Theobald dijo:

- Me estás interrumpiendo.

Y el corazón de Ernest volvió a latir deprisa.

- Me estás interrumpiendo, Ernest. Todavía no he terminado.

Ernest se quedó mudo de inmediato.

- Fui a varias tiendas que vendían relojes de segunda mano, pero no vi ninguno cuyo precio y aspecto me convencieran, hasta que, por fin, me enseñaron uno que, según el encargado, le habían dejado recientemente para venderlo, y que yo reconocí como el que te regaló tu tía Alethea. Incluso si no lo hubiese reconocido, cosa que podía haber ocurrido, llevaba grabadas en su interior las palabras «E. P., regalo de A. P.». No cabe duda de que se trataba del reloj que, según dijiste, se te cayó del bolsillo…

Hasta entonces, el tono de Theobald había sido tranquilo a propósito, y sus palabras articuladas con lentitud, pero entonces, de pronto, se apresuraron, y, él se quitó la máscara definitivamente al decir:

- …o no sé qué cuento chino, que tu madre y yo creímos inocentemente. Puedes imaginarte cómo nos sentimos ahora.

Ernest estimó que esta última frase era justa. En momentos de menos ansiedad, su padre y su madre le parecieron unos ingenuos por la facilidad con que lo habían creído, pero lo que no podía negar era que su credulidad era una prueba de su habitual sinceridad. En justicia, debía admitir que era horrible que dos personas tan sinceras tuvieran un hijo tan embustero como él.

- Como pensaba que un hijo mío y de tu madre sería incapaz de engañarme, creí enseguida que cualquier vagabundo habría encontrado el reloj y ahora querría venderlo.

En mi opinión, esto no era cierto. La primera idea que se le ocurrió a Theobald era que Ernest estaba intentando vender el reloj, pero, en un momento de inspiración, se le ocurrió inventar que su magnánima mente había pensado primero en un vagabundo.

- Puedes imaginarte lo sorprendido que me quedé cuando me dijeron que el reloj lo había dejado Ellen, esa miserable muchacha.

En este momento, el corazón de Ernest se endureció y, a pesar de su vulnerable situación, sintió ganas de responder. Su padre, que lo notó inmediatamente, siguió diciendo:

- Descarté la terrible suposición que empezaba a imaginarme, y me dije que, en el espacio que transcurrió desde que se le notificó su despedida hasta que se marchó, Ellen añadió el hurto a sus demás pecados y, al ver tu reloj en tu dormitorio, te lo quitó. Incluso llegué a pensar que echaste de menos el reloj cuando se fue y que, al sospechar que era ella quien lo había cogido, corriste tras el coche para recuperarlo. Pero cuando le conté mis sospechas al vendedor, me aseguró que la persona que dejó el reloj le había dado su palabra de que era un regalo del hijo de su señor, a quien pertenecía, el cual tenía perfecto derecho a disponer de él como quisiera.

»Me dijo, además, que como las circunstancias en que le ofrecían venderle el reloj le parecían algo sospechosas, insistió a la joven para que le contara cómo lo había conseguido, antes de comprárselo.

»Al principio, la muchacha -como hacen invariablemente todas las de su profesión- trató de prevaricar, pero cuando la amenazó con llevarla a la policía si no decía la verdad, describió cómo tú corriste tras el coche, hasta cubrirte la cara de polvo, e insististe en darle todo tu dinero, la navaja y el reloj. Le dijo además que mi cochero, John, a quien voy a despedir de inmediato, fue testigo de toda la operación. Pues bien, Ernest, ¿quieres decirme si esta espantosa historia es cierta o no?

A Ernest nunca se le ocurrió preguntarle a su padre por qué no le pegaba a hombres de su corpulencia ni pararlo a mitad de la historia para quejarse de las patadas que le daba cuando ya estaba en el suelo. El muchacho estaba demasiado impresionado y agitado para ejercer su inventiva, y lo único que pudo balbucear fue que la historia era cierta.

- Es lo que me temía -dijo Theobald-. Y ahora, Ernest, sé bueno y toca la campana.

Theobald pidió al criado que buscara a John y, cuando éste llegó, calculó el dinero que se le debía y le pidió que abandonara la casa. John se comportó de modo educado y respetuoso. Aceptó su despedida como algo natural, pues Theobald le había insinuado a qué era debida, pero al ver a Ernest pálido y temeroso en el filo de la silla apoyada contra la pared del comedor, un súbito pensamiento pareció adueñarse de él y, volviéndose hacia Theobald, dijo, con un acento norteño que no voy a tratar de reproducir:

- Escuche, señor, me figuro a qué se debe todo esto. Pero antes de irme, quisiera hablar con usted.

- Ernest -dijo Theobald-. Sal de la habitación.

- No, señorito Ernest, usted no va a irse -dijo John, colocándose delante de la puerta-. Señor, usted puede hacer lo que quiera conmigo. Le he servido bien, y la verdad es que no ha sido malo conmigo, pero si le pega al señorito Ernest, tengo conocidos en el pueblo que me lo harán saber, de modo que si me entero de algo, volveré y le romperé los huesos, así que tenga cuidado.

John respiraba de modo entrecortado, como si estuviera dispuesto a romper huesos allí mismo. El rostro de Theobald adquirió un color grisáceo, no por las absurdas amenazas de un conocido y vulgar rufián, como explicó después, sino porque se trataba de una verdadera insolencia viniendo de uno de sus criados.

- El señorito Ernest, John -contestó con orgullo-, tendrá que vérselas a solas con su conciencia. («Gracias a Dios y a John», pensó Ernest.) En cuanto a usted, reconozco que ha sido un buen sirviente hasta este desgraciado incidente, y tendré mucho gusto en darle referencias si las necesita. Tiene algo más que decir?

- Nada más que lo que he dicho -dijo John, en tono abatido-. Pero mantengo lo que he dicho y lo cumpliré, haya o no referencias.

- No tiene por qué preocuparse por sus referencias, John -dijo Theobald con amabilidad-. Y, puesto que ya es tarde, no hace falta que se marche hasta mañana por la mañana.

John no respondió, sino que se retiró, hizo el equipaje y se marchó a continuación.

Guando Christina supo lo que había ocurrido, dijo que podía perdonarlo todo excepto que Theobald se hubiera expuesto a tales insolencias por parte de uno de sus criados debido al mal comportamiento de su hijo. Theobald era el hombre más valiente del mundo, y podría fácilmente haber reducido a aquel desgraciado y sacarlo de la habitación, pero su reacción fue mucho más noble y digna. ¡Qué bien quedaría en una novela o en el teatro, porque aunque éste fuera, por lo general, inmoral, sin duda algunas obras últimas estaban mejorando este estado de cosas! Se imaginó a todo el teatro en silencio, al oír la amenaza de John, conteniendo la respiración y expectante ante la respuesta que seguiría. Entonces, el actor, posiblemente el bondadoso e importante señor Macready

[68], diría: «El señorito Ernest, John, tendrá que vérselas a solas con su conciencia». ¡Qué frase tan sublime! ¡Qué estrepitosos aplausos provocaría! Luego ella haría su entrada, abrazaría a su esposo y le llamaría corazón de león. Cuando cayera el telón, el público comentaría que la escena había ocurrido en la vida real, en concreto en la casa del reverendo Theobald Pontifex, casado con la señora Allaby, etc.

En cuanto a su opinión sobre Ernest, se acentuaron las sospechas que ya albergaba su mente, pero pensó que era mejor dejar el asunto como estaba. En aquel momento, disfrutaba de una sólida posición. La pureza oficial de Ernest quedaba fuera de toda duda, pero al mismo tiempo se había mostrado tan sensible que Christina logró fundir dos impresiones contradictorias en una sola idea, y comenzó a considerarlo como una especie de José y de Don Juan al mismo tiempo. Era lo que siempre había deseado, pero al quedar su vanidad satisfecha por tener un hijo así, el hijo en sí mismo quedó reducido a la nada.

Tengo que decir al respecto que esta capacidad para cortar lógicos nudos gordianos y fundir dos premisas contradictorias o conflictivas en una sola es absolutamente necesaria para que todo animal o planta pueda seguir viviendo o, incluso, existir. Esta afirmación resulta válida para todo aquello que posea un sistema reproductivo, pero es más fácil de ver en el caso de aquellas formas que se reproducen mediante padres de distinto sexo. Lo primero que tienen que hacer los elementos masculino y femenino cuando se unen para crear descendencia es fundir los recuerdos conflictivos y las historias incoherentes de los padres de ambos en un único relato. Pero volvamos a nuestra historia.

Indudablemente, de no ser por la intervención de John, Ernest habría tenido que expiar sus culpas con dolor, penuria y confinamiento. Tal como quedó la cosa, el muchacho «debería sentirse» como si estuviera padeciendo de verdad estos castigos, además de ataques de remordimiento infligidos por su conciencia. No obstante, y prescindiendo del hecho de que Theobald lo vigilara más estrechamente durante el resto de las vacaciones, así como de la continua frialdad de sus padres, el muchacho no sufrió castigo alguno. Ernest me dice ahora que, cuando recuerda aquellos momentos, se da cuenta de que fue entonces cuando supo por primera vez que aborrecía cordial y activamente a sus padres, lo que yo interpreto como que empezaba a tener conciencia de estar haciéndose un hombre.