CAPÍTULO XIX

Lo que sí podemos decir es que si alcanzó los setenta y tres años de edad y murió rico es porque debió de vivir en hermosa armonía con su entorno. He oído decir a veces que la vida de tal o cual persona fue toda una mentira; sin embargo, ninguna vida humana es una mentira en su conjunto y, de todos modos, mientras continúa es, como poco, verdad en un noventa por ciento.

La vida del señor Pontifex no fue sólo larga, sino próspera hasta el mismo final. ¿Acaso eso no es bastante? ¿Acaso no es nuestro propósito más obvio, ya que estamos en este mundo, sacarle todo el provecho, observar qué cosas contribuyen a alargar la vida, mejorarla bona fide, y actuar en consecuencia? Todos los animales, excepto el hombre, saben que lo principal es disfrutar de la vida, y de hecho todos la disfrutan tanto como el hombre y otras circunstancias se lo permiten. Aquel que más disfruta es el que emplea mejor su vida. Y Dios cuidará de que no disfrutemos más de lo que nos conviene. Si al señor Pontifex se le debe acusar de algo, es de comer y beber demasiado; de que, por ello, su hígado se resintió y de que, de otra manera, quizá podría haber vivido uno o dos años más.

La bondad no es nada a menos que sirva para alargar la vida y proveer de medios suficientes. Hablo en general y exceptis excipiendis. El salmista dice: «A los que buscan a Yahvé no les falta bien alguno»

[36]. Si esta frase va más allá de la mera licencia poética, lo que en realidad quiere decir es que todo aquel a quien le falta algún bien no es un justo. Hay otra presuposición en esta frase: la de que aquel que ha disfrutado de una larga vida sin faltarle ningún bien es porque, en la práctica, ha sido suficientemente justo.

Al señor Pontifex nunca le faltó ninguna de las cosas que realmente le importaban. Es verdad que podría haber sido más feliz si le hubiesen importado más cosas, pero la clave de todo esto está en la frase «si le hubiesen importado». Todos pecamos, y por eso nunca nos sentimos todo lo cómodos que podríamos sentirnos, pero, en este caso concreto, al señor Pontifex no le importaba, de modo que no habría ganado mucho más obteniendo lo que no deseaba.

Nada podría halagar más a la virtud que decirle que desciende de un linaje definido por heraldos espirituales, con el que nada tiene que ver. En realidad, el verdadero linaje de la virtud es más antiguo y respetable que cualquiera que podamos inventarle. Su origen está en la experiencia que hombre tenga en relación con su propio bienestar y esta teoría, aunque no sea infalible, es la menos falible que tenemos. Si un sistema no se sostiene en pie en ausencia de una base mejor es porque contiene algo tan inestable en sí mismo que hará que se tambalee en cualquier pedestal que lo pongamos.

Hace ya mucho tiempo, el mundo llegó a la conclusión de que la moralidad y la virtud son los únicos elementos que, en última instancia, conceden paz a los hombres. «Sé virtuoso›, dice el cuaderno de caligrafía, «y serás feliz». Y, en verdad, si una virtud reconocida deja de provocar felicidad, no es más que un tipo insidioso de vicio, y si un vicio reconocido no causa demasiados infortunios en los últimos años de vida de un hombre, es porque no era tan malo como se decía. Desgraciadamente, aunque todos mantenemos la misma opinión, que la virtud trae la felicidad y que el vicio acarrea la desgracia, no somos tan unánimes en lo que se refiere a los detalles, es decir, en cosas como si fumar, por ejemplo, provoca la felicidad o todo lo contrario.

Una de las conclusiones de mi humilde experiencia es que, al hecho de que los padres sean crueles y egoístas con sus hijos, no sigue necesariamente que aquéllos sufran las consecuencias. Hay padres que pueden ensombrecer las vidas de sus hijos durante muchos años sin sufrir ningún dolor. En consecuencia, debo decir que no existe demasiado retorcimiento moral, en el caso de los padres, si, dentro de ciertos límites, amargan la vida a sus hijos.

Ya que hemos demostrado que el señor Pontifex no tenía un carácter elevado, no se puede pedir que los hombres corrientes lo tengan. Es suficiente que tengamos, como promedio, la misma estatura moral y mental que la mayor parte, en realidad la más corriente, de los hombres.

Se deduce de la misma esencia de las cosas, que los ricos que mueren viejos han sido unos miserables. La parte mejor y más sabia de la humanidad será siempre las más miserable, pues está compuesta de aquellos que no se han excedido ni en el vicio ni en la virtud. En general, no se sienten bien si no actúan así y teniendo en cuenta cuánto se malogran muchos, no es ninguna tontería que un hombre diga que no ha sido peor que su vecino. Homero nos dice, de alguien que se preocupó siempre de ir por delante y de sobrepasar a los demás: «El que descuella y sobresale siempre de todos»

[37] ¡Qué persona tan insociable y desagradable debió de ser! Los héroes de Homero, por lo general, terminan mal, y no tengo ninguna duda de que igual le ocurrió a este caballero, más tarde o más temprano, quienquiera que fuese.

Volviendo a nuestro tema, un modelo elevado requiere la posesión de virtudes especiales, y las virtudes especiales son como aquellas plantas o animales extraños que no han sido capaces de reproducirse con éxito en este mundo. Para ser útil, como el oro, una virtud debe estar hecha de un metal más corriente pero más duradero.

La gente distingue el vicio y la virtud como si fueran dos cosas diferentes, como si el uno no compartiera nada con la otra. No es así. No hay ninguna virtud útil que no contenga restos de vicio en su aleación, y apenas algún vicio que no contenga restos de virtud. El vicio y la virtud son como la vida y la muerte, o la mente y la materia: cosas que no pueden definirse sin su contraria. La vida más absoluta contiene la muerte y un cadáver, en muchos aspectos, continúa vivo. Se ha dicho: «Si guardas, Yahvé, los delitos»

[38], lo cual quiere decir que incluso el ideal más alto que podamos concebir, transigirá con el vicio y aceptará los pobres abusos del tiempo, si no son excesivos. Es obvio que el vicio rinde homenaje a la virtud: a esto lo llamamos hipocresía. Debería haber una palabra para designar al homenaje que la virtud rinde con frecuencia al vicio, o que, en cualquier caso, debería cuidar de rendirle si fuera lista.

Reconozco que algunos hombres encuentran la felicidad al alcanzar lo que todos reconocemos como un patrón moral superior al normal. No obstante, estas personas deben considerar la virtud como una recompensa en sí misma, y no quejarse de que ejercer un desprendido quijotismo sea un lujo carísimo, cuya recompensa se obtiene en un reino que no es de este mundo

[39]. Tampoco deben asombrarse si resultan ridículos por tratar de obtener lo mejor de los dos mundos. Y, aunque no nos creamos los detalles de la historia que narra la expansión de la religión cristiana, gran parte de sus enseñanzas siguen siendo tan verdaderas como si las creyéramos. No podemos servir a Dios y a las riquezas. Estrecha es la puerta y angosta la senda
[40] para aquellos que creen que vivir con fe es lo único que merece la pena, y no hay modo mejor de decir esto que como lo dice la Biblia. No está mal que algunos piensen así, igual que está bien que haya especuladores en los negocios, que frecuentemente se queman los dedos. Pero tampoco está bien que la mayoría abandone el sendero más vulgar y más concurrido.

Para la mayoría de los hombres, en la mayoría de las circunstancias, el placer, es decir, la prosperidad material y tangible en este mundo, es la prueba mas irrefutable de virtud. El progreso ha avanzado siempre por medio de los placeres más que por las virtudes extremas, y los más virtuosos han tendido siempre más al exceso que al ascetismo. Por utilizar una metáfora comercial, la competición es muy fuerte, y el margen de beneficios se ha reducido tanto, que la virtud no puede permitirse despreciar cualquier oportunidad bona fide, sino que debe basar sus acciones en la liquidez de que disponga en cuanto a conducta, y no invertir en proyectos futuros, por muy brillantes que éstos sean. En consecuencia, no debe despreciarse -como hacen algunos que, sin embargo, son prudentes y económicos en otros asuntos- el importante factor que supone nuestra posibilidad de pasar inadvertidos o, en cualquier caso, de morir antes que los demás. Una virtud razonable debe conceder a esta posibilidad el valor que merece, ni más ni menos.

El placer, después de todo, es una guía más segura que la corrección o el deber. Porque, aunque sea difícil saber lo que nos provoca placer, la corrección y el deber son todavía más difíciles de discernir y, si nos equivocamos con ellos, nos sumiremos en un pozo de desgracias tan profundo como si adoptamos una idea equivocada del placer. Cuando los hombres se queman los dedos por perseguirlo, se dan cuenta de su equivocación y analizan sus errores con mucha más facilidad que cuando se los queman por perseguir un deber o una virtud ideal e imaginada. En realidad, el diablo vestido con ropajes de ángel sólo puede ser detectado por expertos de excepcional perspicacia. Y adopta tantas veces este disfraz que, en general, resulta poco seguro hablar con ángeles, de modo que toda la gente prudente debe buscar el placer y considerarlo una guía más cercana, más respetable y, en general, mucho más fiable.

Volviendo al señor Pontifex, además de haber vivido una vida larga y próspera, dejó una numerosa descendencia, a quienes transmitió no sólo sus características físicas y mentales, con ligeras variaciones, sino también una gran cantidad de rasgos que no se suelen transmitir de modo tan fácil. Me refiero a los pecuniarios. Podría decirse que él los adquirió sentándose y dejando que el dinero le llegara, por así decirlo, llovido del cielo, pero… ¿a cuántos les llega el dinero así sin que se den cuenta? O incluso, si logran recogerlo, ¿cuántos consiguen pasárselo a su descendencia? El señor Pontifex lo consiguió. Retuvo todo lo ganado, y ya se sabe que retener el dinero es como mantener la reputación por una cualidad especial: es más fácil lograrla que retenerla.

Viéndolo en todos sus aspectos, mi juicio sobre su persona no sería tan cruel como el de mi padre. Si se le juzga por patrones demasiado elevados, no fue nada. Si se le juzga por patrones más corrientes, no se le encuentran tantas faltas. Lo que he dicho en este capítulo, lo digo de una vez por todas, y no voy a romper el hilo de mi narración para repetirlo. Habrá que tenerlo en cuenta para ayudar a formar un veredicto que el lector podría querer emitir con demasiada rapidez, no sólo sobre el señor Pontifex, sino también sobre Theobald y Christina. Y ahora, continuaré mi historia.