CAPÍTULO V
Según se nos dice, Fortuna es una madre adoptiva ciega y veleidosa, que derrama regalos entre sus vástagos al azar. Pero cometemos con ella una grave injusticia si creemos esta acusación. Sigue la trayectoria de un hombre desde la cima a su tumba y dime cómo le ha tratado Fortuna. Verás que, una vez muerto, la podemos acusar de todo, menos de veleidades caprichosas. La mayor falacia es su aparente ceguera, pues está pendiente de sus favoritos mucho antes de que éstos hayan nacido. Sabemos quiénes somos y quiénes fueron nuestros padres, pero Fortuna sabe cuándo se aproxima una tormenta incluso si reina el buen tiempo en el horizonte de nuestros progenitores, y se ríe al situar a sus favoritos en un callejón de Londres o en palacios reales, si se trata de aquellos a quienes está decidida a arruinar. Rara vez se enternece con aquellos a los que ha alimentado a regañadientes, o abandona a uno de sus vástagos favoritos.
¿Fue George Pontifex uno de ellos, o no? Yo diría que, en conjunto, no, porque él no se consideraba uno. Era demasiado religioso para creer que Fortuna sea una deidad, de modo que tomaba todo lo que ella le daba sin agradecérselo, pues estaba firmemente convencido de que todo lo que le favorecía se lo debía a él mismo. Y así era, pero después de que Fortuna lo pusiera en situación de conseguirlo.
Exclamaba el poeta «Nos te, nos facimus, Fortuna, deam»
Es verdad que era rico, universalmente respetado y que gozaba de excelente salud. Si hubiera bebido y comido menos, no habría estado nunca enfermo. Quizá su fuerza procedía del hecho de que su capacidad estaba algo por encima de lo normal, pero no demasiado. Es en este escollo donde se estrellan tantas personas inteligentes. El hombre de éxito ve más cosas de las que ven sus vecinos, cuando a todos se les muestra lo mismo, pero nunca tanto como para desconcertarse. Es mucho más seguro saber muy poco que demasiado. La gente condena lo primero, pero no quieren que se les obligue a lo segundo.
El mejor ejemplo del buen juicio del señor Pontifex que recuerdo en este momento, en asuntos relacionados con su negocio, es la revolución que llevó a cabo en la manera de elaborar los anuncios publicados por su empresa. Cuando se convirtió en socio, uno de estos anuncios decía así:
«Libros apropiados para regalar en esta época.
Guía para personas devotas. Ilustra sobre cómo un cristiano puede vivir cada día de su vida de modo seguro y provechoso; como pasar el sabbath
Se hará un descuento a aquellas personas que lo regalen.»
Y, pocos años después de convertirse en socio de la empresa, el anuncio decía lo siguiente:
«Guía para personas devotas. Manual completo de devoción cristiana. Precio, 10 peniques.
Se efectuará un descuento a los compradores que lo distribuyan gratis.»
¡Qué gran paso se vislumbra en este anuncio hacia los patrones modernos, y qué inteligencia hay que tener para percibir el escaso atractivo del antiguo anuncio, cuando nadie lo percibía!
¿Dónde estaba el punto flaco de la armadura de George Pontifex? Supongo que en el hecho de ascender demasiado rápidamente. Se cree que recibir una educación transmitida a lo largo de varias generaciones es un elemento necesario para poder disfrutar de una gran fortuna. La adversidad, si se presenta gradualmente, es soportada con cierta ecuanimidad por la mayoría de la gente mucho mejor que la prosperidad adquirida en el transcurso de sólo una vida. Sin embargo, cierta clase de fortuna ayuda hasta el final a los hombres hechos a sí mismos. Son los hijos de la primera o segunda generación los que corren mayor peligro, porque la descendencia no puede repetir de golpe sus logros más afortunados ni los éxitos tanto como el individuo, de modo que cuanto más brillante sea el éxito de una generación, mayor será el cansancio subsiguiente hasta que el tiempo le permita recuperarse. Por eso, a veces ocurre que el nieto de un hombre de éxito es más próspero que el hijo, pues el espíritu que actuó en el padre y que luego se debilitó en el hijo, se ha fortalecido tras el descanso y está dispuesto a volver a actuar en el nieto. Además, un hombre de gran éxito tiene algo de híbrido: es un animal nuevo, que surge de la conjunción de muchos elementos poco familiares entre sí, y es sabido que la reproducción de elementos anormales, ya sea en animales o en vegetales, es irregular y poco fiable, aunque a veces no sean absolutamente estériles.
Y, ciertamente, el éxito del señor Pontifex fue excesivamente rápido. Sólo unos años después de haberse convertido en socio, su tío y su tía murieron en un intervalo de pocos meses. Entonces se descubrió que lo habían nombrado su heredero. No sólo era el único socio de la empresa, sino que, además, se encontró con una fortuna de 30.000 libras, una cantidad enorme en aquellos días. El dinero le seguía lloviendo, y cuánto más rápido le llegaba, más le gustaba, aunque, como él mismo decía a menudo, no lo valoraba en sí mismo, sino como medio para sostener a sus amados hijos.
Sin embargo, cuando un hombre ama tanto el dinero, no es fácil que ame en la misma proporción a sus hijos. Y es que no se puede ser servir a dos señores
Debe recordarse que, a comienzos del siglo XIX, las relaciones entre padres e hijos eran muy insatisfactorias. La figura del padre violento, descrita por Fielding, Richardson, Smollett y Sheridan, es tan difícil de encontrar en la literatura de hoy como el antiguo anuncio de la Guía para personas devotas de los señores Fairlie y Pontifex, pero si aparece tantas veces es porque debe tratarse de una descripción fiel de la realidad. Los padres de las novelas de la señorita Austen son menos bestias salvajes que los de sus predecesores, pero, sin duda, ella los contempla con desconfianza, y el hecho de que «le pére de famille est capable de tout»
Puede que el señor Pontifex fuera más severo con sus hijos que algunos vecinos suyos, pero no mucho más. Les pegaba palizas a sus hijos dos o tres veces por semana, y en ocasiones incluso con mayor frecuencia, pero en aquellos días los padres les pegaban continuamente a sus hijos. Resulta fácil tener opiniones más justas cuando todo el mundo las tiene pero, afortunada o desafortunadamente, las consecuencias de un acto no tienen nada que ver con la culpa o inocencia moral del agente y dependen sólo del acto realizado, sea éste el que sea. De igual modo, la culpa o inocencia moral no tienen nada que ver con las consecuencias. La cuestión que se suscita es saber cuántas personas razonables, puestas exactamente en el lugar del protagonista, habrían hecho lo que éste hizo. En aquella época, todo el mundo admitía que no usar el palo equivalía a malcriar al niño, y san Pablo consideraba la desobediencia a los padres como una de las peores faltas. Cuando los hijos del señor Pontifex hacían algo que no le gustaba a su padre, estaban siendo claramente desobedientes. Y en este caso, un hombre juicioso sólo tenía una opción, que consistía en reprimir los primeros atisbos de autoafirmación mientras sus hijos eran aún demasiado jóvenes para oponer una resistencia seria. Si se «machacaban bien las voluntades» en la niñez, por usar una expresión que entonces estaba de moda, se formarían hábitos de obediencia que los jóvenes no se atreverían a romper hasta pasar de los veintiún años. A partir de esa fecha, podrían hacer lo que quisieran, y él sabría cómo protegerse. Hasta entonces, él y su dinero dependían más de los niños de lo que a él le habría gustado.
¡Qué poco conocemos nuestros pensamientos! Nuestros actos reflejos, sí, pero nuestros pensamientos reflejos… ¡Cuánto se enorgullece el hombre de su conciencia! Nos jactamos de que somos distintos del viento, de las olas, de las rocas que caen, de las plantas, que crecen sin saber por qué, y de las criaturas errabundas que persiguen a sus presas, como nos gusta decir, sin ayuda de la razón. Pero nosotros sabemos muy bien lo que hacemos y por qué lo hacemos, ¿verdad? Creo que hay algo de certeza en la teoría que se está formulando hoy, según la cual son nuestros pensamientos y acciones menos conscientes las que moldean principalmente nuestras vidas y las de aquellos que descienden de nosotros.