CAPÍTULO XXII
Cuando mi ahijado y sus hermanos eran pequeños, yo solía efectuar visitas de uno o días a Battersby de vez en cuando. La verdad es que no sabía por qué acudía, pues Theobald y yo estábamos cada vez más distanciados, pero yo hacía esfuerzos por superarlo, de modo que la supuesta amistad entre los Pontifex y yo continuó existiendo, aunque no pasara nunca de ser rudimentaria. Mi ahijado me agradaba más que los otros dos niños, aunque carecía del vigor característico de la niñez, y precisamente era su complexión enclenque y su tez cetrina de pequeño viejecito lo que me gustaba. Los otros, sin embargo, estaban siempre dispuestos a agradar.
Recuerdo que, una vez, Ernest y su hermano se me acercaron el primer día de una de aquellas visitas con las manos llenas de flores marchitas, que me ofrecieron. Al verlos, hice lo que se esperaba que hiciera: les pregunté si había alguna tienda cerca donde pudieran comprar caramelos. Dijeron que sí, de modo que me metí la mano en el bolsillo. Lo único que pude encontrar fueron tres monedas, dos de dos peniques y una de medio. Se las di, y los niños, que entonces tenían cuatro y tres años respectivamente, se marcharon. Volvieron al poco rato, y Ernest dijo:
- No podemos comprar caramelos con todo este dinero.
Yo me sentí reprendido, aunque esa no había sido la intención de la frase.
- Podemos comprar caramelos con esto -y enseñó un penique-, y con esto -y enseñó otro penique-, pero no con todo esto -y puso la moneda de medio penique junto a las otras dos.
Supuse que lo que querían comprar era un caramelo de dos peniques, o algo parecido. Su reacción me interesó, y decidí dejarlos solos para que resolvieran el problema ellos mismos, mientras esperaba su respuesta con gran curiosidad.
- ¿Puedo devolverte ésta? -dijo Ernest, al poco rato, mostrándome la moneda de medio penique-. ¿Y puedo quedarme con ésta y con ésta? -dijo, enseñándome los peniques.
Yo asentí, ellos dieron un suspiro de alivio y se fueron, muy contentos. Unos cuantos peniques más de regalo y algunos juguetes pequeños terminaron de conquistarlos, y entonces empezaron a confiar en mí.
Me contaron muchas cosas que, me temo, no debí haber oído nunca. Me dijeron que si su abuelo hubiera vivido más tiempo, seguramente sería ahora lord, y que entonces papá habría sido honorable y reverendo, pero el abuelo estaba en el cielo con la abuela Allaby cantando hermosos himnos a Jesucristo, que los amaba mucho a los dos. Una vez que Ernest se puso malo, su madre le contó que no debía tener miedo a la muerte, porque iba a ir derecho al cielo si se arrepentía de saberse tan mal las lecciones y de irritar tanto a su querido padre, y que si prometía no enfadarlo nunca más, cuando llegara al cielo, el abuelo y la abuela Allaby saldrían a recibirlo, y él estaría siempre con ellos, y ellos serían muy buenos con él y le enseñarían a cantar aquellos hermosos himnos, que eran todavía más bonitos que los que ya sabía, etc. Pero él no quería morir, y se alegró cuando se puso bien, porque en el cielo no había gatitos, ni, según creía, prímulas para hacer té.
Christina se sentía muy decepcionada con ellos.
- Ninguno de mis hijos es un genio, señor Overton -me dijo un día, mientras desayunábamos-. Tienen buena disposición y, gracias a las enseñanzas de Theobald, van bastante adelantados para su edad, pero no son genios. El genio es una cosa bastante distinta, ¿verdad?
Naturalmente, yo convine en que «era una cosa bastante distinta», pero si hubiese podido expresar libremente mis pensamientos, habría dicho: «Dame inmediatamente mi café y no digas tonterías». No tengo idea de lo que es el genio, pero si puedo imaginármelo, diría que es un concepto estúpido que no puede reservarse sin más a las claques de la ciencia y de la literatura.
No sé exactamente qué era lo que esperaba Christina, pero imagino que sería algo así: «Mis hijos deberían ser genios, porque son míos y de Theobald, y son niños malos por no serlo pero, naturalmente, no pueden ser tan inteligentes y bondadosos como lo éramos Theobald y yo y, si dan muestras de serlo, es porque son niños malos. Felizmente, sin embargo, no lo son, y, con todo, es horrible que no lo sean. En cuanto a los genios, dicho de modo pedante, claro, bueno, pues un genio debería empezar a dar piruetas intelectuales nada más nacer, y ninguno de mis hijos ha salido todavía en los periódicos. No permitiré que ningún hijo mío presuma de nada: a ellos les basta con que presumamos Theobald y yo».
Lo que ella no sabía, pobre mujer, es que la verdadera grandeza lleva una capa invisible, bajo la que entra y sale de los hombres sin ser vista. Si la capa no la oculta de sí misma siempre, y de los demás durante muchos años, la grandeza se encoge hasta adoptar dimensiones ordinarias. La pregunta que uno podría hacerse es: ¿dónde están, entonces, las ventajas de la grandeza? La respuesta es que, con ella, uno puede entender mejor la de los demás, ya estén vivos o muertos, y de este modo elegir buena compañía, y disfrutarla y comprenderla mejor, una vez elegida. También, en el hecho de que uno puede proporcionar placer a las mejores personas y vivir en las vidas de aquellos que aún no han nacido. Podría decirse que esto es ya una recompensa sustancial por la grandeza, y ya no hay necesidad de que nos avasalle, incluso cuando se disfraza de humildad.
Una vez, un domingo que yo me encontraba allí, observé el rigor con que se enseñaba a los niños a observar el sabbath. No podían hacer recortables, ni colorear, y a ellos les parecía muy duro, pues la familia de John Pontifex sí podía hacer todas estas cosas. Sus primos podían jugar los domingos con sus trenes de juguete, pero a ellos, a pesar de prometer que sólo jugarían con los trenes dominicales, les estaba prohibido. Tenían una única recompensa: los domingos por la tarde, podían elegir sus propios himnos.
Aquella tarde, vinieron a la sala de estar donde, a modo de regalo muy especial, iban a cantarme algunos himnos, en vez de recitarlos, para que yo pudiese oír lo bien que cantaban. Ernest fue el primero en elegir uno, cuya letra hablaba de la gente que iba a venir al árbol del atardecer. No soy especialista en botánica, de modo que no tenía ni idea de lo que era un árbol del atardecer, pero el himno empezaba diciendo: «Venid, venid, venid al árbol del atardecer porque el día ya ha acabado». Eran palabras hermosas, que atrajeron la imaginación de Ernest. El pequeño era extraordinariamente aficionado a la música, y le encantaba cantar con su dulce voz infantil. Sin embargo, tardó mucho en poder pronunciar bien la v, de modo que, en vez de decir venid decía fenid
- Ernest -dijo Theobald desde el sillón, situado delante de la chimenea, donde estaba sentado con las manos juntas-. ¿No crees que sería mejor decir venid, como todo el mundo, en vez de fenid?
- Pero yo digo fenid -dijo Ernest, pensando que decía venid.
Los domingos por la tarde, Theobald siempre estaba de mal humor. Ya sea porque ese día se aburren tanto como sus vecinos, porque están cansados o por cualquier otra causa, la verdad es que los sacerdotes raramente se encuentran en su mejor momento los domingos por la tarde. Aquel día, ya había podido observar alguna muestra del malhumor de mi anfitrión, y me puse algo nervioso al oír decir a Ernest «yo digo fenid», cuando su padre le había prohibido decirlo.
Theobald enseguida advirtió que su hijo había refutado su advertencia. Se levantó de su asiento y fue hacia el piano.
- No, Ernest, no -dijo-, no lo has dicho. Dices fenid, no venid. Ahora di venid, como yo lo digo.
- Fenid -dijo Ernest, inmediatamente-. ¿Está mejor? Pensé que, sin duda, él lo creía, aunque no fuera cierto.
- Ernest, no estás esforzándote, ni intentando decirlo como debieras. Ya es hora de que sepas decir venid. Joey, tú sí lo sabes decir, ¿verdad?
- Zí puedo -contestó Joey, y dijo algo que se parecía a venid.
- ¿Ves, Ernest? ¿Lo has oído? No es nada difícil decirlo, no hay ningún impedimento. Ahora, despacio, piénsalo y di venid como yo lo digo.
El niño permaneció callado unos instantes y luego dijo fenid otra vez.
Yo me reí, pero Theobald se volvió hacia mí con impaciencia.
- Por favor, Overton, no te rías -dijo-. Conseguirás que el niño piense que no importa, e importa mucho.
Y luego se volvió de nuevo hacia Ernest.
- Voy a darte otra oportunidad y, si no dices venid, será porque eres un niño malo y egoísta.
Parecía muy enfadado, y una sombra se proyectó sobre el rostro de Ernest, igual que la que refleja la cara de un cachorro cuando alguien le regaña sin poder comprender por qué. El niño sabía muy bien lo que se le venía encima, se asustó y, como es natural, volvió a decir fenid.
- Muy bien, Ernest -dijo su padre, agarrándolo con brusquedad por el hombro-. He hecho lo que he podido por salvarte, pero si es lo que quieres, lo tendrás.
Y sacó de la habitación al pobre desgraciado que, sabedor de lo que le esperaba, ya había empezado a llorar. Unos minutos más tarde, oímos gritos procedentes del comedor, que atravesaban el vestíbulo que separaba las dos habitaciones, y así supimos que el pobre Ernest estaba siendo castigado.
- Le he mandado a la cama -dijo Theobald, cuando volvió a la sala de estar-. Ahora, Christina, creo que debemos llamar a los criados para rezar.
Y enseguida tocó la campanilla para avisarles, con las manos todavía rojas.