CAPÍTULO XVI
A Theobald no le gustaba este aspecto de su trabajo, que en realidad odiaba, sin querer admitirlo. El hábito de no reconocer las cosas estaba profundamente arraigado en su persona. Sin embargo, le rondaba el vago presentimiento de que la vida resultaría más agradable si no hubiera pecadores enfermos o si éstos, de alguna manera, afrontaran una eternidad de torturas con más indiferencia. Sentía que no estaba en su elemento, mientras que los agricultores sí parecían estar en el suyo. Eran fuertes, saludables y felices, pero entre él y ellos había un gran abismo
Sabía que estaba cumpliendo con su deber, y cada día se convencía con más firmeza de este hecho. Lo malo era que sus deberes eran escasos y se encontraba, por desgracia, falto de ocupaciones. No le gustaba ninguno de aquellos deportes al aire libre que, hace cuarenta años, se consideraban apropiados para sacerdotes. No montaba a caballo, ni pescaba, ni cazaba, ni jugaba al críquet ni le gustaba disparar armas de fuego. Y hablando en puridad, tampoco le atraía estudiar y, además, ¿qué podía estimularlo a estudiar en Battersby? No leía libros, ni viejos ni nuevos. No se interesaba por el arte, la ciencia o la política, pero abría los ojos enseguida ante las últimas novedades que le eran desconocidas. Es verdad que escribía sus propios sermones, pero incluso su propia esposa consideraba que su fuerte estaba más en el ejemplo que daba con su vida (la cual era un largo episodio de autodevoción) que en lanzar frases desde el púlpito. Después de desayunar, se retiraba a su estudio, recortaba pedacitos de la Biblia y los pegaba con gran cuidado al lado de otros pedacitos. A esta obra la llamó la Armonía del Antiguo y el Nuevo Testamento. Junto a estos recortes, escribía con caligrafía perfecta fragmentos de Mede
Cuando las señoritas Allaby volvían de pasar unos días con Christina, cosa que hicieron en varias ocasiones, decían que la vida que llevaban su hermana y su cuñado era idílica. Christina tuvo una suerte inmensa al elegir a Theobald, pues ellas enseguida comenzaron a propagar el falso rumor de que su hermana había elegido realmente, y que Theobald fue muy afortunado al elegir a Christina. Por alguna razón, Christina no quería jugar a las cartas cuando sus hermanas estaban con ella, aunque algunas veces aceptaba una partida de whist y lo pasaba bien. Sus hermanas sabían que nunca serían invitadas otra vez a Battersby si recordaban aquel antiguo episodio y, por muchas razones, les convenía ser invitadas allí. Aunque el carácter de Theobald era más bien irritable, nunca lo mostraba cuando ellas estaban delante.
Theobald era, además, reservado por naturaleza y, si hubiera podido encontrar a alguien que le hiciera de comer, preferiría haber vivido en una isla desierta. En lo más íntimo de su corazón, sostenía con Pope que «el mayor engorro de la humanidad es el propio hombre», o frases similares, y que las mujeres, exceptuando quizá a Christina, eran todavía peores. A pesar de todo, cuando llegaban sus invitadas, ponía tan buena cara que nadie que estuviera al tanto del asunto habría podido creérselo.
Le faltaba tiempo para citar el nombre de cualquier literato famoso que hubiese conocido en la casa de su padre, lo que le hizo ganar muy pronto una sólida reputación que enorgullecía a la propia Christina.
¿Quién es tan integer vitae scelerisque purus
No obstante, imagino que Christina era, en general, más feliz que su marido. Ella no tenía que acudir a visitar feligreses enfermos, y la casa y las cuentas le proporcionaban toda la ocupación que deseaba. Su misión principal, como ella decía muy bien, era amar y honrar a su marido y tenerlo contento. Y, en justicia, hay que decir que cumplía con su deber hasta el máximo de sus posibilidades. Tal vez hubiera sido mejor que no repitiera tanto a Theobald que era el mejor hombre y el más sabio pues, como ningún otro habitante del pequeño mundo que lo rodeaba se atrevió nunca a decirle lo contrario, dejó de albergar enseguida duda alguna sobre el asunto. En cuanto a su carácter, que a veces se ponía muy violento, ella se preocupaba por seguirle la corriente en cuanto veía el más ligero indicio de estallido. Esto era, según lo que su propia experiencia le reveló desde el principio, lo mejor que podía hacer y, de este modo, las tormentas raramente descargaban sobre ella. Durante el noviazgo, Christina había estudiado estas formas de su proceder, aprendiendo a echar leña al fuego cuando éste lo exigía, y a apagarlo sensatamente a continuación, para provocar el menor humo posible.
En asuntos de dinero, ella era la meticulosidad personificada. Theobald le suministraba un sueldo trimestral para vestidos, gastos, pequeñas obras de caridad y regalos. En estos últimos, ella era bastante generosa, en relación con sus ingresos. Vestía con sobriedad, y con lo que sobraba hacía regalos o repartía limosnas. ¡Y qué descanso para Theobald pensar que tenía una esposa que no costaba ni seis peniques más de la cuenta! Por no hablar de su absoluta sumisión, la perfecta coincidencia de su opinión con la de su marido en todos los asuntos, y la constante ratificación de la bondad de todos sus pensamientos y acciones. ¡Qué torre de fortaleza era, para él, su exactitud en asuntos monetarios! A medida que pasaban los años, se encariñó con su esposa tanto como su naturaleza le permitía encariñarse con cualquier ser vivo, y se aplaudió a sí mismo por no haber roto nunca el compromiso. Fue una muestra de virtud de la que ahora estaba recogiendo el fruto. Incluso en aquellas ocasiones en que Christina gastó algo más de lo que su estipendio trimestral le permitía, a veces treinta chelines o un par de libras, Theobald siempre recibió una explicación pormenorizada del porqué de dicho gasto. Lo normal era que fuera un traje excepcionalmente caro, pero que iba a durarle mucho tiempo, o la inesperada boda de algún conocido, que había necesitado un regalo más caro del que le permitía su sueldo.
El dinero de más le era devuelto siempre al siguiente trimestre o en varios plazos, aunque fuera de diez en diez chelines.
Tengo entendido, no obstante, que después de llevar casados unos veinte años, Christina se desvió un poco de su rectitud original con respecto a los asuntos monetarios. Se fue endeudando poco a poco durante sucesivos trimestres, hasta contraer, lo mismo que le ocurre a la deuda nacional, un débito crónico que oscilaba entre siete y ocho libras. Theobald, finalmente, creyó imperativo mencionar el asunto, y aprovechó el día de sus bodas de plata para informar a Christina de que su deuda quedaba cancelada y rogarle, al mismo tiempo, que se esforzara en adelante en mantener equilibrados ingresos y gastos. Ella vertió lágrimas de cariño y gratitud, le repitió que era el mejor y el más generoso de los hombres, y le aseguró que no gastaría ni un chelín de más durante el resto de su vida matrimonial.
Christina odiaba todo tipo de cambios con la misma cordialidad que su marido. Ella y Theobald tenían todo lo que podían desear en este mundo, así que ¿por qué se empeñaba la gente en pedir cambios cuyas consecuencias nadie podía prever? Estaba absolutamente convencida de que la religión había alcanzado la plenitud de su evolución, y de que no podía concebirse una fe más perfecta que la que inculcaba la Iglesia de Inglaterra. Tampoco podía imaginar un estado más honorable que el de ser esposa de un sacerdote, a menos que estuviese casada con un obispo. Y, considerando las influencias del padre de Theobald, no era del todo imposible que un día ocupase un obispado y entonces… Entonces le pareció encontrar un pequeño fallo en la forma de proceder de la Iglesia de Inglaterra. No en la doctrina, sino en la política, que le pareció totalmente erróneo, y que consistía en que la esposa de un obispo no comparte el rango de su esposo.
Todo había sido obra de la reina Isabel, que fue una mala mujer, de dudosa moral y, en el fondo de su corazón, una papista. Quizá la gente no debería guiarse tanto por meras consideraciones de rango, pero el mundo era como era y estas cosas seguían pesando, fueran o no importantes. La influencia que podría ejercer si fuera esposa, por ejemplo, del obispo de Winchester, sin duda sería considerable, ya que un carácter como el suyo nunca iba a dejar de pesar, siempre que estuviera situado en un ámbito propicio para poder desarrollar su influencia. Pero como lady Winchester, o señora obispa, que sonaba muy bien, ¿quién podía dudar que iba a aumentar su poder para hacer el bien? Y sería mejor todavía porque, si tuviera una hija, ésta ya no sería obispa a menos que se casara también con un obispo, lo cual no era probable.
Estos eran sus pensamientos en aquellos buenos días. Pero, para hacerle justicia, hay que decir que en otras ocasiones dudaba si se estaba guiando por criterios espirituales todo lo que debía. Tenía que luchar, y seguir luchando, hasta vencer al enemigo que se oponía a su salvación, y hasta que el mismo Satanás yaciera aplastado bajo sus pies
Y así vivió esta respetable pareja, mes a mes y año tras año. El lector, si es de edad madura y ha tenido contacto con sacerdotes, recordará probablemente a muchos rectores y esposas de rectores muy parecidos a Theobald y Christina. Basándome en recuerdos y experiencias que se remontan a casi ochenta años atrás, a la época en que, de niño, vivía en una vicaría, debo decir que he descrito el lado bueno de la vida de un pastor inglés de pueblo de hace cincuenta años, más que el malo. Reconozco, sin embargo, que ya no queda gente así. No habría podido encontrarse en Inglaterra una pareja más unida o feliz, en todos los sentidos. Sólo una sombra oscureció los primeros años de su vida matrimonial: me refiero al hecho de que ninguno de los hijos que tuvieron nació vivo.