CAPÍTULO LII

- ¿Sabes, mi querido Pontifex? -le dijo Pryer, unas semanas después de haberse conocido, mientras ambos paseaban por Kensington Gardens-. Pelearse con Roma está muy bien, pero mientras Roma ha reducido el tratamiento del alma humana a una ciencia, nuestra Iglesia, aunque sea más pura en muchos aspectos, carece de un sistema organizado de diagnosis o de patología, quiero decir espirituales. Nuestra Iglesia no prescribe remedios según un orden fijado y, lo que es peor, incluso cuando sus doctores han encontrado la enfermedad y señalado el remedio según sus criterios, no hay modo de asegurarse de que vayan a ser aplicados. Si nuestros pacientes deciden no hacer lo que les decimos, nosotros no podemos obligarlos. Tal vez esto sea bueno mientras persistan las circunstancias en las que nos movemos, porque nosotros no pasamos de ser meros veterinarios espirituales comparados con los sacerdotes católicos. Pero no podemos esperar ganarle la batalla al pecado y a la miseria que nos rodean hasta que en ciertos aspectos volvamos al modo de actuar de nuestros antepasados y de la mayor parte de la cristiandad.

Ernest preguntó en qué aspectos deseaba su amigo esa vuelta al modo de actuar de nuestros antepasados.

- Pero mi querido amigo, ¿cómo puedes ser tan ignorante? Sólo en lo siguiente: O el sacerdote es un guía espiritual, capaz de decirle a las personas cómo deben vivir, en vez de dejar que lo descubran ellas mismas, o no es nada, no tiene raison d’être. Si el sacerdote no sana y cuida de las almas de los hombres como un médico hace con sus pacientes, ¿qué es, entonces? La historia ha demostrado siempre, y sin duda tú sabes esto tan bien como yo, que al igual que nadie puede curar el cuerpo de un enfermo si no se ha formado en un hospital con buenos profesores, tampoco el alma puede sanar de sus enfermedades más ocultas sin la ayuda de alguien versado en remedios espirituales, en otras palabras: de sacerdotes. ¿Para que sirven, si no, la mitad de los reglamentos y circulares que recibimos? ¿Cómo, en nombre de todo lo razonable, puede determinarse la causa exacta de una enfermedad espiritual, sin la experiencia de haber tratado casos similares? ¿Cómo podemos lograrlo sin una formación específica? Actualmente, somos nosotros los que tenemos que llevar a cabo nuestros experimentos, sin beneficiarnos de la experiencia acumulada de nuestros predecesores, pues jamás se ha organizado ni ordenado. Por consiguiente, cuando empezamos, todos nosotros arruinamos muchas almas que podrían salvarse mediante el conocimiento de unos cuantos principios elementales.

Ernest empezaba a sentirse muy impresionado.

- En cuanto a que los hombres se curen por su cuenta -continuó Pryer-, la verdad es que no pueden curar sus almas, al igual que tampoco pueden curarse las enfermedades físicas ni manejar sus asuntos legales. En estos dos últimos casos, todos se dan cuenta de que es una estupidez querer resolver las cosas solos, y acuden sin más a un consejero profesional. Es verdad que el alma de un hombre es un asunto mucho más intrincado y difícil de tratar, pero, al mismo tiempo, atenderla adecuadamente es más importante que tratar su cuerpo o su dinero. ¿Qué puede pensarse de la actitud de una iglesia que anima a las personas a confiar en consejos poco profesionales que afectan a su bienestar eterno, cuando a estas mismas personas no se les ocurriría arriesgar sus asuntos terrenales de manera tan alocada?

Ernest veía solo argumentos sólidos por todos lados. Estas ideas le habían pasado antes por la mente, pero nunca tuvo tiempo suficiente para examinarlas con cierto rigor. Tampoco estaba acostumbrado a detectar falsas analogías o metáforas mal utilizadas. En pocas palabras, era como un niño en manos de su compañero coadjutor.

- ¿Y a dónde nos lleva todo esto? -siguió Pryer-. Primero, al deber de confesar, y por cierto, la oposición que suscita este asunto es tan absurda como si se opusieran a la disección como método de enseñanza de los estudiantes de Medicina. Es verdad que estos jóvenes deben ver y hacer cosas que no quiero ni siquiera imaginarme, pero deberían dedicarse a otra profesión si no están dispuestos a hacerlo. Hasta pueden inocularse de veneno procedente de un cadáver, y se arriesgan a ello. De modo que si nosotros aspiramos a ser sacerdotes de obra y no sólo de palabra, debemos conocer todos los síntomas menores y más repulsivos del pecado para poder identificarlo en todos sus estadios. Puede que alguno perezca espiritualmente al efectuar estas investigaciones, pero eso no podemos evitarlo. Toda ciencia tiene sus mártires, y nadie es más digno de consideración por parte de la humanidad que aquél que sucumba investigando las patologías espirituales.

Ernest se sentía cada vez más interesado, pero su alma era tan cándida que no dijo nada.

- Yo no deseo ser uno de esos mártires -continuó el otro-, e intentaré no convertirme en uno de ellos por todos los medios a mi alcance, pero si la voluntad de Dios es que me sacrifique al efectuar lo que creo más conveniente para su gloria, entonces que no se haga mi voluntad, Señor, sino la tuya

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Esto la pareció un poco exagerado a Ernest.

- Una vez me contaron -dijo, sonriendo- que una irlandesa se llamaba a sí misma mártir de la bebida.

- Y seguramente lo era -contestó Pryer cariñosamente.

Entonces continuó explicando cómo esta mujer era, en realidad, una investigadora cuyo experimento, aunque tuvo consecuencias desastrosas para ella misma, demostró ser un cúmulo de enseñanzas para los demás. Por tanto, se trataba de una verdadera mártir o testigo de las terribles consecuencias de la intemperancia, que salvó, sin duda, a muchos que, de no ser por su martirio, se habrían dado a la bebida. Se trataba de una de esas personas desesperadas cuyo fracaso por lograr un objetivo demuestra que éste es imposible y que debe abandonarse todo intento por conseguirlo. Ello constituía una enseñanza para la humanidad tan importante como lograr el objetivo en sí mismo.

- Además -añadió rápidamente-, la frontera entre el vicio y la virtud está, por desgracia, muy desdibujada. La mitad de los vicios que el mundo condena con más énfasis contienen semillas del bien, y es preferible practicarlos con moderación que abstenerse totalmente de ellos.

Ernest le pidió tímidamente un ejemplo.

- No, no -dijo Pryer-, no te voy a dar ejemplos concretos, pero te daré una fórmula que puede aplicarse a todos los casos: Ninguna práctica es completamente viciosa si la han seguido cultivando las razas más fuertes y educadas de la humanidad a pesar de que, durante siglos, se hayan hecho grandes esfuerzos por ponerle fin. Si, a pesar de tales esfuerzos, un vicio concreto sigue practicándose en las naciones más civilizadas, debe fundamentarse en alguna verdad o hecho inmutable de la naturaleza humana, y debe tener alguna ventaja compensatoria de la que no podemos prescindir.

- Pero entonces -dijo Ernest con timidez-, ¿no estamos borrando virtualmente la distinción entre lo bueno y lo malo y dejando a la gente sin guía espiritual?

- No, a la gente no -respondió Pryer-. Siempre debemos guiarlos, porque ellos solos no sabrán hacerlo. Siempre tendremos que decirles lo que deben hacer e, incluso si llegáramos a esa situación ideal, también deberíamos obligarles a hacerlo. Tal vez cuando estemos mejor formados alcanzaremos ese estado ideal. Nada será más útil para lograrlo que nuestros conocimientos de patología espiritual, que irán acrecentándose cada vez más. Para obtenerlos, son necesarias tres cosas: primero, libertad absoluta para experimentar por nuestra parte; segundo, conocimiento absoluto de lo que los laicos piensan y hacen, así como de los pensamientos y acciones que configuran los estados espirituales; tercero, que nosotros mismos formemos una organización más compacta.

«Para poder hacer el bien, debemos ser un organismo muy unido, separado estrictamente de los laicos. Por eso debemos también librarnos de los lazos que supone el tener esposa e hijos. Me es difícil expresar el horror que siento al ver a nuestros sacerdotes vivir lo que sólo puedo denominar «un matrimonio abierto». Es lamentable. El sacerdote debe ser totalmente asexuado, si no en la práctica, al menos en la teoría, mediante un acuerdo aceptado tan universalmente que nadie se atreva a contradecirlo.

- ¿Y no ha dicho va la Biblia -respondió Ernest-lo que se debe y no se debe hacer? ¿No es suficiente que insistamos en lo que dice y ya está?

- Si te apoyas en la Biblia -explicó Pryer-, te acercarás más y más a la infidelidad, y caerás en ella antes de que te des cuenta. La Biblia tiene cierto valor para nosotros, los sacerdotes, pero para los laicos es una roca en el camino que debe eliminarse cuanto antes. Digo esto suponiendo que la gente la lea, lo que, felizmente, apenas hacen. Si la gente leyera la Biblia como lo hacen habitualmente los ingleses, no habría ningún peligro, pero si la leen con atención, y doy por sentado que lo harán si se lo permitimos, les resultará fatal.

- ¿Qué quieres decir?-preguntó Ernest, cada vez más asombrado y cada vez más en manos de un hombre que tenía las ideas claras.

- Tu pregunta me revela que nunca has leído tu Biblia. Nunca ha habido un libro menos fiable. Sigue mi consejo y no la leas, al menos hasta que seas un poco mayor y puedas hacerlo sin problemas.

- ¿Pero tú crees la Biblia cuando dice que Cristo murió y se levantó de entre los muertos? ¿Lo crees o no? -dijo Ernest, que estaba perfectamente preparado para oír como respuesta que Pryer no creía en nada de eso.

- No lo creo, lo sé.

- ¿Y cómo, si no te fías del testimonio de la Biblia?

- Por la voz viva de la Iglesia, que me consta que es infalible y viene inspirada por el propio Cristo.