CAPÍTULO VII
Unas pocas palabras pueden ser suficientes para describir a la mayoría de jóvenes a los que he hecho alusión en el capítulo anterior. Eliza y Maria, las hijas mayores, no eran ni particularmente hermosas ni particularmente feas pero, en todos los aspectos, eran dos jóvenes modélicas. Alethea era extremadamente atractiva y tenía un carácter vivaz y cariñoso que difería con claridad del de sus hermanos. Recordaba a su abuelo, no sólo en la cara, sino en su amor por la diversión, del que su padre carecía, aunque tuviera una especie de humor, de corte exuberante y hasta grosero, que a muchos les parecía ingenio.
John creció hasta convertirse en un caballero bien parecido, cuyos rasgos, aunque quizá fueran algo ordinarios, estaban cincelados hermosamente. Se vestía tan bien, tenía tan buenos modales y se dedicaba tanto a sus libros, que sus profesores sentían predilección por él. No obstante, tenía instinto para la diplomacia y era menos popular entre sus compañeros. Su padre, a pesar de los sermones que a veces le lanzaba, se fue sintiendo cada vez más orgulloso de él conforme fue creciendo, pues presentía que podía llegar a ser un buen hombre de negocios en cuyas manos el porvenir de la empresa quedaba bastante asegurado. John sabía cómo agradar a su padre y, a edad relativamente temprana, gozaba de toda la confianza que su naturaleza podía ofrecerle.
Su hermano Theobald no era rival para él y, como lo sabía, había aceptado su destino. No era tan bien parecido como su hermano ni tenía modales tan finos. Fue un niño terriblemente apasionado que, al crecer, se hizo cada vez más tímido y reservado e incluso, en mi opinión, indolente, tanto de mente como de cuerpo. Era menos ordenado que John, y mucho menos seguro de sí mismo y de poder satisfacer los caprichos de su padre. Creo que era incapaz de amar a nadie de corazón, aunque ningún miembro de la familia dejara de reprimir su afecto en vez de ganárselo, con la excepción de su hermana Alethea, cuya rapidez y vivacidad resultaban excesivos a su carácter taciturno. Siempre fue el chivo expiatorio y, algunas veces, he llegado a pensar que tenía que batallar con dos padres, el de verdad y su hermano John, y tal vez podríamos añadir un tercero y un cuarto, sus hermanas Eliza y Maria. Quizá si su subordinación le hubiera causado un sufrimiento agudo habría sido incapaz de soportarla, pero era sumiso por naturaleza y la mano de hierro de su padre lo mantenía unido externamente a sus hermanos, en lo que parecía ser estrecha armonía.
Los muchachos le eran útiles a su padre en un sentido. Quiero decir que él los lograba enfrentar. Les daba muy poco dinero para sus gastos, y mientras a Theobald le decía que tenía que satisfacer preferentemente a su hermano mayor, a éste le argumentaba que tenía una familia muy numerosa y gastos tan enormes que, a su muerte, iba a quedarle muy poca herencia. No le preocupaba lo más mínimo que después contrastaran lo que les había dicho por separado, a menos que lo hicieran en su presencia. Theobald nunca se quejaba, ni siquiera a espaldas de su padre. Creo ser la persona que lo ha conocido mejor, tanto de niño como luego, en Cambridge, y nunca le oí mencionar el nombre de su padre, ni cuando vivía ni después de muerto. Cuando estábamos en el colegio, a pesar de ser mucho más querido que su hermano, era demasiado seco y carecía de suficiente espíritu animal para ser popular.
Mucho antes de que comenzara a andar, ya estaba decidido que iba a ser sacerdote. Parecía razonable que el señor Pontifex, que poseía una editorial de libros religiosos tan conocida, reservara a uno de sus hijos para la Iglesia. Ello, además, sería beneficioso para el negocio o, al menos, ayudaría a mantenerlo tal como estaba. Además, el señor Pontifex mantenía buenas relaciones con obispos y otros dignatarios eclesiásticos, de modo que podía esperar de sus influencias cierto trato de favor hacia su hijo. El destino futuro del muchacho le fue expuesto ante sus ojos desde su más tierna infancia, y tratado como si fuera un asunto decidido con su consentimiento. No obstante, se le permitió un cierto grado de libertad. El señor Pontifex sostenía que los niños tenían derecho a expresar sus opiniones, y era demasiado justo para negarle a su hijo cualquier beneficio que pudiera derivarse de este hecho. Le horrorizaba, decía, obligar a un joven a ejercer una profesión que no le gustara. Ya se guardaría de presionar a un hijo suyo para que escogiera un empleo determinado y, mucho menos, si se trataba del sagrado ministerio. Esta opinión la expresaba siempre que venían visitas a casa y su hijo se encontraba presente. Hablaba con tanta sabiduría y precisión que sus interlocutores lo consideraban un parangón del buen juicio. Y, además, ponía tal énfasis, y sus rojas mejillas y su calva parecían tan inocentes, que era difícil no terminar convencidos por su discurso. Creo que dos o tres cabezas de familia conocidos concedieron a sus hijos absoluta libertad a la hora de elegir su profesión, y no estoy seguro de que no tuvieran después motivos para lamentarlo. Las visitas, al ver a Theobald tan callado y tan poco conmovido por tal despliegue de atención hacia su persona, cuchicheaban entre ellas que el muchacho distaba mucho de ser como su padre y que iba a decepcionarlo, al mostrar tan poco entusiasmo, tan escaso ánimo y tan poco aprecio por las ventajas de que gozaba.
Sin embargo, nadie creía en la bondad de la decisión con más firmeza que el propio muchacho, y aunque notaba cierto malestar que era incapaz de expresar, éste era demasiado profundo y persistente para poder reconocerlo y, de este modo, comprenderse mejor a sí mismo. Temía la oscura amenaza que vería en el rostro su padre si insinuaba la menor oposición. Las violentas coacciones y ruidosas regañinas de su padre no habrían sido tomadas tan au serieux por un muchacho más fuerte, pero Theobald no lo era y, correcta o incorrectamente, creía que su padre llevaría a cabo sus amenazas. Nunca le había reportado ningún beneficio oponerse a alguna cosa, pero tampoco ceder, a menos que hiciese exactamente lo que su padre deseaba que hiciera. Si alguna vez albergó alguna inclinación por la resistencia, ya no la tenía, pues la falta de práctica le hizo perder el poder de oponerse hasta tal punto que el deseo ya casi ni existía. Lo único que quedaba era la muda aquiescencia del asno que prestaba sus lomos a la carga
Creo que el Catecismo de la Iglesia de Inglaterra tiene mucho que ver con las desgraciadas relaciones que, por lo común, sostienen padres e hijos. Se trata de una obra escrita exclusivamente desde el punto de vista paterno; la persona que la compuso no tenía niños que pudiesen asesorarla, claramente no era joven y, más aún, creo que ni siquiera le gustaban los niños, a pesar de las palabras hijo mío que, si recuerdo bien, sólo son puestas una vez en boca del catequista y que, después de todo, son siempre pronunciadas con cierta dureza. La impresión general que deja en las mentes de los jóvenes es que la maldad con que nacieron fue limpiada por el bautismo de modo muy imperfecto, y que el simple hecho de ser joven contiene un ingrediente cuyo sabor, más o menos, es el del pecado.
Si alguna vez es necesaria una nueva edición del libro, me gustaría poder añadir unas cuantas palabras que insistan en el deber de buscar todos los placeres razonables y de ahorrarse todo dolor que pueda evitarse dignamente. Me gustaría que recomendara a los niños que no digan aquellas cosas que no quieren decir, y que dicen sólo porque saben que otras personas las quieren oír, así como que les advirtiera cuán estúpido es decir que creen esto o lo otro cuando no se están enterando de nada. Si alguien argumenta que estos añadidos pueden alargar excesivamente el Catecismo, yo suprimiría las observaciones que se refieren a nuestros deberes hacia nuestros vecinos y hacia los sacramentos. En lugar del párrafo que comienza «Yo deseo a Dios mi señor, nuestro Padre Celestial», yo… Pero quizá es mejor que regrese a Theobald y confíe la nueva redacción del Catecismo a manos más diestras.