CAPÍTULO XXIV
La tormenta que he descrito en el capítulo anterior es sólo una muestra de las que ocurrieron diariamente durante muchos años. Aunque el cielo amaneciera raso, siempre se cubría de nubes en algún momento del día, y truenos y relámpagos descargaban sobre los niños antes de que éstos pudiesen saber dónde se encontraban.
- Por entonces, empezamos a aprender los himnos de la señora Barbauld -me contó Ernest hace poco, cuando le pedí que recordara más episodios de su niñez para añadirlos a mi narración-. Estaban en prosa, y había uno sobre un león que decía: «Ven, y te enseñaré algo terrible. El león es terrible. Cuando se levanta de su cubil, cuando agita su melena, cuando se oye su rugido huyen los animales y las bestias del desierto se esconden». Yo solía cantarle esto a Joey y a Charlotte para describir a mi padre cuando fui un poco mayor, pero ellos eran muy pedantes y me decían que era un niño malo.
»Uno de los motivos por los que las familias de los sacerdotes son casi siempre tan desgraciadas es porque éste pasa mucho tiempo en casa. El médico se dedica a visitar pacientes más de la mitad de su existencia. El abogado y el comerciante trabajan en oficinas lejos de casa, pero el sacerdote carece de un lugar propio para resolver sus asuntos que lo mantenga fuera de casa en horarios fijos. Los días que lo pasábamos mejor era cuando nuestro padre se iba de compras a Gildenham. Vivíamos a unas cuantas millas de allí y, cada vez que se acumulaban cosas en la lista de la compra, mi padre se pasaba el día fuera para comprarlo todo a la vez. Tan pronto como se alejaba de la casa, el aire se volvía más ligero y, en cuanto regresaba, se imponía de nuevo la ley del «no toques, no comas, no hagas nada». Lo peor era que yo no podía confiar en Joey ni en Charlotte. Unas veces me apoyaban un poco y luego me abandonaban; otras, se ponían de mi parte hasta que sus conciencias les impulsaban a contárselo todo a papá y mamá. Les gustaba hacer de liebre sólo hasta cierto punto, porque su instinto los llevaba a estar con los perros.
»Me parece -siguió diciendo- que la familia es un vestigio del principio que, en pura lógica, personifica el animal compuesto
Vi como se alejaba de sus propios recuerdos, y traté de que volviera a ellos, sin éxito.
- Qué estúpido es -continuó diciendo- querer acordarse de algo que pasó hace más de una semana, a menos que sea una cosa agradable o que necesitemos utilizarlo para algo.
»La gente más sensata va muriendo poco a poco durante toda su vida. Un hombre de treinta y cinco años no debería ya lamentarse de no haber tenido una niñez más feliz, igual que no se lamenta de no haber nacido príncipe. Quizá habría sido más feliz de haber tenido más suerte en la niñez pero… ¡quién sabe! Si la hubiera tenido, quizá le habría sucedido algo y podría llevar muerto mucho tiempo. Si yo tuviera que nacer otra vez, nacería en Battersby de los mismos padres de los que nací, y no cambiaría nada de lo que me ha pasado.
El incidente más divertido que puedo recordar de la niñez de Ernest fue cuando me dijo, a la edad de siete años, más o menos, que iba a tener un hijo natural. Le pregunté por qué, y él me explicó que papá y mamá siempre le habían dicho que nadie tenía niños si no se casaba, y que, por supuesto, él no pensaba tener un niño hasta ser adulto, pero que, al leer la Historia de Inglaterra de la señora Markham, se topó con las palabras Juan de Gante tuvo siete hijos naturales, y le preguntó a su institutriz qué era un hijo natural. ¿Es que no eran naturales todos los hijos?
- Querido -respondió ella-, un hijo natural es aquel que tiene una persona que no se ha casado.
A partir de esta contestación, él dedujo que si Juan de Gante había tenido hijos antes de casarse, él, Ernest Pontifex, también podría tenerlos, y que me estaría muy agradecido si pudiera decirle qué era lo mejor que podía hacer en tales circunstancias.
Le pregunté cuánto tiempo hacía que había hecho este descubrimiento. Dijo que unos quince días, y que no sabía qué hacer con el niño, que podría llegar en cualquier momento.
- ¿Sabes? -me dijo-, los niños llegan tan de pronto… Uno se va a la cama una noche y, al día siguiente, ya está aquí el niño. ¡Podría morirse de frío si no vigilamos dónde está! Espero que sea un chico.
- ¿Y se lo has dicho a tu institutriz?
- Sí, pero me da largas y no me ayuda. Dice que tardará muchos años y que confía en que no llegue nunca.
- ¿Estas seguro de que no haber cometido ningún error?
- No, porque la señora Burne vino a visitarnos hace unos días y me llamaron para que me viera. Y mamá me puso delante de ella y me dijo: «¿Es hijo mío, señora Burne, o del señor Pontifex?». Y claro, no habría dicho esto si papá no hubiera tenido sus propios hijos. Creo que los hombres tienen los hijos varones y las mujeres las hijas, pero a lo mejor no es así, porque si no, mamá no le habría preguntado eso a la señora Burne. Ella dijo: «Es el hijo del señor Pontifex, naturalmente», y yo no entendí por qué decía naturalmente. A lo mejor era por eso, porque los hombres tienen los hijos y las mujeres las hijas. ¿Me lo puedes explicar?
Era muy difícil hacerlo, de modo que cambié de conversación una vez que logré tranquilizarlo lo mejor que supe.