CAPÍTULO XLV
Para algunas personas, la etapa escolar es la más feliz de su vida. Puede que tengan razón, pero siempre miro con cierta sospecha a los que lo dicen. Es difícil saber cuándo uno es o no feliz, y todavía más difícil comparar la felicidad o infelicidad relativas de los distintos períodos de la vida. Lo más que se puede decir es que somos razonablemente felices en tanto no somos claramente conscientes de ser desdichados. El otro día hablaba yo con Ernest acerca de este asunto, y me dijo que ahora se sentía tan feliz que estaba seguro de que nunca lo había sido tanto, aunque no quería que fuese así, y que Cambridge fue el primer lugar donde se sintió consciente y continuamente feliz.
¿Cómo es posible que un muchacho no experimente un éxtasis de placer al encontrarse por primera vez en habitaciones que, como muy bien sabe, van a ser su castillo en los próximos años? Una vez instalado en ellas, ya no tendrá que abandonar el lugar más confortable sólo porque papá y mamá entran en la habitación. Siempre dispondrá de la silla más cómoda, y nadie compartirá la habitación con él ni se meterá con lo que haga, incluso si fuma. Y si hasta una habitación que da por delante y por detrás a una pared desnuda es un paraíso, ¡cuánto más si la vista es un patio de césped, un claustro o un jardín, como la mayoría de las habitaciones de Oxford y Cambridge!
Theobald, como antiguo becario y tutor de Emmanuel College, al que se incorporaba Ernest, pudo obtener del tutor de entonces cierta preferencia a la hora de elegir habitaciones. Por consiguiente, la de Ernest era muy agradable, pues daba al patio de césped al que rodean los jardines de los fellows.
Theobald lo acompañó a Cambridge y se portó muy bien durante toda la estancia. Disfrutó mucho con el viaje e incluso no pudo evitar sentir cierto orgullo por tener un hijo en la Universidad, de modo que permitió que algunos de los rayos de este esplendor iluminaran al propio Ernest. Theobald dijo que estaba «deseando confiar» -una de sus muletillas- «en que su hijo iba a pasar una página de su vida, ahora que terminaba sus estudios en el instituto», y que él estaba «más que dispuesto» -otra de sus muletillas- «a olvidar todo lo sucedido hasta entonces.»
Como todavía no estaba inscrito, Ernest pudo cenar una noche con su padre en la mesa de fellows de otro college por invitación de un viejo amigo de Theobald. Aquí probó por primera vez algunos de los manjares más exquisitos de esta vida, cuyos nombres le eran todos desconocidos; y, al comerlos, sintió que era entonces cuando empezaba a recibir una educación liberal. Cuando llegó la hora de volver a Emmanuel, donde iba a dormir en su nueva habitación, su padre lo acompañó hasta la puerta y no se marchó hasta que entró en el recinto. Unos minutos después, ya estaba solo en una habitación a la que accedía con su propia llave.
Desde aquel momento, recuerda muchos días que, si bien no estuvieron totalmente despejados de nubes, fueron, por lo general, muy felices. No voy a describirlos, pues la vida de un pacífico y serio estudiante como él ya ha sido contada en muchas novelas mejor de lo que yo pueda hacerlo. Algunos compañeros del instituto también vinieron a estudiar a Cambridge, y con ellos mantuvo una relación amistosa durante todos sus años de estudios. Con otros compañeros, que estaban sólo uno o dos años por encima de él, también se veía con frecuencia, de modo que su entrée en la vida universitaria fue muy favorable. Su carácter franco, que se le notaba en la cara, su amor por las bromas, y un temperamento más pacífico que belicoso compensaban cierta torpeza y falta de savoir faire. Pronto se convirtió en uno de los miembros más populares del mejor grupo de su curso y, aunque no podía aspirar a ser un líder, ni tampoco deseaba serlo, era considerado por los líderes como su adlátere más próximo.
Por aquel entonces, no mostraba el más mínimo atisbo de ambición. La grandeza, o cualquier tipo de superioridad, le resultaban tan lejanas e incomprensibles que la idea de relacionarlas consigo mismo nunca le cruzó por la cabeza. Si lograba pasar inadvertido por todos aquellos con los que no se sentía en rapport lo consideraba un triunfo. No se preocupó por obtener buenas calificaciones, siempre que fueran suficientes para tener apaciguados a su padre y a su madre. Tampoco ambicionaba convertirse en fellow, en realidad, si lo hubiera querido, habría luchado por conseguirlo, porque le tomó tanto cariño a Cambridge que no podía soportar la idea de dejarlo algún día. Lo único que le preocupaba seriamente era lo breve que iba a ser un período en el que sentía tanta felicidad.
Al tener que preocuparse menos por su desarrollo físico, y puesto que su cabeza estaba más despejada, se aficionó bastante a estudiar, no porque le gustase, sino porque le dijeron que tenía que hacerlo, y su instinto natural, como el de cualquier joven que sirve para algo, era hacer lo que le decían los que tenían autoridad para ello. El plan de Battersby (ya que el doctor Skinner había dicho que Ernest nunca podría ser fellow de Cambridge) era que obtuviera calificaciones suficientes para conseguir una tutoría o docencia en alguna escuela antes de ordenarse sacerdote. Cuando cumpliera veintiún años, iba a recibir su herencia, y lo mejor que podía hacer con ella era comprar los derechos de sucesión de cualquier rectoría cuyo rector fuese ya anciano y vivir de sus clases hasta que pudiese acceder a ella La verdad era que podía comprar los derechos de una buena rectoría con el dinero de su abuelo, porque Theobald nunca pensó seriamente en deducir los gastos causados por la manutención y educación de su hijo, y el dinero que se acumulaba en el legado ascendía a casi cinco mil libras. El sólo había mencionado la posibilidad de hacer deducciones para estimular al muchacho a esforzarse más, haciéndole ver que era el único modo de no pasar hambre, o quizá únicamente por su afición a fastidiar.
Si Ernest lograba hacerse con una rectoría que le diese 600 o 700 libras al año y pocos feligreses, podría incluso ganar más dinero dando clases, o incluso abriendo un colegio, y a los treinta años, por ejemplo, casarse. Para Theobald, no era fácil dar con un plan más sensato. Ernest no servía para los negocios, ni tenía relaciones con ese mundo; en realidad, no conocía el significado de la palabra negoció. Tampoco le interesaban las leyes; la medicina exponía a sus estudiantes a experiencias y tentaciones de las que estos padres huían en nombre de su hijo; tendría que convivir con compañeros y familiarizarse con detalles que podrían corromperlo y que harían «muy posible» que pudiese caer. Además, recibir las órdenes sagradas era algo que Theobald conocía y entendía, en realidad lo único de lo que sabía, así que era normal que fuese la senda escogida para Ernest.
Todo esto le fue inculcado a mi héroe desde su más tierna infancia, del mismo modo que se lo habían inculcado al propio Theobald, y con el mismo resultado: sabía que iba a dedicarse al sacerdocio, pero todavía quedaba mucho tiempo para hacerlo y, en principio, le parecía bien. Estaba claro que tenía que estudiar mucho y conseguir las mejores calificaciones posibles, de modo que se puso a trabajar de firme, como ya he dicho, y para sorpresa de todos, incluido él mismo, obtuvo una beca de la universidad, no de las mejores, pero una beca al fin y al cabo, al final de su primer año de estudios. No hace falta decir que Theobald se quedó con el dinero, porque pensaba que la cantidad asignada a Ernest era más que suficiente para él, y porque sabía lo peligroso que es que los jóvenes dispongan de mucho dinero. No creo que ni siquiera se le ocurriera recordar lo que sintió cuando su padre decidió hacer lo mismo en su época de estudiante.
La actitud de Ernest en este sentido era muy parecida a la que había mantenido en el instituto, con la diferencia de que todo cobraba una dimensión mayor. Las facturas de su tutor y de su cocinero las tenía pagadas; su padre le enviaba su propio vino y, además, disponía de 50 libras al año para ropa y todos los demás gastos. Esto era lo normal en Emmanuel en la época en que Ernest era estudiante, aunque muchos disponían de bastante menos dinero. Ernest hacía lo mismo que en el instituto: gastaba lo que podía, nada más recibir su dinero, luego vivía casi en penuria hasta el trimestre siguiente, y entonces pagaba sus deudas y contraía otras del mismo monto que las que había liquidado. Cuando heredó sus 5.000 libras y se independizó de su padre, 15 o 20 libras fueron suficientes para cubrir todos los gastos no autorizados.
Se inscribió en el club de remo, deporte que practicó constantemente. Siguió fumando, pero no tomaba más vino ni cerveza del que le sentaba bien, excepto cuando iba a cenar al club, pero incluso en estas ocasiones sufrió las consecuencias, y aprendió a controlarse. Acudía a la iglesia siempre que tenía que hacerlo; comulgaba dos o tres veces al año, cuando su tutor le decía que debía hacerlo y, en suma, llevó una vida sobria y limpia, que es lo que, imagino, le pedían sus instintos, y cuando cayó -pues, ¿quién, que haya nacido de mujer, puede evitar hacerlo?- fue sólo por haberse enfrentado duramente a una tentación que ni su carne ni su sangre pudieron resistir. Luego hacía mucha penitencia y se pasaba largo tiempo sin pecar. Así fue su comportamiento a partir de alcanzar la edad de la indiscreción.
Hasta el mismo final de su período de estudios en Cambridge, no se le pasó por la cabeza que tendría que ponerse a hacer algo, aunque otros observaron que no le faltaban dotes y, a veces, así se lo dijeron. Él no lo creía y, en realidad, sabía muy bien que si lo consideraban inteligente estaban equivocados, pero le complacía poder engañarlos e intentaba hacerlo siempre. Por consiguiente, siempre andaba buscando ideas y frases de moda para utilizarlas a tiempo, lo que podría haberle perjudicado si no fuera porque desechaba una en cuanto encontraba otra que le gustaba más. Sus amigos decían que, cuando levantaba el vuelo, hacía como las becadas, que primero toman distintas direcciones hasta que fijan una definitiva, pues cuando encontraba la dirección correcta no se apartaba de ella.