CAPÍTULO XVIII
Por primera vez en su vida, Theobald creía haber hecho algo bien, y podía confiar en reunirse con su padre sin dificultades. El anciano caballero le había escrito una carta muy afectuosa, en la que le anunciaba su intención de ser padrino del niño. Pero no, es mejor que la incluya al completo, pues muestra perfectamente a su autor. Dice así:
Querido Theobald: Tu carta me ha producido una gran satisfacción, pues estaba convencido de que iba a suceder lo peor. Por favor, aceptad mis más sinceras felicitaciones, tanto mi nuera como tú.
»Durante mucho tiempo, he conservado una botella de agua del Jordán, que me fue regalada por mi viejo amigo el doctor Jones, para utilizarla en el bautismo de mi primer nieto varón, si Dios se dignaba concederme uno. Convendrás conmigo en que, aunque la eficacia del sacramento no depende del origen del agua bautismal, sin embargo, ceteris paribus, las aguas del Jordán transmiten unos sentimientos que no se pueden infravalorar. Cosas pequeñas como ésta a veces tienen su influencia en la vida de un niño.
»Traeré a mi propio cocinero, a quien ya he dado instrucciones para que prepare la comida que seguirá al bautismo. Invita a todos los vecinos que aprecies y que quepan en tu mesa. Por cierto, le he dicho a Lesueur que no compre langostas. Es mejor que vayas tú en persona a Saltness y compres una (Battersby estaba sólo a catorce o quince millas de la costa). Las de allí son mejores, pienso, que las de cualquier otro lugar de Inglaterra.
»Tu hijo recibirá un regalo cuando cumpla veintiún años de edad. Si tu hermano John sigue teniendo nada más que hijas, puede incluso que haga algo más al respecto en el futuro, pero tengo muchas deudas y no tengo tanto dinero como imaginas. Afectuosamente,
Tu padre,
G. PONTIFEX
Unos días después, el autor de esta carta apareció en un coche que lo había traído desde Gildenham a Battersby, un viaje de catorce millas. Lesueur, el cocinero, viajó con el conductor, y el coche transportaba, además, todas las cestas que pudieron colocarse en el techo v en el interior. Al día siguiente, se esperaba la llegada de la familia de John, así como la de Eliza, Maria y Alethea que, por expreso deseo suyo, iba a ser la madrina del niño, pues el señor Pontifex había decidido celebrar una feliz reunión familiar. De modo que, o venían todos y eran felices, o se atenían a las consecuencias. Y, también al día siguiente, fue bautizado el causante de todo este embrollo. Theobald sugirió llamarle George, como su abuelo, pero, por algún extraño motivo, el señor Pontifex insistió en que recibiera el nombre de Ernest. La palabra earnest
A mí me pidieron que fuera su segundo padrino, lo cual me llenó de gozo porque así iba a tener la oportunidad de encontrarme con Alethea, a quien no veía desde hacía algunos años, a pesar de haber mantenido con ella un constante contacto epistolar. Los dos éramos amigos desde que jugábamos juntos en nuestra infancia. Cuando murieron sus abuelos, los Pontifex dejaron de venir a Paleham, pero yo mantuve mi amistad con ellos por compartir colegio y universidad con Theobald y, cada vez que la veía, crecía mi admiración por ella; yo la consideraba la mujer más amable, encantadora y hermosa que había visto nunca. Todos los Pontifex eran bien parecidos, y tenían rasgos correctos y cuerpos bien formados, pero Alethea destacaba por su hermosura, mientras que, en lo que atañe a las demás cualidades que hacen deseable a una mujer, parecía como si la ración de éstas que, en principio, estuviera destinada a las tres hermanas, y con la que habría tenido más que suficiente cada una, le hubiese sido concedida únicamente a ella, que las reunía todas mientras sus hermanas no poseían ninguna.
Me es imposible explicar por qué ella y yo nunca nos casamos. Nos conocíamos extraordinariamente bien, y eso debe bastarle al lector. Entre nosotros existía la mayor empatía y comprensión, y ambos sabíamos que nunca nos casaríamos con otra persona. Le pedí matrimonio unas doce veces, y esto es lo único que voy a decir sobre este asunto que, de todos modos, resulta irrelevante para el transcurso de mi historia. Durante los últimos años no habíamos podido encontrarnos aunque, como he dicho, mantuve una constante correspondencia con ella. Naturalmente, estaba encantado de poder verla otra vez. Ella acababa de cumplir treinta años y, en mi opinión, estaba más hermosa que nunca.
Su padre, por supuesto, era el león de la reunión, pero al ver nuestra mansedumbre y nuestro deseo de ser devorados, nos lanzó un rugido suave, sin ánimo de lucha. Era todo un espectáculo verlo ajustarse la servilleta en torno a sus rojas mejillas y extenderla sobre su amplio chaleco, mientras la luz de la araña se reflejaba en su bondadosa calva como si fuera la estrella de Belén.
La sopa era auténtica sopa de tortuga, el viejo caballero se sentía, evidentemente, satisfecho y empezaba a demostrarlo. Gelstrap estaba de pie, detrás de la silla de su señor, mientras yo me sentaba a la izquierda de Christina, enfrente de su suegro, así que tuve la oportunidad de observarlo todo.
Durante los primeros diez minutos, más o menos, mientras nos sirvieron la sopa y empezaron a traer el pescado, lo normal habría sido pensar, de no haberlo conocido tan bien, qué caballero tan extraordinario era el viejo señor Pontifex, y qué orgullosos debían de sentirse sus hijos de él. Pero cuando estaban empezando a servir la salsa para la langosta, de pronto se puso encarnado, mientras su rostro adquiría un aspecto de extrema irritación hasta lanzar dos furtivas y fieras miradas, una a Theobald y otra a Christina. Estas dos almas, pobres y simples, se percataron inmediatamente de que algo iba muy mal, al igual que yo, que no pude sospechar de lo que se trataba hasta que oí cómo le decía a Christina al oído:
- No es una langosta hembra. ¿De qué sirve llamar a mi nieto Ernest y bautizarle con agua del Jordán, si su propio padre no distingue una langosta macho de una hembra?
Esto me sorprendió porque, hasta aquel momento, yo ni siquiera había sospechado que existían langostas machos y hembras, sino que creía, vagamente, que en cuestiones matrimoniales las langostas eran como ángeles en el cielo
Antes de terminar el siguiente plato, el señor Pontifex recobró su compostura y, desde entonces hasta el final de la velada, se comportó muy bien. Nos contó la historia del agua del Jordán: cómo la había traído el doctor Jones junto con otras botellas de agua del Rin, del Ródano, del Elba y del Danubio; los problemas que tuvo con ellas en la aduana; cómo la idea original fue hacer un ponche con el agua de los ríos más importantes de Europa y cómo él, el señor Pontifex, evitó que se utilizara el agua del Jordán.
- No, no -siguió diciendo-, no habría valido para ese fin. Era una idea muy profana, de modo que todos nosotros nos llevamos una pinta de agua a casa, y el ponche resultó mucho mejor que si la hubiéramos echado. Por poco pierdo la mía, porque el otro día tropecé con una cesta en la bodega cuando fui a recogerla para traerla a Battersby, de modo que, si no la hubiera sostenido con todo el cuidado del mundo, se habría roto.
Todo esto lo dijo mientras Gelstrap continuaba de pie, tras su silla.
No ocurrió nada más que pudiese perturbar al señor Pontifex, de modo que pasamos una tarde deliciosa que he recordado muchas veces al ver crecer a mi ahijado.
Volví a verlos un día o dos después del bautizo. El señor Pontifex estaba todavía en Battersby, pues había sufrido uno de esos ataques hepáticos y depresivos que cada vez le daban con más frecuencia. Me quedé para almorzar. El anciano caballero estaba contrariado, era difícil de tratar y no podía comer nada porque no tenía apetito. Christina trató de tentarlo mostrándole la parte carnosa de una chuleta de cordero.
- Sed razonables. ¿Cómo podéis pedirme que me coma una chuleta de cordero? -exclamó, disgustado-. ¿No sabes, Christina, que mi estómago está totalmente alterado?
Y empujó el plato fuera de su vista, haciendo una mueca de enfado y de disgusto como si fuera un niño travieso. Escribiendo, como escribo, a la luz de acontecimientos posteriores que he presenciado, supongo que no debería haber visto en este episodio nada más que las cuitas del mundo o las penalidades que provoca la transición en las cosas humanas. Supongo que, en realidad, ni siquiera una hoja amarillea en el otoño sin dejar de quejarse de que le falta savia, ni de molestar al padre árbol con sus quejidos y lamentos. Pero la verdad es que la naturaleza podría encontrar un modo menos irritante de conducir sus asuntos, si le prestara alguna atención al tema. ¿Por qué tienen que coincidir varias generaciones? ¿Por qué no nos entierran como huevos en celdas pequeñas y limpias, cubiertos con diez o veinte mil libras en billetes del Banco de Inglaterra, y luego despertamos, como hace cierta especie de avispas que, antes de empezar a vivir sola de modo consciente, se encuentra con que papá y mamá no sólo le han dejado provisiones suficientes allí mismo sino que, además, han sido devorados por los gorriones?
Algo más de año y medio después, el destino le jugó una mala pasada a Battersby, porque la esposa de John Pontifex dio a luz un niño. Transcurrido año y medio, George Pontifex sufrió una apoplejía, muy parecida a la de su madre, con la diferencia de que él no pudo resistirla. Cuando se leyó su testamento, se descubrió que el legado inicial de 20.000 libras a Theobald (además de la suma que les concedió a él y a Christina cuando se casaron) quedó reducido a 17.500 libras cuando el señor Pontifex decidió dejarle «un regalo» a Ernest. Ese «regalo» fueron 2.500 libras, que pasaban a manos de fideicomisarios. Todo lo demás lo heredaba John, excepto lo que quedaba para las hijas, que eran cerca de 15.000 libras para cada una, más 5.000 que heredaban de su madre.
El padre de Theobald le había contado la verdad, pero no toda la verdad. De todos modos, Theobald no tenía derecho a quejarse. Fue complicado, de todos modos, hacerle ver que él y los suyos eran los que más beneficiados salían en el testamento, cuando todo el dinero procedía virtualmente de su propio bolsillo. Por otro lado, el padre siempre había sostenido que él nunca le prometió nada a Theobald, y que tenía perfecto derecho a hacer lo que quisiera con su dinero. Que Theobald albergara grandes expectativas no era problema suyo. Tal como habían quedado las cosas, el legado era muy generoso y, aunque le retiraba 2.500 libras a Theobald, se las dejaba a su hijo, lo que en el fondo era igual.
Nadie puede negar que el testador tenía sus derechos y, sin embargo, el lector convendrá conmigo en que Theobald y Christina no habrían estimado el bautizo un éxito tan importante de haber conocido todos los detalles. El señor Pontifex había erigido un monumento en la iglesia de Elmhurst dedicado a la memoria de su esposa (una lápida con jarrones, querubines que parecían hijos ilegítimos de Jorge IV, y todo lo demás), reservando un espacio para su propio epitafio debajo del de su esposa. No sé si lo escribió uno de sus hijos, o si lo hizo algún amigo, y tampoco quiero pensar que hubiera ninguna sátira implícita. Ahora creo que su intención era proclamar que, excepto el día del Juicio Final, nadie podrá hacerse una idea de la bondad del señor Pontifex, pero en un principio pensé que había sido escrito con malicia.
El epitafio comienza con las fechas de nacimiento y muerte; luego dice que el finado ejerció durante muchos años la dirección de la empresa Fairlie y Pontifex, y que residió en la parroquia de Elmhurst. No hay una palabra de elogio o de vituperio. Y, por fin, las últimas frases son las siguientes:
AHORA YACE, ESPERANDO LA GLORIOSA RESURRECCION DEL ULTIMO DÍA. ESE DÍA SE DESCUBRIRÁ QUÉ CLASE DE HOMBRE ERA.