CAPÍTULO LXXXIV
De regreso a Londres, Ernest mencionó sus planes para los próximos uno o dos años. Yo deseaba que se integrara más en la sociedad, pero él desechó esta propuesta, porque era la última cosa que deseaba hacer en aquellos momentos. Sentía una aversión insuperable por la sociedad en general, exceptuando la compañía de algunos amigos íntimos.
- Yo siempre los he odiado -dijo-, ellos me han odiado a mí, y lo seguirán haciendo. Soy un Ismael
Me causó tristeza oírlo hablar así, pues opino que el potencial de cualquier persona aumenta si lo une a los de los demás, y se lo dije.
- No me importa -respondió- llegar al máximo de mi potencial o no. No sé si tengo alguno, pero si es así, ya encontraré alguna manera de desarrollarlo. Viviré como me gusta vivir, no como los demás quieran que viva. Gracias a mi tía y a ti, puedo permitirme el lujo de llevar una vida de caprichos, pero tranquila y discreta, y tengo intención de hacerlo. Sabes que me gusta escribir, y que llevo experimentando mucho tiempo. Si en algo puedo destacar, será como escritor.
Yo había llegado a la misma conclusión hacía mucho tiempo.
- La verdad -siguió diciendo- es que hay muchas cosas que decir y que nadie se atreve a expresar, muchas farsas que hay que desvelar y que nadie desvela. Creo que puedo decir cosas que nadie, excepto yo mismo, se atreve a decir, y que están pidiendo a gritos ser dichas.
- ¿Y quién va a escucharlas? -le respondí-. Cuando afirmas que quieres decir cosas que nadie más se atreve a decir, ¿no son en realidad aquellas cosas que todo el mundo, menos tú, sabe que es mejor callar de momento?
- Tal vez -añadió-, pero no lo sé. Tengo muchísimas cosas que decir, y mi destino es hacerlo.
Sabía que nadie podría detenerlo, de modo que me rendí y le pregunté por qué candentes cuestiones iba a comenzar.
- El matrimonio -respondió enseguida- y el destino de las propiedades de un hombre a su fallecimiento. El problema del cristianismo está prácticamente resuelto y si no lo está, hay muchas personas que están intentando resolverlo. La cuestión más actual es el matrimonio y la institución familiar.
- Desde luego -contesté secamente-, eso es una patata caliente.
- Sí -me respondió, con la misma sequedad-, pero da la casualidad de que me gustan las patatas calientes. No obstante, antes de tratar este asunto, me propongo viajar durante unos cuantos años, con el objetivo concreto de descubrir qué naciones, de entre las existentes en la actualidad, son las mejores, más hermosas y mas atractivas, y cuáles lo fueron en el pasado. Quiero ver cómo viven sus gentes, cómo han vivido y cuáles son sus costumbres. De momento, no tengo ideas muy definidas, pero la impresión general es que, aparte de nosotros, los pueblos más fuertes y atractivos son el italiano contemporáneo, el romano y el griego de la antigüedad, y los habitantes de los Mares del Sur. Tengo entendido que, por lo general, estas gentes nunca han sido ascetas, y deseo conocer a todos los pueblos que pueda. Ellos son los que mejor pueden responder a la cuestión «¿qué es lo mejor para el hombre?», así que me gustaría verlos y averiguar cómo viven. Primero hay que describir el hecho, y luego luchar contra las tendencias morales.
- En realidad -dije yo, riendo-, lo que quieres es revivir los buenos tiempos de antaño.
- Ni estos tiempos ni los anteriores -respondió- son mejores ni peores que los que hayan vivido los pueblos que yo considere mejores de todas las épocas. Pero cambiemos de tema.
Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó una carta.
- Mi padre -me dijo- me dio esta carta esta mañana, con el sobre ya abierto.
Me la entregó para que la leyera. Era la carta que Christina había escrito antes del nacimiento de su tercer hijo, y que yo he incluido en un capítulo anterior.
- ¿No crees que esta carta -dije- puede influir en los planes que acabas de contarme?
- No -contestó, sonriendo-. Pero si alguna vez haces lo que me has dicho, y escribes una novela con mis modestas aventuras, por favor incluye esta carta.
- ¿Y por qué? -respondí, dado que creía que una carta como ésta no debería ser divulgada públicamente.
- Porque a mi madre le gustaría que se publicase, si supiera que estabas escribiendo sobre mí y que la tenías en tu poder. Le gustaría mucho, así que inclúyela si escribes esa novela.
Y por ese motivo lo he hecho.
Un mes después, Ernest llevó a cabo sus intenciones y, tras ocuparse de arreglar todos los detalles necesarios para el bienestar de sus hijos, partió de Inglaterra antes de Navidades.
De vez en cuando recibí noticias suyas que me permitieron saber que estaba visitando muchos países del mundo, pero que sólo permanecía algún tiempo en aquellos cuyos habitantes eran más hermosos y agradables de lo normal.
Me dijo que había escrito muchísimos cuadernos, cosa que creí a pie juntillas. Por fin, regresó en el verano de 1867, con el equipaje totalmente cubierto de etiquetas de todos los hoteles imaginables entre Inglaterra y Japón. Estaba fuerte y bronceado, y tan apuesto que parecía haberse contagiado de la hermosura de las gentes con las que había estado en contacto. Volvió a su apartamento del Temple y se instaló tan fácilmente como si sólo hubiera faltado un día.
Una de las primeras cosas que hicimos fue ir a ver a los niños. Cogimos un tren hasta Gravesend y, desde allí, caminamos unas pocas millas a lo largo del río hasta llegar a la solitaria casa donde vivía la familia a quien Ernest se los había confiado. Era una luminosa mañana de abril, y una brisa fresca soplaba desde el mar. La marea estaba alta, y el río estaba repleto de barcos que subían, aprovechando el viento y la marea. Por encima de nosotros, volaban gaviotas; las algas cubrían todas las piedras que la marea aún no había ocultado; todo olía a mar y la brisa me despertó un hambre que no había sentido durante mucho tiempo. Era un lugar espléndido para criar a los niños, y yo mismo felicité a Ernest por su elección.
Cuando estábamos aun cuarto de milla de distancia, más o menos, oímos gritos y risas infantiles, y vimos a muchos niños y niñas jugando y corriendo uno detrás del otro. Desde tan lejos, no podíamos saber cuáles eran los nuestros, pero enseguida los distinguimos al aproximarnos, porque los demás niños tenían los ojos azules y la cabellera rubia, mientras que los nuestros eran morenos de pelo lacio.
Escribimos previamente para avisar de nuestra visita, insistiendo en que no se les dijera nada a los niños, de modo que éstos no se fijaron en nosotros más de lo que se fijarían en cualquier otro desconocido que paseara por un lugar tan remoto, con excepción de las gentes del mar, cosa que nosotros, obviamente, no éramos. Su interés, sin embargo, se acentuó cuando vieron que nuestros bolsillos estaban llenos de naranjas y caramelos, y que había muchos más de lo que ellos podrían haber imaginado. Al principio, no nos fue fácil lograr que se nos acercaran. Eran como potros salvajes y jóvenes, curiosos pero tímidos, difíciles de engañar. Había nueve niños en total, de los cuales cinco muchachos y dos muchachas eran hijos del señor y la señora Rollings y los otros dos de Ernest. Nunca había visto niños tan sanos como los Rollings. Los muchachos eran fuertes, recios, con ojos tan abiertos como los de los halcones, y parecían no tenerle miedo a nada. La niña mayor era extremadamente bonita, mientras que la menor era todavía un bebé. Pensé mientras los miraba que si hubiera tenido hijos no habría podido encontrar mejor casa para ellos, ni mejores amigos.
George y Alice, los dos hijos de Ernest, se sentían tan de la familia como el resto, y llamaban tío y tía al señor y a la señora Rollings. Cuando llegaron a la casa eran tan pequeños que habían sido criados como si fueran hijos de la familia y desconocían el hecho de que el señor y la señora Rollings recibían un dinero semanal para cuidarlos. Ernest les preguntó qué querían ser, y todos, incluido Georgie, dijeron lo mismo: barqueros. Un pato joven no podía tenerle más afición al agua que la que ellos sentían.
- ¿Y tú, Alice? ¿Qué quieres ser tú? -le preguntó Ernest.
- Oh -dijo ella-, voy a casarme con Jack y ser la mujer de un barquero.
Jack era el muchacho mayor, tenía casi doce años y era un muchacho robusto, muy parecido a su padre. Cuando nos fijamos en él, y vimos lo alto, fuerte y bien formado que estaba, pensé, igual que Ernest, que Alice había elegido bien.
- Ven aquí, Jack -dijo Ernest-. Tengo un chelín para ti.
El muchacho se puso colorado y no quiso acercarse, a pesar de los obsequios que les habíamos hecho previamente. Alguna vez le habían regalado un penique, pero nunca un chelín. Su padre lo cogió de una oreja, sin hacerle daño, y lo puso delante de nosotros.
- Es un buen muchacho este Jack -le dijo Ernest al señor Rollings-. Estoy seguro.
- Sí -contestó el señor Rollings-, es un buen muchacho, aunque no consigo que aprenda a leer y a escribir bien. No le gusta el colegio, y esa es la única queja que tengo. No sé qué es lo que pasa a mis hijos, señor Pontifex, aunque a los suyos también les sucede. A ninguno le gusta aprender de los libros, aunque todo lo demás lo aprenden enseguida. Fíjese, este Jack es un barquero tan bueno como pueda serlo yo.
Y miró a sus hijos con cariño y satisfacción.
- Creo -le respondió Ernest- que si quiere casarse con Alice cuando sea mayor, es mejor que lo haga, porque así podrá tener todas las barcazas que quiera. Mientras tanto, señor Rollings, díganle si necesita dinero y, si es así, lo tiene a su disposición.
No hace falta decir que Ernest facilitó mucho la vida de esta familia. Sólo les pidió una cosa a cambio: que no se dedicaran más al contrabando y que mantuvieran a los niños alejados de esta práctica, porque un pajarito le había dicho a Ernest que era una de las formas de ganarse la vida de la familia Rollings. El señor Rollings aceptó de muy buena gana, y tengo entendido que hace muchos años que la vigilancia de costas tachó de la lista de sospechosos a todos los miembros de su familia.
- ¿Para qué me los voy a llevar de donde están? -me confesó Ernest, cuando regresábamos a Londres en tren-. ¿Para qué los voy a enviar a colegios donde no van a ser ni la mitad de felices, y donde el hecho de ser hijos ilegítimos les va a causar más de un problema? Georgie quiere ser barquero. Pues que pruebe, y cuanto antes mejor. Puede ser un buen trabajo para empezar y, si posee buenas cualidades, yo estaré al tanto y procuraré facilitarle las cosas. Y, si no muestra ningún deseo de prosperar, ¿para qué diablos voy a empujarlo yo?
Creo que Ernest prosiguió con una homilía sobre cómo debería ser la educación en general, y cómo los jóvenes deberían pasar por estados embrionarios no sólo físicos, sino también económicos, ya que deberían comenzar su vida desde una posición social más baja que la de sus padres, y muchas cosas más, que luego ha publicado. Pero yo, que era cada vez mayor, estaba somnoliento tras el paseo y la brisa, de modo que poco después de pasar por la estación de Greenhithe, me quedé dormido plácidamente.