CAPÍTULO LXXXIII

Joey y Charlotte se encontraban también en la habitación. Joey se había ordenado, y era uno de los coadjutores de Theobald. Ernest y él nunca se habían llevado bien, y Ernest vio enseguida que no habría posibilidad de un acercamiento entre ellos. Se sorprendió un tanto al ver a Joey vestido de cura, con el mismo aspecto que él había tenido unos años antes, porque los dos se parecían mucho, pero el rostro de Joey era frío, sin que lo iluminara ninguna chispa bohemia: era un sacerdote, e iba a hacer exactamente lo que los sacerdotes hacían, ni mejor ni peor. Saludó a Ernest más bien de haut en bas

[132], es decir, trató de hacerlo pero no le salió bien.

Su hermana se acercó para besarlo. Era lo que más le disgustaba y se había pasado tres horas temiendo que llegara este momento. Ella también se mostraba distante y, en cierto modo, le reprochaba cosas, como si fuera una persona que estuviese por encima de él. Uno de sus reproches hacia él era que todavía siguiese soltera. Le echaba directamente la culpa: el comportamiento descarriado de Ernest, que ella mantenía en secreto, había impedido que le hicieran propuestas matrimoniales, y estaba dispuesta a presentarle una abultada factura por daños y perjuicios. Joey y ella decidieron desde el primer momento cazar con los perros, y se identificaron inmediatamente con la anterior generación, es decir, se pusieron en contra de Ernest. A los dos los unía una alianza ofensiva y defensiva, aunque entre ellos dos se librara una guerra sorda pero sangrienta.

O, al menos, esto es lo que Ernest deducía de los recuerdos que guardaba de ambos, así como de la observación a la que los había sometido durante la primera media hora después de su regreso, mientras estaban todos juntos en el dormitorio de su madre, y cuando todavía no sabían nada del dinero que había heredado. Veía las miradas que le echaban de vez en cuando, y cómo eran una mezcla de sorpresa e indignación.

Christina percibió el cambio que su hijo había experimentado; que tanto su mente como su cuerpo estaban más firmes y vigorosos que cuando lo había visto por última vez. También se fijó en lo bien que iba vestido y, al igual que los demás, y a pesar del afecto que sentía por su primogénito, se alarmó por la cantidad que le habría hecho gastar a Theobald, que seguramente se sentiría estafado ante tanta magnificencia. Al notarlo, Ernest deseó aliviarla contándole todos los particulares acerca de la herencia de su tía y de mi fideicomiso en presencia de sus hermanos, los cuales fingieron no oír nada o al menos no interesarse por un asunto que, en realidad, no era de su incumbencia.

Su madre se quejó entonces de que el dinero hubiese pasado directamente a él, «saltándose a papá».

- ¡Pero querido -dijo, en tono de desaprobación-, si tienes más de lo que papá ha tenido nunca!

Entonces Ernest intentó calmarla, diciéndole que si la señorita Pontifex hubiese sabido cuánto iba a aumentar la herencia, le habría legado la mayor parte a Theobald. Esta explicación fue aceptada por Christina quien, a partir de entonces, y a pesar de lo enferma que estaba, asumió con gran ímpetu su nueva posición social y empezó a gastar el dinero de Ernest.

Debo decir, antes de proseguir, que Christina tenía razón al decir que Theobald nunca había tenido tanto dinero como el que ahora poseía su hijo. En primer lugar, Theobald no había pasado por una minoría de edad de catorce años que permitiera el incremento del dinero y, en segundo lugar, había sufrido la crisis de 1846 al igual que yo y que casi todo el mundo. No es que dicha crisis le arrebatara mucho dinero o lo dejara seriamente diezmado, pero le dio tal susto que decidió invertir sólo en obligaciones durante el resto de su vida.

En realidad, lo que más le dolía a Theobald no era que Ernest poseyera tanto dinero, sino que fuese más rico que él, siendo tan joven. Si hubiera tenido que esperar hasta los sesenta o sesenta y cinco años, y vivir con muy poco dinero hasta llegar a esa edad, no le habría importado que heredara la cantidad necesaria para retirarse y pagar los gastos de sus últimos años, pero recibir 70.000 libras a los veintiocho años, sin esposa y sólo con dos hijos era intolerable. Christina estaba demasiado enferma y tenía mucha prisa por gastar el dinero para ponerse a pensar en esos detalles. Y, además, siempre había sido mucho mejor persona que Theobald.

«Este golpe de fortuna», pensó ella inmediatamente, «limpia casi por completo el episodio de su encarcelamiento. Pero ya no hay que darle más vueltas a eso.» Todo fue un error, un desafortunado error, es cierto, y cuanto menos se hablara del asunto, mejor. Ernest debía volver a vivir en Battersby hasta que se casara, y pagarle bien a su padre por tenerlo allí. La verdad es que era justo que Theobald se beneficiara algo, y el propio Ernest desearía que así fuera. Este era el mejor plan, porque así podría salir con su hermana más que Joey o Theobald, recibir invitados y agasajarlos en Battersby.

«Naturalmente, Ernest le compraría a Joey una parroquia, y le haría estupendos regalos a su hermana todos los años. ¿Quedaba algo? ¡Oh, sí! Ahora, con una renta de casi 4.000 libras al año, se iba a convertir en un magnate de la comarca, e incluso podría ir al Parlamento. Ernest era muy inteligente, no tanto como el Dr. Skinner o Theobald, pero sí lo bastante, y si entraba en el Parlamento tan joven, nada podría impedirle llegar a ser primer ministro antes de morir e, incluso, ser nombrado par del Reino. Pero tenía que ponerse a trabajar de inmediato, para que ella tuviera tiempo de oír a la gente llamar a su hijo milord. Lord Battersby sería un título muy apropiado y, si ella estaba todavía bien, Ernest podría encargar un retrato de su madre para el enorme comedor de su mansión. Sería expuesto en la Royal Academy, y su título sería Retrato de la madre de lord Battersby. Aunque no podía levantarse de la cama, daba la feliz casualidad de que se había hecho una fotografía hacía poco, de modo que el retrato saldría bien porque su rostro había salido con la expresión que siempre tenía. Tal vez le bastara al pintor. Tal vez ahora era mejor que Ernest hubiese dejado de ser sacerdote. La verdad es que Dios arregla las cosas mucho más sabiamente que nosotros mismos. Ahora lo veía claro: era Joey quien llegaría a ser arzobispo de Canterbury, mientras que Ernest se convertiría en primer ministro…»

Y así continuó hasta que su hija le dijo que era el momento de tomar su medicina.

Supongo que esta ensoñación, que es un simple fragmento de lo que pasaba por la mente de Christina, duró solo minuto y medio, pero lo cierto es que la presencia de su hijo la reanimó mucho. A pesar de estar enferma, en realidad moribunda, y de sufrir mucho, se entusiasmó tanto que incluso se echó a reír una o dos veces aquella tarde. Al día siguiente, el doctor Martin la encontró tan bien que incluso volvió a tener esperanzas de que pudiera recuperarse. Pero Theobald negaba con la cabeza siempre que se mencionaba esta posibilidad, y decía:

- No queremos que esto se prolongue.

Una vez, Charlotte pilló a Ernest desprevenido y le dijo:

- Como ves, querido Ernest, estos cambios ponen muy nervioso a papá. Puede soportarlo todo, pero le agota pensar media docena de cosas, y luego tener que volver atrás, una y otra vez, todo en el mismo día. Es mejor que no lo provoques. Quiero decir que es mejor que no le digas nada, aunque el doctor Martin insista en que aún hay esperanzas.

Lo que Charlotte había querido decir es que Ernest era, en realidad, la causa última de todo el malestar que sentían Theobald, Joey, ella misma y todos los demás. La verdad es que sus palabras sugerían ese pensamiento, y aunque luego se hubiera echado atrás, su intención había sido expresar la idea durante un breve instante, lo cual era mejor que nada.

Ernest notó, durante toda la enfermedad de su madre, que Charlotte aprovechaba las ocasiones en las que el médico o la enfermera decían que su madre estaba mejor para reprocharle algo. Cuando escribió a Crampsford para pedir que rezaran por su madre (estaba segura de que a su madre le iba a gustar, y de que en Crampsford se alegrarían de que se acordaran de ellos), envió otra carta al mismo tiempo, de naturaleza muy distinta, y puso cada una en un sobre equivocado. Ernest, de modo imprudente, fue a echar las dos cartas a la oficina de correos. Cuando se descubrió el error, dio la casualidad de que Christina se encontraba un poco mejor, así que Charlotte atacó a Ernest inmediatamente, culpándole de la equivocación cometida.

Aparte del hecho de que Joey y Charlotte eran adultos, la casa y sus habitantes, orgánicos e inorgánicos, habían cambiado muy poco desde la última vez que Ernest los había visto. Los muebles y los objetos de adorno de la repisa de la chimenea llevaban allí desde antes de que él naciera. En el cuarto de estar, a ambos lados de la chimenea, seguían colgados el Carlo Dolci y el Sassoferrato, como en los viejos tiempos. También estaba la acuarela de una vista del lago Maggiore copiada por Charlotte de un original que le había prestado su profesor de dibujo, y ejecutada bajo su dirección. Este era el cuadro del que uno de los criados había dicho que tenía que ser bueno porque el señor Pontifex había pagado diez chelines por el marco. El papel de las paredes era el mismo: las rosas seguían esperando a las abejas. Y toda la familia rezaba cada mañana y cada noche para ser «verdaderamente honestos y serios».

Sólo habían quitado un retrato: una fotografía suya que estaba colgada junto a las de sus padres y sus dos hermanos. Ernest se dio cuenta a la hora de rezar, mientras su padre leía algo relativo al arca de Noé, en concreto cómo la habían embadurnado de cieno, uno de los pasajes preferidos por Ernest cuando era niño. A la mañana siguiente, la fotografía estaba de nuevo en su sitio, un poco polvorienta y con el dorado caído de una esquina del marco, pero por lo demás estaba igual que siempre. Supongo que la habían vuelto a colocar tras enterarse de lo rico que era.

En el comedor, los cuervos todavía intentaban darle de comer a Elías justo encima de la chimenea. ¡Cuántos recuerdos le traía este cuadro! En el exterior de la casa, los parterres de flores seguían estando donde siempre, y Ernest volvió a mirar fijamente la puerta azul situada al fondo del jardín para ver si estaba lloviendo, como había hecho tantas veces de niño, mientras su padre le daba clase.

Tras cenar a hora muy temprana, Joey, Ernest y su padre se quedaron solos, Theobald se levantó y, de pie sobre la alfombra situada debajo del cuadro de Elías, comenzó a silbar de modo despreocupado, como siempre. Sólo sabía silbar dos melodías: una era In My Cottage Near a Wood, y la otra el himno de Pascua. Había intentado silbar las dos durante toda su vida, pero sin éxito, y lo hacía como un camachuelo inteligente: bien, pero con fallos. Cada tres notas, fallaba en un semitono, como si volviera a algún remoto progenitor musical que sólo hubiera conocido el modo lidio o frigio o cualquiera que le permitiese fallar sin que la melodía dejara de ser reconocible. Theobald estaba situado justo delante del fuego, y se quedó silbando las dos melodías a su modo cuando Ernest salió de la habitación. Los cambios de lo externo y la continuidad de lo interno lo estaban empezando a confundir.

Salió al exterior y se dirigió al empapado bosquecillo que había detrás de la casa, donde se relajó fumando una pipa. Poco después, pasó por la puerta de la casa del cochero de su padre, que se había casado con una antigua doncella de su madre, Susan, a quien Ernest siempre le había tenido mucho cariño, igual que ella a él, porque lo conocía desde que tenía cinco o seis años. El se sentó en la mecedora delante del fuego, mientras Susan planchaba en la mesa que estaba delante de la ventana, mientras el olor a ropa planchada se esparcía por la cocina.

Susan estaba demasiado apegada a Christina como para ponerse del lado de Ernest inmediatamente. El lo sabía, y no había ido a verla para pedirle apoyo moral ni cualquiera de otro tipo. Había acudido porque le tenía aprecio y porque sabía que se iba enterar de más cosas charlando con ella que de ningún otro modo.

- Oh, señorito Ernest -dijo Susan-, ¿por qué no vino cuando sus pobres padres lo necesitaban? Estoy segura de que su madre me repitió cien veces que todo sería igual que antes.

Ernest esbozó una sonrisa, y pensó que era inútil intentar explicárselo a Susan, de modo que no dijo nada.

- Recuerdo que, durante uno o dos días, fue incapaz de aceptarlo. Decía que era un castigo por algo que ella había hecho, y no hacía más que recordar cosas que había hecho o dicho muchos años antes, antes de que su padre la conociera. Yo no sé lo que dijo o no dijo, pero la contuve, porque parecía estar fuera de sí, e incluso creyó que sus vecinos nunca volverían a hablarle. Pero, al día siguiente, la señora Bushby (que era antes la señora Cowey) vino a verla. Su madre siempre le había tenido mucho cariño, y parece que la visita le hizo mucho bien porque al día siguiente sacamos todos sus vestidos y decidimos qué arreglos había que hacerles, y luego vinieron a verla todos los vecinos, incluso los que viven mas lejos, y su madre entró aquí y dijo que había pasado por un valle de lágrimas, pero que el Señor lo había convertido en fuente

[133]. «Sí, Susan», me dijo, «no te quepa la menor duda de que así ha sido», y empezó a llorar. «En cuanto a él», siguió diciéndome, «cuando salga de la cárcel, su padre y yo sabremos qué hacer. El señorito Ernest debe estar agradecido por tener un padre tan bondadoso y paciente.»

»Usted no pudo verlo, pero aquél fue un golpe muy duro para su madre. Su padre no dijo nada, aunque ya sabe usted que nunca dice mucho, a menos que esté verdaderamente mal, pero su madre lo pasó fatal durante unos cuantos días, y el señor también. Gracias a Dios, todo pasó y, desde entonces, los he visto igual que siempre hasta que su madre cayó enferma.

La tarde de su llegada, se había portado bien a la hora de la oración familiar, igual que a la mañana siguiente. Su padre leyó las recomendaciones que un David moribundo le hacía a Salomón sobre el asunto de Semeí

[134], sin que Ernest le prestara demasiada atención. No obstante, a lo largo del primer día le habían buscado tanto las cosquillas que la segunda noche después de su llegada tenía un humor de perros. Se arrodilló junto a Charlotte, y pronunció sus oraciones mecánicamente, en el grado justo para que ella no pudiera saber si lo estaba haciendo maliciosamente o no, y cuando rogó por ser verdaderamente honesto y serio pronunció con énfasis la palabra verdaderamente. No sé si Charlotte se dio cuenta de algo, pero desde aquel día se arrodilló en un lugar bastante alejado del suyo. Ernest me asegura que éste no fue el único acto rencoroso protagonizado por ella mientras él estuvo en Battersby.

Cuando subió a su dormitorio -en el que, para ser justos con ellos, le habían encendido un fuego- observó algo que ya había visto en él nada más llegar a Battersby. Era un cuadrito enmarcado tras cristal sobre su cama, con la leyenda: «Aunque el día sea largo o agotador, al final siempre tocan a vísperas». Se preguntó por qué habrían colocado una frase así en el dormitorio de los invitados, y no encontró explicación posible. «No hay tanta diferencia entre agotador y largo como para poner un o», pensó para sus adentros, «pero supongo que la frase no está mal.» Tengo entendido que Christina había comprado el cuadrito en un bazar montado para colaborar en la reconstrucción de una iglesia cercana y, puesto que lo había comprado, tenía que usarlo. Además, el sentimiento que expresaba era conmovedor, y los adornos preciosos. En cualquier caso, no podían haber colocado nada más irónico en el dormitorio de mi héroe, aunque no se hubieran percatado de la ironía.

Tres días después de la llegada de Ernest, Christina volvió a empeorar. Los dos días anteriores, no había tenido dolores y había podido dormir mucho. La presencia de su hijo parecía seguir animándola, y repetía a menudo lo agradecida que estaba por verse rodeada en su lecho de muerte de una familia tan feliz, temerosa de Dios y unida. Pero ahora empezó a desvariar y, al darse cuenta de la cercanía de la muerte, pareció asustarle la proximidad del Día del juicio Final.

Una o dos veces expresó su deseo de hablar de sus pecados, e imploró a Theobald que se asegurara de que le habían sido perdonados. En algún momento, ella llegó a decir que la reputación profesional de su esposo quedaría en entredicho si a ella le negaban un pase a la Gloria. Esto tocó en su fibra mas sensible a Theobald que, tras hacer un gesto de contrariedad, le respondió de modo impaciente.

- ¡Pero Christina, si tus pecados te han sido ya perdonados!

Y luego se atrincheró de modo digno pero firme tras un padrenuestro. Luego, tras ponerse de pie, salió de la habitación y le dijo a Ernest que no quería que se prolongaran los sufrimientos de Christina.

Joey tampoco fue capaz de aliviar el nerviosismo de su madre y, en realidad, incluso le sirvió menos que Theobald. Tuvo que ser Ernest, al final, quien, a pesar de no querer entrometerse, decidió intervenir y, sentándose junto a su madre, la dejó expresar sus angustias libremente, sin contradecirla ni callarla.

Christina le confesó que no lo había abandonado todo por amor a Cristo, y que esto la atormentaba. Había abandonado muchas cosas, había tratado de abandonar un poco más cada año, pero sabía muy bien que no se había guiado por cuestiones espirituales tanto como habría sido su deber, pues, de haberlo hecho, posiblemente habría gozado de alguna visión o revelación directa. Dios había concedido dicha comunicación angelical y visible a uno de sus hijos, pero no a ella ni a Theobald.

Aunque en aquellos momentos Christina hablaba más para sí que con Ernest, estas palabras llamaron la atención de su hijo, que quiso saber si el ángel se le había aparecido a Joey o a Charlotte. Se lo preguntó a su madre y ella pareció sorprenderse, como si esperara que él estuviese al tanto de todo y, entonces, pareció acordarse y dijo:

- ¡Es verdad! Tú no sabes nada de esto, y quizá sea mejor así.

Ernest no tuvo ocasión de preguntarle otra vez, de modo que nunca supo cuál de sus parientes más próximos había tenido comunicación directa con un ser inmortal. Ni su padre ni sus hermanos mencionaron nunca este asunto, aunque Ernest no pudo saber si fue porque les avergonzaba o porque temían que él no creyera la historia y se condenara todavía más.

Ernest recordó estas palabras muchas veces. Intentó averiguar algo a partir de Susan, que seguramente debía saber algo, pero Charlotte se le había anticipado.

- No, señorito Ernest -le dijo Susan cuando le preguntó-, su madre me ha mandado un recado por medio de la señorita Charlotte para que no diga nada de este asunto, así que no voy a hacerlo.

Así que ya no pudo preguntar nada. Ernest pensó más de una vez que Charlotte no era más creyente que él, y este incidente pareció reforzar esta suposición, pero vaciló al recordar cómo había enviado una carta pidiendo que rezaran por su madre. «Supongo», se dijo a sí mismo con resignación, «que, después de todo, sí cree.»

Luego Christina volvió al hablar de su falta de espiritualidad, e incluso de la grave falta que suponía haber comido morcillas. Sí, había dejado de hacerlo hacía muchos años, ¡pero durante cuántos años las había estado comiendo, incluso cuando sospechaba que no estaban permitidas! Luego también había algo que le atormentaba, que había sucedido antes de su matrimonio y que a ella le gustaría…

- Mi querida madre -la interrumpió Ernest-, estás enferma y tu mente divaga. Otros pueden juzgar mejor que tú. Por mi parte, yo te aseguro que, para mí, has sido la madre y esposa más devota que he conocido nunca. E incluso si no lo has abandonado literalmente todo por amor a Cristo, has hecho todo lo que estaba a tu alcance, y a nadie se le pide más que eso. No sólo creo que eres una santa, sino una de las más distinguidas.

El rostro de Christina se iluminó al oír estas palabras.

- ¡Tú me das esperanzas, tú me das esperanzas! -dijo llorando, y luego se secó las lágrimas. Le hizo jurar una y otra vez, que aquello era de verdad lo que pensaba, aunque ya no le importaba ser una santa muy distinguida. Se conformaba con ser de las más modestas que entraban en el cielo, siempre que pudiera librarse del odioso infierno, lugar al que temía como si fuese una realidad; temor que, por muchas cosas que Ernest dijera, no acababa de disiparse. La verdad es que Christina se comportó de modo bastante desagradecido porque, después de recibir los consuelos de Ernest durante más de una hora, rezó para que éste recibiera todos los dones posibles en este mundo porque temía que fuera el único de sus hijos con el que nunca iba a reunirse en el cielo. Pero, para entonces, ya deliraba, apenas se daba cuenta de su presencia y su mente retomaba pensamientos que había tenido antes de su enfermedad.

El domingo, Ernest fue a la iglesia, con toda normalidad, y se dio cuenta de que el estilo evangélico, que llevaba muchos años retrocediendo, había dado incluso más pasos atrás durante todos estos años. Su padre siempre se dirigía a la iglesia a través del jardín de la Rectoría, pasando por un pequeño prado que había entre ambas. Antes, siempre había llevado sombrero alto, la toga de graduado de Cambridge y un par de cintas de Ginebra

[135]. Ernest observó que las cintas habían desaparecido y que Theobald no predicaba con su toga universitaria, sino con sobrepelliz. Toda la liturgia del oficio había cambiado y, aunque no pudiera decirse que fuera la de la Iglesia Alta, porque Theobald nunca iba a entregarse a ella por completo, lo cierto es que el antiguo desaliño, si puede llamarse así, había desaparecido para siempre. El acompañamiento orquestal de los himnos terminó cuando mi héroe era todavía un muchacho, y luego, a partir de la incorporación del armonio, hubo años en los que se dejó de cantar por completo. Cuando Ernest estaba en Cambridge, Charlotte y Christina convencieron a Theobald para que permitiera cánticos, que fueron interpretados siguiendo el antiguo estilo a dos versos de lord Mornington, el Dr. Dupuis y otros. A Theobald le desagradaban bastante estos cánticos, pero al menos los permitió.

Poco tiempo después, Christina volvió a sacar el tema:

- Querido, he pensado -porque Christina siempre pensaba- que a la gente le gustan mucho los cantos, y que podrían atraer a muchas personas que ahora no vienen a la iglesia. El otro día conversaba con la señora Goodhew y la señorita Wright, y las dos me dieron la razón, aunque me dijeron que deberíamos cantar el Gloria al Padre al final de los salmos y no recitarlo.

El rostro de Theobald se tornó sombrío. Veía cómo las aguas de los cantos subían y subían casi hasta cubrirlo, pero sabía que era mejor ceder que pelear. De modo que dispuso que el Gloria al Padre fuera cantado a partir de entonces, aunque le desagradara bastante.

- Mamá -le dijo Charlotte a su madre tras ganar la batalla-, la verdad es que no se llama Gloria al Padre, sino simplemente Gloria.

- Tienes razón, querida -respondió Christina y, a partir de entonces, siempre dijo Gloria. Luego pensó lo tremendamente inteligente que era Charlotte y decidió que debería casarse directamente con un obispo. Poco tiempo después, cuando Theobald decidió tomarse unas vacaciones veraniegas más largas de lo normal, sólo pudo encontrar a un sacerdote de la Iglesia Alta que le reemplazara. Se trataba de un personaje de gran influencia en la comunidad, que disponía de cierta fortuna y que carecía de destino. En verano, ayudaba a sus compañeros, y gracias a su disponibilidad para sustituir a Theobald en Battersby unos cuantos domingos, éste pudo marcharse de vacaciones. A su regreso, comprobó que se cantaban tanto los salmos como los Glorías. El influyente sacerdote, Christina y Charlotte plantearon el asunto sin ambages en presencia de Theobald, y todos le restaron importancia. El sacerdote rió y se marchó, Christina rió también y trató de convencerlo, mientras que Charlotte apeló a sentimientos anodinos. Todo había sido cambiado y no había vuelta atrás, de modo que no servía de nada lamentarse. Así que los salmos se cantaron, a pesar de que a Theobald le espantaba el asunto y le desagradaba profundamente.

Además, durante esta ausencia de Theobald, la señora Goodhew y la buena señorita Wright habían decidido recitar el Creo mirando directamente al altar. A Theobald, esto le desagradaba incluso más que los cantos. Cuando se atrevió a hacer algún comentario al respecto mientras cenaban, Charlotte le dijo:

- Papá, la verdad es que debes acostumbrarte a llamarlo Credo y no Creo.

Theobald torció el gesto y resopló como si se dispusiera a plantarle cara al asunto, pero Charlotte había heredado el poderoso carácter de sus tías Jane y Eliza, y aquello era demasiado trivial como para discutir, de modo que se rió y no volvió a mencionarlo. «La verdad es que Charlotte», volvió a pensar Christina, «lo sabe todo.» De modo que la señora Goodhew y la buena señorita Wright siguieron mirando al altar mientras se recitaba el Creo. Poco a poco, otros empezaron a imitarlas, y hasta los más rebeldes cedieron y optaron por mirar al altar también. Theobald fingió que todo aquello le había parecido propio y correcto desde el principio, aunque le desagradara. Charlotte incluso trató que su padre dijera Aleluya en vez de Halleluia

[136], pero esta vez Theobald se enfadó seriamente y su hija desistió.

Luego cambiaron los dos versos por uno solo y los alteraron salmo a salmo. A mitad de éstos, sin que ningún lector encontrara ninguna explicación verosímil, se pasaba de una escala mayor a una menor y luego de una menor a una mayor. Luego metieron los Himnos antiguos y modernos y, finalmente, como ya he mencionado, le quitaron a Theobald sus queridas cintas y le hicieron vestir sobrepelliz y oficiar la comunión una vez al mes en vez de cinco veces al año, como había sido costumbre hasta entonces. Theobald luchó en vano contra la invisible influencia que, tanto en invierno como en verano, trabajaba silenciosamente para acabar con aquello que, en su opinión, era lo más preciado del grupo al que había pertenecido. Nunca llegó a saber si se trataba o no de una conspiración, ni cuáles eran sus siguientes objetivos, pero sí sabía que, fuese lo que fuese, lo estaba destruyendo; que no podía oponerse a ella; que a Christina y Charlotte les agradaba mucho más que a él, y que su destino final era, inevitablemente, Roma. ¡Hasta llegaron a proponer adornar el altar para la Pascua! En Navidad podía aceptarlo, siempre que fueran discretos, pero en Pascua…

Este era el rumbo, fijo e inalterado, tomado por la Iglesia de Inglaterra en los últimos cuarenta años. Unos cuantos capitostes, que sabían muy bien lo que querían, utilizaron las Navidades y las Charlottes, y las Navidades y las Charlottes se sirvieron de las señoras Goodhew y de las buenas señoritas Wright, y éstas le dijeron a los señores Goodhew y a las señoritas Wright más jóvenes lo que tenían que hacer, y cuando éstos lo hicieron, los pequeños Goodhew y el resto del rebaño espiritual hicieron lo que se les dijo, mientras que los Theobald no pudieron hacer nada. Paso a paso, día a día, año tras año, parroquia por parroquia, diócesis por diócesis, así es como lo hicieron. Y, a pesar de todo, la Iglesia de Inglaterra no ve con buenos ojos la teoría de la Evolución o de la Modificación genética.

Mi héroe reflexionó sobre todas estas cosas, y recordó más de una artimaña de Cristina y Charlotte, así como detalles de aquella pugna, que no voy a describir para no interrumpir más mi historia.

Recordó también las palabras de su padre, que decían que aquello no podía acabar más que en Roma. Cuando era niño, había creído firmemente en estas cosas, pero ahora sonreía porque veía clara otra alternativa, demasiado horrible para que a Theobald se le pasara por la cabeza. Me refiero a la destrucción de todo el sistema. En aquellos tiempos, aún albergaba la esperanza de que las irrealidades y absurdos de la Iglesia provocarían su destrucción. Desde entonces, sus opiniones han cambiado bastante, no porque crea que las cosas se hayan modificado -algo que tampoco creen nueve de cada diez sacerdotes, que saben tan bien como él que sus símbolos externos y visibles ya no significan nada-, sino porque es consciente de la profunda complejidad del problema y de las dificultades que plantea decidir qué es lo que se puede hacer. Además, ahora que conoce el asunto más de cerca, sabe muy bien quiénes son esos lobos vestidos con piel de cordero que, sedientos de la sangre de sus víctimas, se regocijan anticipando clamorosamente el momento en que van a caer entre sus garras. El espíritu que sustenta a la Iglesia es verdadero, pero su letra -que una vez fue también verdadera- ya no lo es, mientras que el espíritu de los Sumos Sacerdotes de la Ciencia es tan falso como su letra. Los Theobald, que hacen lo que hacen porque les parece lo correcto, pero que en el fondo de su corazón no creen en ello y, además, les desagrada profundamente hacerlo, son en realidad la clase menos peligrosa para la paz y las libertades de la humanidad. El hombre al que hay que temer es aquel que intenta conseguir las cosas con petulancia, vulgaridad arrolladora y engreimiento, vicios éstos que, en justicia, no pueden atribuirse al clero británico.

Muchos agricultores que asistieron aquel día al oficio se acercaron a Ernest y le estrecharon la mano. Mi héroe descubrió que todos sabían que había heredado una fortuna, pues Theobald se lo había contado a dos o tres de los grandes cotillas del pueblo, y la historia no había tardado en divulgarse. «Esto simplifica bastante las cosas», se dijo a sí mismo. Ernest se mostró cortés con la señora Goodhew en atención a su marido, pero ignoró por completo a la señorita Wright, por saber que era otra Charlotte disfrazada.

Transcurrió lentamente una semana. En dos o tres ocasiones, la familia tomó la comunión reunida alrededor del lecho de muerte de Christina. La impaciencia de Theobald era cada día más evidente pero, afortunadamente, Christina (que, incluso si hubiera estado bien, habría aparentado no darse cuenta) se debilitó mucho, física y mentalmente, de modo que apenas se dio cuenta de nada. Una semana después de la llegada de Ernest, su madre entró en un coma que duró dos días, y al final se fue tan pacíficamente como se funden el cielo y el mar en medio del océano en esos días suaves y neblinosos en que nadie puede distinguir dónde acaba uno y empieza el otro. En realidad, murió a las realidades de la vida con menos dolor del que había sentido al despertarse de muchas ilusiones.

- Ella ha sido el consuelo y el sostén de mi vida durante más de treinta años -dijo Theobald cuando todo había terminado-, pero yo no quería prolongar su existencia.

Y hundió su rostro en su pañuelo para ocultar su falta de emoción.

Ernest regresó a la ciudad el día siguiente de la muerte de su madre, y volvió para el funeral, acompañado por mí. Tenía mucho interés en que yo viese a su padre para disipar cualquier duda con respecto a las intenciones que en su día había expresado la señorita Pontifex. Además, yo era un amigo tan antiguo de la familia que mi presencia en el funeral de Christina no iba a sorprender a nadie. A pesar de todos sus defectos, ella siempre me había caído bien. Habría sido capaz de cortar a Ernest en trocitos con tal de satisfacer cualquier capricho de su marido, pero no por nadie más. Además, siempre que no la contradijera, le había tenido mucho cariño a su hijo mayor. Su carácter, por naturaleza, era más tranquilo y más deseoso de agradar que de enfrentarse con nadie. Por otro lado, siempre estaba dispuesta a hacer una buena acción, si no le costaba demasiado esfuerzo ni le suponía gastos a Theobald. Con el dinero que manejaba, que no era mucho, era algo más generosa, y siempre estaba dispuesta a dar lo que fuera una vez se hubiera reservado lo que le iban a costar sus vestidos. Cuando Ernest me describió su final, no pude evitar sentir lástima por ella, casi tanta como la que sintió su propio hijo. Por consiguiente, acepté inmediatamente acudir a su funeral, quizá también motivado por el deseo de ver a Charlotte y a Joey, personajes que me despertaron gran curiosidad después de oír lo que Ernest me había contado.

Encontré a Theobald con muy buen aspecto. Todo el mundo alabó su entereza, e incluso él mismo agitó la cabeza una o dos veces para decir que su esposa había sido el consuelo y el sostén de su vida durante más de treinta años, pero ahí quedó todo. Prolongué mi estancia hasta el día siguiente, que era domingo, y me marché aquella mañana tras haber hablado con Theobald tal como su hijo quería. Theobald me pidió ayuda para escribir el epitafio de Christina.

- Yo diría -me dijo- lo menos posible. Los elogios a un fallecido son, en la mayoría de los casos, tan innecesarios como falsos. El epitafio de Christina no debería ser ni una cosa ni la otra. Yo incluiría, simplemente, su nombre, las fechas de su nacimiento y muerte, y, por supuesto, que fue mi esposa. Finalmente, metería un texto muy simple, tal vez su preferido, porque es muy apropiado: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios»

[137].

Convine con él en que esto era lo que debía hacerse, y así quedó decidido. Ernest fue enviado a encargar la lápida al señor Prosser, el marmolista de un pueblo cercano, quien dijo, al oír la frase, que era una cita de las benaventuranzas.