CAPÍTULO XXXVI

Se enviaron cartas a los hermanos de la señorita Pontifex, y todos ellos aparecieron enseguida en Roughborough. Pero Alethea comenzó a delirar antes de que llegaran, y casi me alegro de que fuera así, porque tuvo paz en sus últimos momentos.

Yo los conocía de toda la vida, como sólo se conocen los que han jugado juntos de pequeños, y sabía cómo todos ellos -quizá Theobald menos, pero todos, en mayor o menor medida- le habían hecho la vida imposible a su hermana hasta que la muerte de su padre la hizo dueña de su propio destino. Por eso, me desagradó verlos llegar uno tras otro a Roughborough y preguntar si su hermana había recobrado la conciencia lo bastante para poder verlos. Sabían que mandó llamarme nada más sentirse enferma, así como que yo había permanecido en Roughborough, y reconozco que me enfadó el aire mezclado de sospecha, desafío y curiosidad con que me miraron. Todos, excepto Theobald, me habrían abierto en canal si no hubiesen creído que yo sabía algo que todos ellos deseaban saber y que podría comunicarles, porque era evidente que yo tenía algo que ver con la elaboración del testamento de su hermana. Ninguno sospechaba cuáles eran sus términos reales, aunque creo que temían que la señorita Pontifex dejara su dinero a instituciones públicas. John me dijo, en su tono más educado, que creía recordar que su hermana iba a dejar dinero para fundar un centro de asistencia a autores dramáticos que pasasen penurias económicas, a lo que yo no contesté, lo cual, seguramente, acrecentó aún más sus sospechas.

Cuando sobrevino el desenlace, hice que el abogado de la señorita Pontifex comunicase por carta a todos sus hermanos a quién le había dejado su dinero. Todos se sintieron, naturalmente, muy enfadados, y regresaron a casa sin asistir al funeral y sin despedirse de mí. Esto fue probablemente lo mejor que podía ocurrir, porque su comportamiento me irritó tanto que casi me reconcilié con el testamento de Alethea por las iras que había desatado. Pero, aparte de este detalle, yo no debía sentirme contento, en primer lugar porque dicho testamento me ponía en una posición que todos los demás habían tenido mucho cuidado de evitar y, en segundo, porque me adjudicaba una importante responsabilidad. De todos modos, ya me era imposible evitarlo, y lo único que podía hacer era dejar que las cosas siguieran su curso.

La señorita Pontifex había expresado su anhelo por ser enterrada en Paleham de modo que, unos días después, hice transportar el cuerpo hasta allí. Yo no acudía a Paleham desde la muerte de mi padre, acaecida unos seis años antes. Quise volver en varias ocasiones, pero no lo hice, aunque mi hermana sí había ido dos o tres veces. No podía soportar ver la casa que fue mi hogar durante tantos años de mi vida, en manos de extraños; tocar ceremoniosamente una campana que, de niño, sólo había tocado para gastar bromas; sentir que ya no tenía nada que ver con un jardín en el que, en mi infancia, había cogido ramos de flores, y que me parecía todavía mío tantos años después; ver las habitaciones, desprovistas de objetos familiares, extrañas a pesar de conocerlas tan bien. Si el caso lo hubiese requerido, me habría tomado todas estas cosas con mayor naturalidad y, sin duda, me habrían parecido peores al imaginármelas que en la realidad pero, al no tener motivos para ir a Paleham, había podido evitar el trance hasta entonces. Ahora, sin embargo, mi presencia era necesaria, y confieso que nunca me sentí más abatido que cuando llegué acompañando el cadáver de mi compañera de juegos infantiles.

Encontré el pueblo más cambiado de lo que había imaginado. El ferrocarril ya llegaba hasta allí, y en el lugar donde había estado la casita de los señores Pontifex se alzaba una flamante estación de ladrillo amarillo. No quedaba nada de entonces, excepto el taller de carpintería. Vi muchos rostros conocidos pero, aunque sólo habían pasado seis años, todos parecían haber envejecido mucho. Algunas personas de las más ancianas habían muerto, siendo sustituidas por otras menos ancianas, que también iban envejeciendo rápidamente. Yo me sentía como el niño del cuento que se despierta después de dormir siete años. Todo el mundo pareció alegrarse de verme, aunque yo no les diera ningún motivo especial para ello, y aquellos que recordaban a los señores Pontifex los mencionaron con cariño, y expresaron gran satisfacción al conocer el deseo de su nieta de ser enterrada cerca de ellos. Al entrar en el cementerio me detuve a la luz del crepúsculo de una tarde gris y tormentosa en el lugar, cercano a la tumba de la señora Pontifex, que había escogido para Alethea. Entonces recordé todas las veces que ella, que iba a yacer allí desde entonces, y yo, que seguramente yacería un día en algún lugar, aunque no sabía ni dónde ni cuándo, jugamos en aquel mismo sitio cuando, en nuestra infancia, éramos compañeros inseparables. A la mañana siguiente, la acompañé a su tumba y, poco tiempo después, hice erigir una sencilla lápida en su memoria, tan parecida a las de sus abuelos como me fue posible encontrar. En ella sólo hice inscribir las fechas de su nacimiento y de su muerte, y una frase que decía que la lápida había sido erigida por alguien que conoció y amó a la difunta. Como conocía su afición a la música, por un momento pensé inscribir también una melodía, si podía encontrar alguna que fuera bien con su carácter, pero como sabía cuánto le habría desagradado que su lápida contuviese algo singular, al final no lo hice.

No obstante, antes de llegar a esta conclusión, se me ocurrió que Ernest podría ayudarme a encontrar dicha melodía, y le escribí, mencionándoselo. Obtuve la siguiente respuesta:

Querido padrino:

Te envío la mejor melodía que se me ocurre. Es el motivo principal de la última de las seis grandes fugas de Haendel, y es así:

Sería más apropiada para un hombre que para una mujer, especialmente para un hombre muy afligido por la vida, pero no se me ocurre nada mejor. Si no te parece adecuada para tía Alethea, me la reservaré para mí. Afectuosamente,

Tu ahijado,

ERNEST PONTIFEX

¿Era éste el mismo muchacho que podía comprar caramelos por dos peniques pero no por dos peniques y medio? ¡Pero bueno, pensé para mis adentros, cómo nos contrarían estos niñatos! ¡Elegir su propio epitafio a los quince años, y uno apropiado para un hombre «muy afligido por la vida» y cosas así! ¡Pero si le habría venido bien al propio Leonardo da Vinci! Entonces me pareció un jovenzuelo mequetrefe y engreído, lo que, sin duda, era, como tantos otros a la edad que entonces tenía Ernest.