CAPÍTULO XXXVIII

Aunque, por este motivo, Ernest cayó en desgracia desde el comienzo de las vacaciones, de pronto ocurrió un incidente que le llevó a cometer faltas comparadas con las cuales todos sus pecados previos eran veniales.

Entre los criados de la casa se encontraba una muchacha notablemente hermosa llamada Ellen. Había nacido en Devonshire y era hija de un pescador que se ahogó cuando ella era muy pequeña. Su madre tenía una tienda en el pueblo donde vivían, de la que obtenía justo lo necesario para vivir. Ellen permaneció con ella hasta cumplir catorce años, edad a la que empezó a trabajar de criada. Cuatro años después, cuando tenía dieciocho años, alguien se la recomendó vivamente a Christina, que entonces necesitaba una doncella, y en aquel momento llevaba sirviendo en Battersby casi un año.

Como he dicho, la muchacha era notablemente hermosa. Tenía un aspecto saludable en extremo, buen carácter y una expresión de serenidad en el rostro que cautivaba a todos los que la miraban. Parecía como si las cosas siempre le hubiesen ido bien, y le fueran a ir de igual modo; como si ninguna combinación posible de circunstancias le pudiera poner de mal carácter o estropear sus relaciones con los demás. Su cutis era limpio, de mejillas altas; sus ojos, grises y bonitos; sus labios, gruesos y quietos, parecidos a los de una esfinge egipcia. Cuando supe que había nacido en Devonshire, imaginé que por sus venas corría algo de sangre del lejano Egipto, porque conocía la historia, posiblemente carente de todo fundamento, de que los egipcios habían establecido asentamientos en las costas de Devonshire y de Cornwall antes de la llegada de los romanos a Inglaterra. Su pelo era castaño oscuro y su figura, de altura mediana, perfecta, tirando un poco a la robustez. Vista en su conjunto, era una de esas muchachas ante las que uno se sorprende de que sigan solteras una semana o unos días más.

Su cara (como todas las demás, aunque a veces sean engañosas) era un justo exponente de su naturaleza. Era la bondad personificada, y todos los habitantes de la casa la querían, incluso Theobald, a su modo. En cuanto a Christina, que se había tomado un gran interés por ella, la puso a servir en el comedor dos veces a la semana y la preparó para su confirmación (pues, por algún motivo, nunca había sido confirmada) enseñándole cosas sobre la geografía de Palestina y los viajes de san Pablo por Asia Menor.

Cuando el obispo Treadwell se desplazó a Battersby para celebrar confirmaciones (Christina se salió con la suya: el obispo durmió en Battersby, ella le preparó una estupenda cena, y lo llamó varias veces Milord), le impresionó tanto el hermoso rostro y el porte recatado de Ellen, al imponerle la mano, que le preguntó a Christina por ella. Cuando ésta le dijo que era una de sus criadas, el obispo pareció alegrarse mucho de que una muchacha tan bonita se encontrase en una situación tan favorable, o al menos eso es lo que ella creyó o quiso creer.

Ernest se levantaba temprano cuando estaba de vacaciones para tocar el piano antes del desayuno sin molestar a. sus padres o, mejor dicho, para no ser molestado por ellos. Ellen barría el suelo y quitaba el polvo de la sala de estar casi todos los días, mientras él tocaba, y el muchacho, que hacía amigos enseguida, enseguida le tomó un gran aprecio. Aunque, por lo general, no era demasiado sensible a los encantos del bello sexo, la verdad es que apenas había tratado con mujeres, exceptuando a sus tías Allaby, a su tía Alethea, a su madre, a su hermana Charlotte y a la señorita Jay. A veces, también había tenido que quitarse el sombrero para saludar a las señoritas Skinner, sintiendo en esos momentos enormes ganas de ser tragado por la tierra, pero su timidez se evaporó en el caso de Ellen, y los dos se hicieron grandes amigos.

El hecho de que Ernest pasara en casa sólo cortas temporadas fue positivo en este caso, aunque su afecto, que era sincero, era más bien platónico. El muchacho no era sólo inocente, sino lamentablemente -yo podría decir que, incluso, criminalmente- inocente. Su predilección por ella se basaba sobre todo en que nunca le regañaba, sino que siempre le sonreía y era simpática con él. Además, le oía tocar, lo que le motivaba para tocar mejor. El acceso matutino al piano era el mejor aliciente que tenían las vacaciones a los ojos de Ernest, porque en el instituto no podía disponer de un piano excepto, de modo casi subrepticio, en casa del señor Pearsall, el vendedor de partituras musicales.

Al regresar aquellas vacaciones, Ernest se sorprendió al ver a su amiga pálida y enferma. Había perdido todo su optimismo, sus mejillas ya no eran rosáceas, y parecía a punto de estropearse para siempre. Le contó que estaba muy preocupada por su madre, que estaba mal de salud, y que temía que muriera muy pronto. Christina también notó dicha transformación.

- Siempre he dicho -dijo- que las muchachas de aspecto saludable y buen color son las primeras en estropearse. Le he dado un purgante y polvos James una y otra vez y, aunque ella no quiera, voy a decírselo al doctor Martin en cuanto venga por aquí.

- Muy bien, querida -respondió Theobald.

De modo que, en cuanto apareció el doctor Martin, llamaron a Ellen para que la examinara. El doctor Martin descubrió enseguida lo que para Christina también debía haber sido obvio, si pudiese haber concebido tal enfermedad en una criada que vivía bajo el mismo techo que Theobald y ella misma, cuya purísima vida conyugal debía haber protegido a todas las personas no casadas que se acercaban a ellos de cualquier posible infortunio.

Haendel cae pocas veces en trampas, pero recuerdo un caso que, a pesar de su excelencia como poeta, le pilló desprevenido. Ocurre en la tonada «How willing my paternal love» de Sansón. Aquí, Manóaj, el padre de Sansón, nos cuenta lo bueno que es su hijo, y lo poco que sufre por ser ciego porque Manóaj ve perfectamente bien. Esto, asegura, debía bastarle a Sansón:

Though wandering in the shades of night

While I have eyes, he needs no light

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Ésta es exactamente la teoría que sostienen todos los padres británicos. No me extraña que las hijas de Milton no lo quisieran. Nunca he podido comprender cómo Haendel no vio ni señaló el humor de este pasaje con aquella ironía tan exquisita que aparece por otros sitios en Sansón, y que nadie ha logrado trasladar a la música tan bien como él. Haendel trata estos dos versos con gran patetismo, y he buscado en vano algún rastro de sentimientos contrarios en párrafos vecinos. Supongo que la explicación es que él perdió a su propio padre cuando tenía seis años, se hizo independiente a los quince, si no antes, y nunca se casó, de modo que sus ideas acerca de la vida familiar procedían principalmente de las descripciones de los poetas. Tampoco en la tonada «Such tears as tender fathers shed» pone énfasis alguno en la palabra such. De todo esto, podemos concluir que ni siquiera Haendel es capaz de escribir sobre cosas que no entiende.

Sea como fuere, cuando supo que Ellen iba a ser madre a los tres o cuatro meses, la bondad natural de Christina la habría llevado a tratar el caso del modo más clemente posible, de no sentirse aterrada ante la posibilidad de que cualquier muestra de piedad por parte de ella o de Theobald pudiera interpretarse como tolerancia ante una falta tan grave, aunque fuera parcial. De modo que se apresuró a pensar que lo único que podía hacer era pagarle a Ellen lo que le debía y ponerla inmediatamente de patitas en la calle, alejándola de una casa que era famosa especialmente por su pureza en la ciudad donde se situaba. Cuando se puso a pensar en la temible contaminación que la presencia continua de Ellen podría ocasionar en sólo una semana, no lo dudó ni un momento.

Entonces surgió la pregunta -¡terrible pensamiento!- de quién había sido participe del pecado de Ellen. ¿Podría ser su propio hijo, su querido Ernest? En aquellos tiempos, Ernest se estaba convirtiendo en un mocetón. Christina podía comprender que cualquier mujer se sintiera atraído por él y, en cuanto al muchacho, estaba seguro de que sentía lo mismo que los demás por los encantos de una joven hermosa. Mientras fuera inocente, todo esto no le importaba pero… ¿y si era culpable?

No podía soportar ni siquiera pensarlo aunque, después de todo, no enfrentarse directamente con el asunto era pura cobardía. Su esperanza estaba en el Señor, y estaba dispuesta a soportar alegremente y a aprovechar cualquier sufrimiento que Él hubiera decidido enviarle. Ellen iba a tener un niño o una niña, esto también era evidente. Pero lo que no estaba tan claro era que, si era niño, se pareciera a Theobald y, si era una niña, a ella. Los parecidos, físicos o mentales, por lo general se saltaban una generación. La culpa de los padres no debía ser compartida por los hijos inocentes de la pasión. ¡Oh no! Y un niño como éste sería… Se sumergió, una vez más, en uno de sus delirios.

El niño estaba a punto de ser consagrado como arzobispo de Canterbury cuando Theobald regresó de una visita parroquial y fue informado del traumático descubrimiento.

Christina no mencionó a Ernest, y creo que se sintió más que medio aliviada cuando les echaron la culpa a otros. Se consoló fácilmente, sin embargo, recurriendo a un doble pensamiento: primero, que su hijo era todavía puro y, segundo, que estaba segura de que no lo sería si careciera de convicciones religiosas, que lo habrían detenido, como era de esperar.

Theobald se mostró de acuerdo en que, sin pérdida de tiempo, Ellen recibiera el dinero que se le debiera y se marchara. Así se hizo, y menos de dos horas después de haber sido examinada por el doctor Martin, Ellen estaba sentada junto a John, el cochero, con la cara tapada para que nadie pudiera reconocerla, llorando amargamente de camino a la estación.