CAPÍTULO XLVI

Cuando Ernest estaba en tercer curso, se fundó una revista en Cambridge escrita exclusivamente por estudiantes de los primeros años. Ernest publicó un ensayo sobre teatro griego que se ha negado a dejarme incluir aquí sin reeditarlo previamente. Por tanto, no he podido reproducirlo en su forma original. Desprovisto de redundancias (que es lo único en que ha consistido la reedición), dice lo siguiente:

«No voy a intentar, en el espacio que me ha sido asignado, resumir el surgimiento y desarrollo del teatro griego, sino que me limitaré a discutir si la reputación de la que disfrutan los tres trágicos griegos más importantes, Esquilo, Sófocles y Eurípides, se mantendrá como hasta ahora, o si algún día se estimará que han sido sobrevalorados.

»Me pregunto por qué hay tantas cosas que puedo admirar sin ningún esfuerzo en las obras de Homero, Tucídides, Herodoto, Demóstenes, Aristófanes, Teócrito, varios escritos de Lucrecio, y las sátiras y epístolas de Horacio, por no hablar de otros escritores de la antigüedad, y por qué rechazo las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides, incluso aquéllas más admiradas por todo el mundo.

»Con los escritores que he mencionado en primer lugar, me siento en manos de hombres que sienten, si no como yo, al menos de forma que yo puedo entender, y que me provocan interés por cómo sentían. Por los segundos, guardo tan poca simpatía que me es imposible entender porqué despiertan tanto interés. Sus producciones más sublimes me parecen tan aburridas, pomposas y artificiales que pienso que, si se publicaran ahora por primera vez, fracasaban o serían muy maltratadas por los críticos. Me gustaría saber quién es el responsable de todo este asunto, y si parte de la culpa no la tienen los propios trágicos.

»¿Cuánto gustaban de verdad a los atenienses estos escritores, y cuántas ovaciones se debían sólo a la moda o a la afectación? ¿Hasta qué punto la admiración por los trágicos ortodoxos no ocupaba el mismo lugar que, entre nosotros, ocupa el ir a la iglesia?

»Se trata de una pregunta osada, considerando la opinión reinante durante más de dos mil años, y yo no me habría permitido plantearla si no me la hubiera sugerido alguien cuya reputación es tan elevada como la de los propios trágicos, es decir, Aristófanes.

»Los números, el peso de la autoridad y del tiempo, han contribuido a situar a Aristófanes en un puesto tan elevado de la escena literaria como el de cualquier escritor de la antigüedad, con excepción, quizá, de Homero, pero él nunca esconde su odio cordial hacia Eurípides y Sófocles, y sospecho que elogia a Esquilo únicamente para poder criticar a los otros dos con mayor impunidad. Porque, después de todo, no hay tantas diferencias entre Esquilo y sus sucesores como para valorarlo tanto a él y tan poco a los otros, y los ataques a Esquilo que Aristófanes pone en boca de Eurípides son demasiado buenos como para haber sido escritos por un admirador.

»Puede observarse que, mientras Eurípides acusa a Esquilo de tener un estilo "amazacotado y verborreico", que yo supongo que significa grandilocuente y proclive a la arrogancia, Esquilo critica a Eurípides por ser un "recolector de cotilleos, descriptor de mendigos y un remiendatrapos", de lo que se deduce que estaba más cerca de la vida de sus contemporáneos que el propio Esquilo. Sucede, sin embargo, que una versión fiel de la vida contemporánea es la cualidad que más interés otorga a cualquier obra de ficción, tanto en literatura como en pintura, y una consecuencia lógica de este hecho es que, mientras sólo nos han llegado siete obras de Esquilo y otras tantas de Sófocles, tenemos nada menos que diecinueve de Eurípides.

»Lo que sigue es una digresión. La cuestión que se nos plantea es si a Aristófanes le gustaba realmente Esquilo o si únicamente lo fingía. Debe recordarse que las pretensiones de Esquilo, Sófocles y Eurípides por ser considerados los clásicos más sublimes no se ha cuestionado nunca, al igual que los italianos de hoy reconocen a Dante, Petrarca, Tasso y Ariosto como sus poetas más excelsos. Pero si nos imaginamos a algún escritor ingenioso y simpático, por ejemplo de Florencia, a quien le aburren todos los poetas que yo he mencionado, es muy probable que nunca admita que no le gusta ninguno de ellos. Quizá opte por decir que veía algo en Dante, que es el más fácil de idealizar por ser el más remoto. Y para ganarse las simpatías de sus conciudadanos, se esforzará por citarlos más de lo que le dicten sus propios instintos. Igualmente, a un inglés de hoy le resultaría tan peligroso como a Aristófanes decir que tiene muy mala opinión de los dramaturgos isabelinos, si no añade el matiz. de que, al menos, le gusta alguno. Y, sin embargo, ¿a cuántos de nosotros les gustan de verdad los dramaturgos isabelinos, excepto Shakespeare? ¿Son en realidad algo más que struldbrugs

[70] literarios?

»Deduzco, pues, que a Aristófanes no le gustaba ningún trágico y que, sin embargo, nadie podrá negar que este escritor punzante, ingenioso y descarado sabía juzgar el valor y la belleza de un autor de tragedias tan bien como la mayoría de nosotros. El tenía, además, la ventaja de poder comprender totalmente el punto de vista por el que los trágicos deseaban ser valorados. Y ¿a qué conclusión llega? Básicamente, a que son un fraude, o algo así. Por mi parte, estoy plenamente de acuerdo con él. Confieso libremente que, con la excepción quizá de algunos salmos de David, no conozco otras obras que merezcan tan poco la reputación de que gozan. No sé si me importará que mis hermanas las lean, pero lo cierto es que yo me cuidaré mucho de no leerlas nunca.»

Esta última referencia a los salmos era terrible, y hubo una gran discusión con el editor sobre si debía o no ser suprimida. El propio Ernest se asustó, pero una vez le había oído a alguien decir que los Salmos eran bastante malos en su gran mayoría y, cuando los leyó más atentamente, decidió que no podía haber dos opiniones iguales sobre el mismo asunto. De modo que se apropió del comentario y lo hizo pasar como suyo, concluyendo que, probablemente, estos salmos no fueron escritos por David, sino que se colaron con los demás por error.

Este ensayo, quizá por la referencia a los salmos, provocó una gran sensación y fue, por lo general, muy bien recibido. Los amigos de Ernest lo elogiaron mucho más de lo que se merecía, y él mismo se sintió muy orgulloso de haberlo escrito, aunque no se atrevió a mostrarlo en Battersby. Sabía que ya había agotado su inspiración, pues ésta era la única idea que tenía (yo estoy seguro de que más de la mitad se la había oído decir a otras personas) y ya no le quedaba ninguna más. Su castigo fue que obtuvo una pequeña reputación, que a él le parecía mucho mayor de lo que era, y que sabía que no podría durar. Pocos días después, el ensayo se convirtió en una molesta carga que debía soportar mediante todo tipo de intentos vanos por mantener su triunfo; intentos que, como podemos imaginar, resultaron todos desastrosos.

Lo que no sabía era que si esperaba, escuchaba y observaba, posiblemente se le ocurriría otra idea algún día, y que ésta, a su vez, le sugeriría otras. Ni tampoco que no hay nada peor para atrapar ideas que ir a buscarlas expresamente. La única manera de atraparlas es estudiar algo que a uno le guste, y anotar todo lo que se te vaya ocurriendo en un cuaderno pequeño que puedas guardarte en el bolsillo del chaleco, ya sea durante el propio estudio o después. Ahora es cuando Ernest se ha percatado de esto, pero le costó mucho enterarse, porque es algo que no enseñan ni en institutos ni en universidades.

Otra cosa que no sabía es que las ideas, igual que los seres vivos en cuyas mentes surgen, deben ser engendradas por padres que no sean muy distintos entre sí, pues incluso las más originales difieren escasamente de los padres que les dieron la vida. La vida es como una fuga, en la que todo surge del mismo tema, sin que haya nada nuevo. Tampoco era capaz de ver lo difícil que es decir dónde termina una idea y empieza otra, al igual que es difícil precisar dónde termina o comienza una vida, una acción, o, en realidad, cualquier cosa, al haber unidad a pesar de la infinita variedad, y variedad infinita a pesar de la unidad. Pensaba que las ideas entraban en las mentes de las personas por germinación espontánea, sin derivar de los pensamientos de otros ni de la observación pues, hasta entonces, creía en el genio, y sabía muy bien que él no lo era, sobre todo si se trataba del elevado frenesí que él imaginaba.

Poco antes de este episodio, Ernest alcanzó la mayoría de edad y Theobald le entregó su dinero, que ascendía a 5.000 libras, las cuales, invertidas al cinco por ciento, le reportaban una renta de 250 libras al año. No obstante, fue incapaz (no podía, pues se trataba de algo muy ajeno a su experiencia) de apreciar que era totalmente independiente de su padre hasta mucho tiempo después. Tampoco Theobald cambió su trato hacia él. El vínculo entre padre e hijo, provocado por el hábito y la asociación, era tan fuerte, que el uno pensaba que seguía teniendo todo el derecho a mandar, y el otro, que tenía tan poco derecho como siempre a oponerse.

Durante el último año en Cambridge, trabajó duramente con el fin de cumplir los deseos de su padre, pues en realidad no había motivo alguno para que tratara de obtener calificaciones tan altas, excepto que su padre insistía en que debía conseguirlas. Se puso tan enfermo que incluso dudó si podría examinarse, pero al final pudo hacerlo. Cuando se publicaron las primeras calificaciones, estaba en un puesto que ni él ni nadie más podía esperar: entre los tres o cuatro primeros de matemáticas y, pocas semanas después, en el grupo segundo de la segunda clase de lenguas clásicas. Aunque todavía estaba enfermo cuando llegó a casa, Theobald le hizo repasar todos los exámenes con él, y reproducir en lo posible sus respuestas. Y como le quedaba tan poco ánimo y estaba metido en un agujero tan profundo, durante aquella estancia se pasó varias horas al día estudiando lenguas clásicas y matemáticas, como si aún no hubiera obtenido su título.