CAPÍTULO XV
El himno atrajo mi atención y, cuando terminó, tuve tiempo de observar a los congregados. Casi todos eran agricultores, personas gruesas y acomodadas, algunos de los cuales venían con sus esposas e hijos desde granjas lejanas, situadas a dos y tres millas de distancia. Odiaban el papismo y todo lo que sonara a papista. Eran individuos bondadosos y sensatos, que detestaban todo tipo de teorías y cuyo ideal era mantener el status del que gozaban. Quizá todavía recordaban con cariño los tiempos de guerra, consideraban injusto no poder controlar el buen y el mal tiempo, y deseaban precios más altos y salarios más bajos. En todo lo demás, eran la mar de felices cuando las cosas cambiaban poco, pues toleraban lo que les era familiar, aunque no les gustara, mientras que odiaban todo lo que no era así. Se habrían horrorizado por igual de ver que alguien ponía en duda la religión cristiana como de que alguien la practicase.
- ¿Qué tiene en común Theobald con sus feligreses? -me preguntó Christina una vez, mientras hablábamos una tarde en que su marido estaba ausente-. La verdad es que no debería quejarme, pero te aseguro que me entristece ver a un hombre de la capacidad de Theobald perder el tiempo en un sitio como éste. Si estuviésemos en Gaysbury, donde viven la familia A, la B, la C y lord D, todos muy cerca, como sabes, no me sentiría como en un desierto pero, en fin, supongo que esto también tiene algo bueno -añadió, un poco más contenta-, pues, además, el obispo nos visitará cuando venga, mientras que si estuviésemos en Gaysbury sólo visitaría a lord D.
Quizá esto sea suficiente para hacerse una idea del lugar en el que se desarrollaba la vida de Theobald y el tipo de mujer con el que se había casado. En cuanto a sus propios hábitos, le veo caminar por caminos enlodados y cruzar las amplias extensiones de prados por donde merodean los chorlitos para visitar a la esposa moribunda de un labrador. Le lleva carne y vino de su propia mesa, y no poca, sino una ración generosa. También, de acuerdo con sus principios, le administra lo que a él le gusta denominar consuelo espiritual.
- Me temo que voy a ir al Infierno, señor -dice la enferma, casi aullando-. Oh, señor, sálveme, sálveme. No deje que vaya allí. ¡No podría soportarlo, señor! ¡Me moriría de miedo! ¡Tan sólo pensarlo me produce escalofríos!
- Señora Thompson -le dice Theobald con gravedad-, debe tener fe en la preciosa sangre de nuestro Redentor. Sólo Él puede salvarla.
- Pero… ¿está usted seguro, señor, de que El va a salvarme? -le dice, mirándolo fijamente-. Porque no he sido una mujer buena, la verdad es que no… ¡Ojalá Dios diga claramente con Su boca «¡Sí!» cuando yo le pregunte si mis pecados me son perdonados!
- Pero le van a ser perdonados, señora Thompson -dice Theobald con severidad, porque ya ha pasado por esto muchas otras veces y porque lleva soportando los lamentos de la desgraciada mujer más de un cuarto de hora. Entonces pone fin a la conversación rezando oraciones de la «Visita a los enfermos»
- Señor, ¿no podría decirme que no va haber un Día del Juicio Final, y que el Infierno no existe? -exclama lastimosamente, al ver que él se dispone a marcharse-. No me importa que no haya Cielo, pero no puedo con el Infierno.
Theobald se queda totalmente boquiabierto.
- Señora Thompson -vuelve a decir, impresionado-. Le ruego que no tenga dudas en lo que respecta a estas dos piedras angulares de nuestra religión, y más en un momento como éste. No hay nada más cierto que un día compareceremos ante Cristo para ser juzgados, y que los malos se consumirán en un lago de fuego eterno. Si pone esto en duda, señora Thompson, está perdida.
La pobre mujer hunde su cabeza, que está ardiendo de fiebre, dentro del cobertor, sumida en un paroxismo de miedo hasta que, por fin, encuentra algún alivio al derramar algunas lágrimas.
- Señora Thompson -dice Theobald, ya con la mano en el pomo de la puerta-, serénese, cálmese. Debe creer en mis palabras: El día del Juicio Final, sus pecados serán lavados por la sangre del Cordero. Sí, aunque sean rojos como la púrpura -exclama en tono de enfado-, vendrán a ser blancos como la lana
Y sale tan pronto como puede del fétido olor de la casucha hasta alcanzar el aire puro del exterior. ¡Qué contento está de que el encuentro haya acabado!
Vuelve a casa, consciente de haber cumplido con su deber, por haber administrado los consuelos de la religión a una pecadora moribunda. Su esposa, que lo admira, le espera en la casa, y le asegura que nunca hubo un sacerdote tan entregado al bienestar de su rebaño. Él la cree, su tendencia natural es creer todo lo que se le dice y, ¿quién va a conocer mejor los detalles de este caso que su esposa? ¡Pobre diablo! Lo ha hecho lo mejor que puede, pero… ¿qué puede hacer un pez fuera del agua? Les ha dejado carne y sino. Eso no le cuesta ningún trabajo. Los visitará otra vez y les dejará más. Día tras día, camina por los mismos prados por donde merodean los chorlitos, y escucha la misma sarta de premoniciones, que día tras día logra acallar pero no extinguir, hasta que, al final, una misericordiosa debilidad logra que la enferma se despreocupe de su futuro, y Theobald está convencido de que, por fin, su mente descansa en paz con Jesús.