CAPÍTULO XXXIII

Al día siguiente, la señorita Pontifex regresó a la ciudad sin dejar de pensar en su sobrino y en cómo ayudarlo de la mejor manera posible. Decidió que, para serle realmente útil, debía dedicarse a él casi por entero, de modo que resolvió abandonar Londres, en principio por una larga temporada, y vivir en Roughborough, donde podría verlo de modo continuado. Se trataba de una decisión muy seria: había vivido en Londres durante los últimos doce años y era natural que le desagradara la idea de vivir en una pequeña ciudad provinciana como Roughborough.

¿Era prudente arriesgar tanto? ¿Es que las personas no deben arriesgar su suerte en este mundo? Puede alguien hacer algo por otra persona, excepto nombrarlo heredero en su testamento y morirse a continuación? La vida no es una carrera de burros en la que todo el mundo monta el burro de su vecino y gana el último. El salmista definió hace mucho una experiencia muy común, al declarar que nadie puede rescatar a su hermano ni darle a Dios su rescate, pues el precio de rescate de la vida es muy caro y ha de renunciar por siempre.

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Todas estas razones, válidas para abandonar a su sobrino a su suerte, se le ocurrieron, e incluso muchas más, pero contra ellas luchaba el afecto de una mujer por los niños y su deseo de encontrar a alguien de entre las generaciones jóvenes de su familia con quien poder establecer una mutua relación cariñosa.

Además, necesitaba a alguien a quien legarle su dinero. No estaba dispuesta a dejárselo a personas a quienes conociera poco, simplemente por ser hijos e hijas de hermanos y hermanas que nunca le habían gustado. Conocía la fuerza y el valor del dinero extraordinariamente bien, y sabía cuánta buena gente sufre y muere todos los años por no tenerlo. Era, pues, muy poco probable que nombrara ningún heredero, a menos que supiera que era honrado, bondadoso y estuviera, más o menos, necesitado. Quería dejárselo a personas dispuestas a utilizarlo con cariño y sensatez, y que supieran disfrutarlo. Si pudieran ser sus sobrinos y sobrinas, mejor, así que estaba dispuesta a realizar todos los esfuerzos necesarios para averiguarlo. Y si no la convencía ninguno de ellos, buscaría un heredero que no fuera de su propia sangre.

- Estoy segura de que me equivocaré -me dijo más de una vez-. Elegiré a cualquier niñato guapo, bien vestido y con maneras exquisitas que me engañará, y que se pondrá a pintar para la Academia, a escribir para el Times o a hacer algo horroroso en cuanto lance mi último suspiro.

Hasta entonces, sin embargo, no había hecho testamento, y era una de las pocas cosas que le preocupaban de verdad. Creo que me habría dejado casi todo su dinero si yo no la hubiera desanimado. Mi padre me dejó muy bien situado, y mi forma de vida ha sido siempre sobria, de forma que nunca he tenido preocupaciones monetarias. Además, yo tenía especial interés en no provocar ocasiones que dieran lugar a chismorreos malintencionados. Por otra parte, ella sabía muy bien que hacerme heredero de su fortuna y decírmelo era la mejor manera de debilitar los lazos que existían entre nosotros. Y a mí no me importaba oírla hablar de quién iba a ser su heredero, siempre que quedara bien claro que yo no era el elegido.

Ernest había convencido a Alethea lo suficiente para tentarla fuertemente a ocuparse de él, pero no terminó de decidirse hasta haberlo pensado durante muchos días, en los que interrumpió parte de sus actividades habituales. Por lo menos, decía, lo he meditado durante varios días, y ciertamente era así, aunque desde el momento en que ella empezó a hablar del asunto yo ya me imaginaba cómo iba a acabar.

Entonces buscó casa en Roughborough, para pasar un par de años allí. Para acallar algunas de mis objeciones, decidió mantener su apartamento de Gower Street con el fin de quedarse en la ciudad una semana cada mes, y durante la mayor parte de las vacaciones. El plazo que se dio fue de dos años, a menos que todo saliera muy bien. Para entonces, ya conocería mucho mejor el carácter del muchacho y actuaría según dictasen las circunstancias.

El pretexto que argumentó para mudarse a Roughborough fue que el doctor le había aconsejado pasar un año o dos en el campo después de tantos años en Londres, recomendándole dicho lugar por la pureza de su aire y su fácil acceso desde Londres porque, para entonces, ya se podía ir hasta allí en ferrocarril. Lo que no quería era darle a su hermano y a su cuñada ningún motivo de queja si, al tratar más a su sobrino, descubría que no podía llevarse bien con él, ni tampoco quería despertar falsas expectativas de ningún tipo en la mente del muchacho.

Tras decidir cómo iba a hacerlo todo, escribió a Theobald para decirle que iba a instalarse en Roughborough enseguida, a finales de septiembre, y mencionó, como por casualidad, que uno de los atractivos del lugar era que su sobrino estaba también allí, y que esperaba verlo con más frecuencia a partir de entonces.

Theobald y Christina sabían lo mucho que le gustaba Londres a Alethea, y pensaron que era muy extraño que se fuera a vivir a Roughborough, pero no sospecharon que lo hacía únicamente por su sobrino ni, mucho menos, que había pensado en nombrarlo su heredero. Si se lo hubieran figurado, se habrían puesto tan celosos que yo creo que hasta le habrían sugerido que se fuera a vivir a otro sitio. Sin embargo, Alethea tenía dos o tres años menos que Theobald, le quedaban unos cuantos hasta llegar a los cincuenta, y podría muy bien vivir hasta los ochenta y cinco o noventa. Era inútil preocuparse mucho por su dinero, de modo que su hermano y su cuñada la habían eliminado de sus cálculos, creyendo que si le ocurría algo mientras ellos estuvieran todavía vivos naturalmente heredarían su dinero.

No obstante, que Alethea viera a Ernest con frecuencia era un asunto delicado. Christina se olió algo desde lejos, como siempre hacía. Alethea era poco espiritual, tanto como podía serlo una hermana de Theobald. En su carta, les dijo que sabía lo preocupados que estaban los dos por el bienestar del muchacho. A Alethea le había parecido un bonito detalle, pero Christina habría deseado algo mejor y más rotundo.

- ¿Cómo va a saber lo mucho que pensamos en Ernest? -exclamó cuando Theobald le mostró la carta de su hermana-. Creo, querido, que Alethea comprendería mejor estas cosas si tuviera hijos.

Lo mínimo que podría haber dejado satisfecha a Christina era que hubiese dicho que ningún padre podía compararse con Theobald y con ella. No le quedaba claro que no pudiese surgir algún tipo de alianza entre tía y sobrino, y ni ella ni Theobald querían que Ernest tuviese aliados. Joey y Charlotte eran los únicos aliados que se merecía. Después de todo, si Alethea decidía mudarse a Roughborough, ellos no tenían medios para impedírselo, de modo que deberían sacar a este hecho el máximo partido.

Pocas semanas después, Alethea se fue a vivir a Roughborough. Encontró una casa con un huerto y un pequeño jardín que le agradó mucho. «Al menos», se dijo a sí misma, «tendré huevos frescos y flores.» Incluso pensó en comprar una vaca, pero al final decidió no hacerlo. Decoró la casa con muebles nuevos, sin traerse nada de su apartamento de Gower Street, de modo que a finales de septiembre estaba ya cómodamente instalada y empezaba a sentirse como en casa.

Una de las primeras iniciativas de la señorita Pontifex fue invitar a una docena de los muchachos más educados e inteligentes del instituto a desayunar con ella. Desde su banco de la iglesia, veía los rostros de los muchachos del último curso, y enseguida decidió a cuáles sería mejor cultivar. La señorita Pontifex, al sentarse delante de los muchachos en la iglesia y analizarlos por debajo de su velo con ojos escrutadores y según criterios femeninos, llegó a conclusiones mucho más ciertas sobre la mayoría de ellos que el propio doctor Skinner. Y una vez, hasta se enamoró de uno cuando le vio ponerse los guantes.

La señorita Pontifex, como ya he dicho, conoció a estos jóvenes por medio de Ernest y los invitó a una buena comida. Ningún muchacho puede resistirse a una buena comida si se la ofrece una mujer bondadosa y todavía atractiva. En este sentido, los muchachos son como perros: dales un hueso y te seguirán de inmediato. Alethea empleó todos los demás artificios que creyó útiles para ganar su alianza y, por medio de ésta, apoyos para su sobrino. Se enteró de que el club de fútbol pasaba por pequeñas dificultades económicas y ofreció un soberano para superarlas. Los muchachos no se le resistían, y caían uno tras otro como faisanes. Pero ella tampoco escapó indemne, porque, según me contó en una carta, media docena de ellos le rompieron el corazón.

- ¡Son mucho más agradables -dijo- y saben mucho más que aquellos que dicen enseñarles!

Creo que se ha dicho últimamente que los jóvenes y bellos son los verdaderamente viejos y expertos, en tanto que sólo ellos disponen de una memoria viva que los guía. «Todo el encanto de la juventud», se ha dicho, «reside en la ventaja que tiene sobre los mayores con respecto a la experiencia, y cuando esto se termina por algún motivo, o deja de funcionar bien, se rompe el encanto. Cuando decimos que estamos envejeciendo, deberíamos decir más bien que nos estamos haciendo jóvenes o nuevos y que sufrimos por nuestra inexperiencia, que intentamos hacer cosas que nunca antes hemos hecho y que fallamos una y otra vez hasta llegar a la pura impotencia que supone la muerte.»

La señorita Pontifex murió muchos años antes de que se escribiera el párrafo anterior, aunque ella había llegado a la misma conclusión por sus propios medios.

Por consiguiente, lo primero que hizo fue sobornar a los muchachos. El doctor Skinner fue incluso más fácil. Él y su esposa la visitaron, naturalmente, nada más establecerse en Roughborough. Ella lo aduló todo lo que pudo, hasta obtener la promesa de una copia manuscrita de uno de sus poemas menores (pues el doctor Skinner gozaba de la reputación de ser uno de nuestros poetas menores más comprensibles y elegantes) con ocasión de su primera visita. Los demás profesores y sus esposas tampoco fueron olvidados. Alethea se esforzó por agradar, como hacía en todas partes adonde iba, pues toda mujer que se lo propone, generalmente lo consigue.