CAPÍTULO XXXII
Debo volver ahora a la señorita Alethea Pontifex, de quien quizá he dicho muy poco hasta ahora, teniendo en cuenta la enorme influencia que iba a ejercer sobre el destino de mi héroe.
A la muerte de su padre, que sucedió cuando ella tenía unos treinta y dos años, dejó de vivir con sus hermanas, con las que nunca se había entendido bien, y se estableció en Londres. Estaba decidida, según decía, a ser todo lo feliz que pudiera el resto de su vida, y tenía mejores ideas para lograrlo que las demás mujeres, e incluso que muchos hombres.
Su fortuna, como va he mencionado, ascendía a 5.000 libras, que heredó de su madre, y 15.000 que le dejó su padre, cantidades sobre las que ejercía absoluto control. Este dinero le proporcionaba 900 libras de renta al año y, puesto que estaba invertido en lugares muy seguros, la señorita Pontifex no tenía problemas económicos. Estaba decidida a ser rica, de modo que se atuvo a un plan que le permitía gastar unas 500 libras al año y guardar el resto.
- Si lo consigo -decía, riéndose-, podré vivir de las rentas sin problemas.
De acuerdo con dicho plan, alquiló un apartamento sin amueblar en una casa de Gower Street cuyas plantas inferiores eran oficinas. John Pontifex insistió en que adquiriera su propia casa, pero Alethea le dijo que se metiera en sus asuntos con tal firmeza que se retiró inmediatamente. Su hermano nunca le había gustado y, desde entonces, dejó de verlo casi por completo.
Aunque no salía demasiado, tuvo ocasión de conocer a casi todos los hombres y mujeres que alcanzaron cierta posición en los ambientes literarios, artísticos y científicos. Era curioso cuánto se valoraban sus opiniones, a pesar de que nunca intentaba distinguirse en nada. Podría haberse dedicado a escribir si hubiera querido, pero disfrutaba viendo cómo otros escribían y animándolos a hacerlo más que tomando parte activa en el asunto. Quizá el mundillo literario la acogió tan bien por no dedicarse al oficio de escribir.
Yo, como ella sabía, había sido siempre un admirador suyo, uno de los muchos que podría haber tenido si hubiera querido, y a todos desanimaba de una manera que sólo pueden permitirse las mujeres con fortuna propia. Su desagrado no iba dirigido tanto a los hombres como al matrimonio y, aunque vivía de una manera que nadie podía censurar lo más mínimo, defendía a todas aquellas mujeres que el mundo condenaba con severidad siempre que la decencia se lo permitía.
En el plano religioso era, creo, tan librepensadora como podía serlo una persona que raramente pensaba en el tema. Iba a la iglesia, pero detestaba tanto a los que se manifestaban a favor de la religión como a los que defendían la postura contraria. Recuerdo una vez que trataba de convencer a un filósofo ya fallecido hoy pero entonces bien conocido, para que escribiera una novela y dejara de atacar a la religión. Al filósofo en cuestión no le gustó mucho lo que Alethea decía, e insistió en la importancia de revelar a la gente las paparruchas en que creían. Ella sonrió y dijo recatadamente:
- Tienen a Moisés y a los profetas. Que los escuchen
Y es que, a veces, se le escapaba alguna cosa malévola. Una vez me señaló una nota que había escrito en su devocionario, que hacía mención del episodio en el que Jesús viajó a Emaús acompañado de dos de sus discípulos, a quienes dijo: «Oh, hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas!»
Aunque apenas se hablaba con su hermano John, mantenía relaciones más estrechas con Theobald y su familia, e incluso pasaba unos días en Battersby cada dos años, más o menos. Alethea siempre se esforzaba por agradar a Theobald y en unir fuerzas con él cuando podía (porque los dos eran las únicas liebres de la familia, y los demás todos perros), pero todo era inútil. Creo que el principal motivo que tenía para mantener relaciones con su hermano era comprobar cómo iban sus hijos y ayudarles si lo merecían.
Cuando la señorita Pontifex visitaba Battersby, nadie le pegaba a los niños, y las clases eran mucho más fáciles que de costumbre. Ella se dio cuenta enseguida de que estaban exhaustos y no eran felices, pero apenas pudo imaginarse lo agobiante que era el régimen al que estaban sometidos. En aquel momento, sabía que no podía intervenir de modo eficaz, y se guardó sabiamente de preguntar nada. El momento de hacerlo, si alguna vez llegaba, sería cuando los niños no vivieran bajo el mismo techo que sus padres. Finalmente, decidió no ocuparse de momento de Joey ni de Charlotte y dedicarse sólo a Ernest para poder formarse una opinión acerca de su disposición y sus capacidades.
Ernest llevaba ya año y medio en Roughborough y tenía casi catorce años, de modo que su carácter ya había empezado a forjarse. Su tía, que llevaba algún tiempo sin verle, pensó que ésta era la mejor ocasión para estudiarlo, de modo que decidió viajar a Roughborough con algún pretexto que pudiera convencer a Theobald y buscar la ocasión para estar con su sobrino al menos unas cuantas horas. De este modo, en agosto de 1849, cuando Ernest iba a comenzar su cuarto cuatrimestre, un coche se detuvo en la puerta del doctor Skinner y de él bajó la señorita Pontifex, que obtuvo permiso para llevarse a Ernest a cenar con ella al hotel Swan. Él la estaba esperando porque ella le había escrito para anunciar su visita. Como no se veían desde hacía mucho tiempo, el muchacho se comportó tímidamente al principio, pero la simpatía de ella logró ganárselo muy pronto. Alethea estaba siempre tan predispuesta a favor de los jóvenes que enseguida le tomó cariño a Ernest, aunque su aspecto era menos atractivo que el que se había imaginado. Lo llevó a una pastelería y le compró todo lo que quiso tan pronto abandonaron el instituto. Ernest se dio cuenta enseguida de que Alethea era diferente a sus otras tías, las señoritas Allaby, que eran dulces y bondadosas, pero muy pobres: seis peniques de ellas equivalían a cinco chelines para Alethea. ¿Qué posibilidades tenían contra alguien que ahorraba el doble de todo lo que ellas, pobres mujeres, podían gastar?
El muchacho era muy hablador si no se sentía rechazado, de modo que Alethea lo animó a contarle todo lo que él quiso. Ernest siempre estaba dispuesto a confiar en cualquier persona que fuera amable con él, y tardó muchos años en ser más prudente en este sentido -y, a veces, dudo que sea todo lo prudente que debiera-, de modo que, en un rato, tachó a su tía de la lista de personas con las que debía mantenerse en guardia, entre las que se encontraban sus propios padres. Entonces no podía imaginarse los asuntos tan importantes que iban a depender de su actitud de aquel día. Si lo hubiera sabido, quizá no habría representado su papel tan convincentemente.
Su tía le sacó muchos más detalles de su vida en casa y en el instituto de los que a sus padres les habría gustado, y todo sin que él notara que estaba siendo sondeado. Le describió las felices tardes de domingo, y cómo él, Joey y Charlotte se peleaban a veces, pero ella no se puso de parte de ninguno y lo juzgó todo de la forma más natural. Como los demás muchachos, Ernest sabía imitar al doctor Skinner y, después de la cena y de dos vasos de jerez que lo dejaron un poco mareado, le ofreció a su tía muestras del comportamiento del doctor y lo llamó familiarmente Sam.
- Sam -dijo- es un viejo tonto y farsante.
Fue el jerez el que logró extraer esta fanfarronería porque, en cualquier situación, el doctor Skinner era una realidad ante la cual Ernest se doblegaba inmediatamente.
- Creo que es mejor no hacer ningún comentario a lo que has dicho, ¿verdad? -dijo Alethea, sonriendo.
- Supongo que no -dijo Ernest, un tanto azorado.
Una tras otra, mencionó unas cuantas mojigaterías manidas que había captado y que pensaba que eran correctas, de modo que quedó claro que Ernest, incluso a tan tierna edad, creía en sí mismo con un convencimiento que resultaba divertido por lo absurdo que era. Su tía lo juzgó con toda la misericordia que pudo, pues sabía perfectamente de dónde procedían. Al comprobar que ya se le había soltado la lengua suficientemente, dejó de darle más jerez.
Fue después de la cena, sin embargo, cuando el muchacho terminó de conquistar a su tía, quien descubrió entonces que, al igual que ella, Ernest amaba la música con pasión, especialmente la música selecta. Sabía, entonaba o silbaba todas las piezas conocidas de los grandes compositores. Era algo sorprendente para un muchacho de su edad, y resultaba evidente que se trataba de un fenómeno puramente instintivo, pues no era una disciplina tratada de modo favorable en Roughborough, donde ningún alumno era tan aficionado a la música como él. Sus conocimientos procedían, según explicó, del organista de la iglesia de Saint Michael, que acostumbraba a ensayar una tarde cada semana. Ernest oyó una vez el órgano al pasar por delante de la iglesia y se metió a escuchar al organista. Con el tiempo, éste se acostumbró a tenerlo como espectador y los dos se hicieron muy amigos.
Fue precisamente este detalle el que decidió a Alethea a ocuparse del muchacho. «Le gusta la buena música», pensó, «y odia al doctor Skinner. Es un comienzo muy prometedor.» Cuando lo dejó en el instituto aquella noche, con un soberano en el bolsillo (él sólo esperaba recibir cinco chelines), le pareció haber obtenido mucho más de lo que valía el dinero que se había gastado.