CAPITULO XI
A la mañana siguiente, mientras Theobald se encontraba en sus aposentos impartiendo una clase particular a un alumno, las señoritas Allaby se lo jugaron a las cartas en el dormitorio de la mayor de ellas.
La ganadora fue Christina, la segunda hija por casar, que entonces tenía veintisiete años de edad y que era, por consiguiente, cuatro años mayor que Theobald. Las hermanas más jóvenes se quejaron de que dejárselo a Christina era desperdiciar una oportunidad para cazar a un marido, porque ella era mucho mayor que él y no tendría ninguna posibilidad de lograrlo, pero Christina se mostró dispuesta a luchar de un modo poco habitual en ella, que era por naturaleza afable y complaciente. Su madre pensó que era mejor apoyarla, de modo que envió a las hijas más jóvenes a visitar a unos amigos que vivían lejos, y sólo permitió que se quedaran en casa aquellas de cuya lealtad no dudaba. Los hermanos ni siquiera sospecharon lo que estaba pasando y pensaron que, si alguien venía a ayudar a su padre, era porque éste realmente lo necesitaba.
Las hermanas que quedaron en casa mantuvieron su palabra y proporcionaron a Christina toda la ayuda que pudieron porque, además de jugar limpiamente, compartían la idea de que, cuanto menos tardara su hermana en conquistar a Theobald, menos tardaría su padre en traer otro diácono que, a su vez, ellas pudiesen conquistar. Todo se preparó de modo tan rápido que las dos hermanas menores estaban ya ausentes de casa cuando Theobald efectuó su segunda visita, que tuvo lugar el primer domingo posterior a la primera.
En esta ocasión, Theobald se sintió muy a gusto en casa de sus nuevos amigos, pues así era como la señora Allaby insistió en que los llamara. También le dijo que le gustaba tomarse un interés materno en los hombres jóvenes, especialmente en los sacerdotes. Theobald creyó cada palabra, al igual que había creído a su padre y a sus mayores desde que era joven. Christina se sentó junto a él en el almuerzo y jugó sus cartas de modo tan eficaz como en el dormitorio de su hermana. Sonrió (y la sonrisa era uno de sus mayores atractivos) siempre que él se dirigía a ella, y desplegó toda su candidez y todos los pequeños trucos que, según ella pensaba, más la favorecían. ¿Y quién puede reprochárselo? Theobald no era el ideal que imaginó al leer a Byron en el piso de arriba con sus hermanas, pero era real, y posible, y no tan malo como otras posibilidades. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Huir? No se atrevía. ¿Casarse con alguien por debajo de su clase social y perjudicar a su familia? Tampoco. ¿Quedarse en casa y convertirse en una solterona de la que todo el mundo se reiría? No, si podía evitarlo. Así que hizo lo único que cabía esperar de modo razonable. Se estaba ahogando, y aunque Theobald fuera sólo una brizna de paja, se iba a agarrar a ella, y así lo hizo.
Si el curso del verdadero amor nunca está libre de obstáculos, el celestineo verdadero, a veces, sí. El único motivo de queja, en este caso, es que iba demasiado lento. Theobald asumió el papel que le fue asignado con más facilidad de lo que la señora Cowey y la señora Allaby habían previsto. Lo ganaron las cualidades positivas de Christina: el alto tono moral de todo lo que decía, la dulzura para con sus hermanas, su padre y su madre, la disposición a llevar a cabo cualquier tarea que ningún otro parecía tener ganas de hacer, y su estilo enérgico. Todo ello le resultaba fascinante a un ser que, a pesar de estar poco acostumbrado a relacionarse con mujeres era, después de todo, un ser humano. Se sintió halagado por la admiración que ella le expresaba con tan franca sinceridad, sin excederse nunca, hasta creer que lo contemplaba de modo más favorable, y lo comprendía mejor que ninguna persona con la que se hubiese relacionado anteriormente, fuera de esta encantadora familia. En vez de despreciarlo, como habían hecho su padre, su hermano y sus hermanas, Christina escuchaba con gran atención todo lo que decía y se quedaba, evidentemente, con ganas de que dijera todavía más cosas. Una vez, le confesó a un compañero de la universidad que sabía que estaba enamorado porque le complacía estar con la señorita Allaby mucho más que con sus hermanas.
Además de las cualidades que ya han sido enumeradas, Christina poseía lo que todo el mundo creía que era una bellísima voz de contralto. Efectivamente era así, pues no podía subir más allá del re en la clave de sol, pero su único defecto es que no bajaba de la forma correspondiente en la de fa. En aquellos días, sin embargo, se entendía como voz de contralto incluso la de una soprano, si ésta no llegaba a las notas propias de soprano, sin que hiciera falta el timbre que hoy asignamos a las voces de contralto. Sin embargo, los registros y la fuerza que le faltaban quedaban compensados por el sentimiento con el que cantaba. Incluso había adaptado Angels ever bright and fair a un tono más bajo para poder cantarla, demostrando así, como decía su madre, tener un profundo conocimiento de las reglas de la armonía. Y ni siquiera se conformó con esto, sino que en cada pausa añadió un adorno de arpegios que iban de un lado a otro del teclado, siguiendo un método que una aya suya le enseñó una vez, de modo que, como ella misma decía, una melodía que sonaba demasiado plúmbea, tal como Haendel la dejó, había recobrado vida e interés. Dicha aya, en realidad, poseía unos conocimientos de música muy especiales, pues fue discípula del famoso doctor Clarke de Cambridge, y tocaba la obertura de Atalanta
Con todo, Theobald tardó bastante tiempo en reunir fuerzas para llegar al espinoso asunto de pedir su mano. Aunque dejaba ver signos de estar prácticamente ganado, los meses pasaban sin que hubiera petición de matrimonio. Meses en los que Theobald siguió confiando en que el señor Allaby no descubriese que, en realidad, podía encargarse de todo el trabajo sin ayuda, ni se impacientara por el número de medias guineas que estaba desembolsando. La señora Allaby, le aseguró un día que Christina era la mejor hija del mundo, y que sería un tesoro inapreciable para el hombre que se casara con ella. Theobald se hizo eco, calurosamente, de sus sentimientos pero, a pesar de acudir a la rectoría dos o tres veces a la semana, además del domingo, no la pidió en matrimonio.
- El corazón de Christina sigue libre, querido señor Pontifex -le dijo la señora Allaby otro día-. Al menos, yo creo que lo está. Y no es por falta de admiradores… ¡oh, no! Ya ha tenido una buena ración de éstos, sino porque es muy exigente y muy difícil de complacer. Estoy convencida, sin embargo, de que caería ante un hombre bueno e importante.
Y entonces se quedó mirando fijamente a Theobald, que se sonrojó. Pero pasaron más días, sin que hubiera petición de matrimonio.
En otra ocasión, Theobald se sinceró con la señora Cowey, y podemos imaginarnos la descripción de Christina que ésta le hizo. Además, probó la estratagema de los celos, apuntando la existencia de un posible rival. Theobald se alarmó mucho, o al menos pareció alarmarse, al despertarse en su pecho un pequeño y rudimentario ataque de celos. Entonces, comenzó a creer, con orgullo, que estaba enamorado, porque si no, no tenía por qué sentirse tan celoso. No obstante, siguieron pasando los días sin que hubiera petición de matrimonio.
Pero los Allaby se comportaron con gran inteligencia. Le siguieron el juego hasta cortar prácticamente su retirada, aunque él estuviera aún convencido de tenerla. Un día, aproximadamente seis meses después de que Theobald hubiese empezado sus diarias visitas a la rectoría, la conversación se deslizó por casualidad al tema de los noviazgos largos.
- A mí no me gustan los noviazgos largos, señor Allaby. ¿Y a usted? -dijo Theobald, imprudentemente.
- No -dijo el señor Allaby, en tono disgustado-. A mí, tampoco.
Y lanzó a Theobald una mirada cuyo significado entendió perfectamente, sin poder fingir. Entonces, regresó a Cambridge todo lo rápidamente que pudo y, temiendo la inminente conversación que sabía que tendría que sostener con el señor Allaby, escribió la siguiente carta, que envió aquella misma tarde con un mensajero a Crampsford. Decía así:
Querida señorita Christina,
Desconozco si alberga los sentimientos que yo siento por usted; sentimientos que he ocultado todo lo que he podido por temor a obligarla a un compromiso que, de ser aceptado, podría prolongarse durante mucho tiempo. Aunque todavía sea así, ya no puedo ocultarlos más. La amo, ardiente y devotamente, y le envío estas líneas para preguntarle si quiere ser mi esposa, porque no sé si mi lengua sería capaz de expresar adecuadamente el gran cariño que siento por usted.
»No puedo ocultar que mi corazón ha conocido el amor y la decepción. He amado antes, y mi corazón tardó años en recuperarse del dolor que sentí cuando ella me dejó por otro. Pero eso ya pasó y, al conocerla a usted, he superado aquel trance, que un día pensé que podría matarme. El dolor que pasé me ha hecho ahora un amante menos ardiente de lo que era, pero ha aumentado diez veces mi capacidad para apreciar sus encantos, y mi deseo de que se convierta en mi esposa. Por favor, respóndame con unas líneas si acepta o no mi proposición, y entrégueselas al mensajero. Si me acepta, iré enseguida y le expondré el asunto al señor y a la señora Allaby, a quienes espero poder llamar un día padre y madre.
»Debo advertirle de que, en caso de que usted consienta en ser mi esposa, pueden pasar años hasta que se consume nuestra unión porque no podré casarme hasta que la universidad me ofrezca un sueldo. Si, por esta razón, ve conveniente rechazarme, su decisión me causará pena, pero no sorpresa.
Suyo para siempre,
THEOBALD PONTTFEX
Esta carta fue todo lo que pudieron hacer por Theobald la educación recibida en el colegio privado v la universidad. El pensó, no obstante, que era bastante buena, y se felicitó en particular por su agudeza al inventarse una historia de amor anterior, tras la que pensaba escudarse si Christina se quejaba alguna vez de falta de entusiasmo en su relación con ella.
No hace falta que incluya la respuesta de Christina que, por supuesto, aceptó. La verdad es que, por mucho miedo que Theobald le tuviera al señor Allaby, no creo que hubiese tenido el coraje suficiente para pedir la mano de Christina de no estar seguro de que el noviazgo iba a ser largo a la fuerza, y que en el intervalo podrían suceder mil cosas que lo rompieran. Por mucho que a él le desagradaran los noviazgos largos en otras personas, dudo que le molestara en su propio caso. Una pareja de amantes es como el amanecer y el atardecer: algo que sucede todos los días, pero que raramente contemplamos. Theobald se hacía pasar por el amante más ardiente que uno podía imaginarse, si bien, usando una manera de hablar que entonces estaba de moda, era todo fachada. Christina estaba enamorada, aunque en realidad lo había estado veinte veces antes. Pero, con todo, Christina era impresionable, y no podía oír la palabra Missolonghi