CAPÍTULO LXXVI
El invierno fue muy duro, y Ernest sólo pudo pagar sus deudas vendiendo el piano. Al hacerlo, se deshacía del último vínculo que lo unía con su vida anterior, y se sumía de una vez para siempre en la existencia de un tendero de poca monta. En aquellos momentos, pensó que, por muy bajo que cayese, su dolor no podría durar mucho tiempo, porque entonces moriría sin remedio.
Ahora detestaba a Ellen, y la pareja vivía en una total falta de armonía. Si no hubiera sido por sus hijos, la habría dejado y se habría ido a América, pero no podía dejarlos con ella, y no habría sabido qué hacer con ellos si se los hubiera llevado con él. De no haber gastado tantas energías, posiblemente habría acabado por llevárselos, pero tenía los nervios destrozados y los días transcurrían sin que fuese capaz de hacer nada.
Aparte de las existencias de la tienda, sólo disponía de unos chelines. Si vendía sus libros de música y los muebles que le pertenecían, podría obtener entre tres y cuatro libras. Pensó en vivir de su pluma, pero había dejado de escribir hacía mucho tiempo y no le quedaba ni una sola idea en la cabeza. No veía esperanzas por ningún sitio y el final, si aún no había llegado, estaba próximo, y tendría que enfrentarse cara a cara con la pobreza. Cuando veía a gente mal vestida, o incluso descalza, se preguntaba si él mismo no se vería así en unos cuantos meses. La mano del destino, implacable e irresistible, lo había atrapado y lo iba arrastrando, poco a poco, hacia el fondo. De todos modos, aún lograba mantenerse, haciendo sus recados, comprando ropa de segunda mano y dedicándose a lavarla y a arreglarla por las noches.
Una mañana, cuando regresaba de una casa del West End donde le había comprado varios trajes a un criado, le sorprendió ver que una pequeña multitud se había congregado en torno a un espacio cercado situado sobre el césped, próximo a uno de los senderos de Green Park.
Era una agradable y dulce mañana de primavera a finales de marzo, extrañamente calurosa para la época del año, e incluso la melancolía de Ernest se había aliviado al ver el aspecto de la tierra y del cielo, pero volvió de súbito y, sonriendo tristemente, se dijo a sí mismo: «Puede que le traiga esperanzas a otros, pero para mí ya no existe ninguna».
Mientras estas palabras resonaban en su cabeza, se unió a la multitud que estaba reunida en el cercado y vio que estaban mirando a tres ovejas con tres pequeños corderos que tendrían solo un día o dos, y que habían sido aisladas para protegerlas de las demás que vagaban por el parque.
Eran unas criaturas muy bonitas, y los londinenses tienen tan pocas ocasiones de ver corderitos que no era extraño que todo el mundo se detuviera para verlos. Ernest observó que nadie estaba más pendiente de ellos que un tosco y joven empleado de una carnicería, echado sobre la cerca con una bandeja de carne sobre los hombros. Se quedó mirando al muchacho y sonriendo ante la grotesca visión que aparecía ante sus ojos, cuando observó que un hombre mayor vestido de cochero, que también se había parado a mirar los corderitos desde el otro lado de la cerca, lo miraba fijamente. Ernest lo reconoció enseguida: era John, el antiguo cochero de su padre en Battersby, a quien fue a saludar enseguida.
- ¡Señorito Ernest! -le dijo, con su fuerte, acento del norte-. ¡Precisamente esta mañana me estaba acordando de usted!
Y los dos se dieron un fuerte apretón de manos. John estaba empleado en una excelente casa del West End. Le contó que le había ido muy bien desde que había dejado Battersby, excepto los dos primeros años, durante los cuales, dijo torciendo el gesto, casi había llegado a arruinarse.
Ernest le preguntó por qué.
- Bueno, verá -respondió John-. Yo le había tomado cariño a esa muchacha, Ellen, aquella tras la que usted corrió, señorito Ernest, para darle el reloj. Supongo que no se ha olvidado de aquello, ¿verdad?
Y entonces rió.
- No sé si yo era el padre del niño que había concebido durante su estancia en Battersby, pero quizá lo fui. De todos modos, unos días después de abandonar la casa de sus padres, le escribí a Ellen a unas señas que habíamos acordado previamente para decirle que estaba dispuesto a hacer lo que tuviera que hacer, y así fue, porque me casé con ella un mes después. Pero, por amor de Dios, ¿qué le ocurre?
Al oír las últimas frases de su relato, Ernest se puso blanco y tuvo que apoyarse contra la cerca.
- John -dijo mi héroe, recobrando el aliento-. ¿Está seguro de lo que dice? ¿Está usted seguro de que se casó con ella?
- Claro que lo estoy -dijo John-. Me casé con ella en presencia del notario de Letchbury el 15 de agosto de 1851.
- Déme su brazo -dijo Ernest-, lléveme a Piccadilly y deje que coja un coche. Y si tiene tiempo, acompáñeme a ver al señor Overton, en el Temple.