CAPITULO IV

Un año o dos después, llegaron Waterloo y la Paz Europea A partir de entonces, el señor George Pontifex viajó al extranjero más de una vez. Recuerdo haber visto en Battersby, años después, el diario que escribió en su primer viaje. Es un documento muy especial. Al leerlo, pude ver que el autor, antes de empezar, decidió admirar sólo lo que él pensaba que era digno de admiración y contemplar la naturaleza y el arte sólo a través de los anteojos que le entregaban generaciones y generaciones de pedantes e impostores. La primera vez que vio el Mont Blanc, el señor Pontifex quedó sumido en un éxtasis convencional: «No puedo expresar mis sentimientos. Me he quedado boquiabierto, sin atreverme siquiera a respirar, al contemplar por primera vez la reina de las montañas. Me parece imaginar al genio sentado en este estupendo trono, muy por encima de sus ambiciosos hermanos, desafiando al universo en su solitario poder. Me sentí tan dominado por los sentimientos que casi pierdo todas mis facultades, y no pude pronunciar mi primera exclamación hasta que un torrente de lágrimas me procuró cierto alivio. Me aparté con dolor de la contemplación de este sublime espectáculo, a una distancia a la que apenas se veía (aun que me sentí como si le hubiera enviado mi alma y mis ojos)». Tras contemplar los Alpes más cerca, desde las montañas que rodean Ginebra, recorrió a pie nueve de las diez millas del camino de regreso: «Mi mente y mi corazón estaban demasiado exultantes para poder sentarme con tranquilidad, y encontré cierto alivio al extenuar mis sentimientos mediante el ejercicio». Poco después visitó Chamonix y un domingo fue a Montanvert a ver el Mer de Glace. Allí escribió los siguientes versos en el Libro de Visitantes, los cuales estimó, según dice, «apropiados para el día y para el lugar»:

Señor, cuando de tu mano estas maravillas vi,

Mi alma en sagrada reverencia se arrodilla ante ti.

Estas atroces soledades, esta quietud terrible,

Aquella sublime pirámide de nieve impoluta,

Estos picos airosos, esas llanuras amables,

Este mar donde reina un invierno eterno,

Son tus obras, y mientras las miraba,

Escuché una lengua que, en silencio, te alaba.

A algunos poetas les empiezan a temblar las rodillas después de llegar al séptimo o al octavo verso. El último pareado del señor Pontifex le costó mucho trabajo, y casi todas las palabras habían sido borradas y reemplazadas al menos una vez. En el libro de visitantes del Montanvert, sin embargo, debió verse obligado a decidirse definitivamente por una versión. Considerando los versos en conjunto, diría que el señor Pontifex tenía razón al estimarlos apropiados para el día. No quiero ser demasiado duro con el Mer de Glace, de modo que no expresaré mi opinión con respecto a si son también apropiados para el lugar.

El señor Pontifex siguió hasta el Gran San Bernardo, y allí escribió unos cuantos versos más, esta vez, me temo, en latín. También se cuidó de que el Hospicio y su emplazamiento le provocaran la impresión adecuada. «El conjunto de este extraordinario viaje parece como un sueño, especialmente su conclusión en la sociedad civilizada, alojado en un cómodo lugar situado entre las rocas más escarpadas, en medio de una región de nieves perpetuas. Saber que estaba durmiendo en un convento, que ocupaba la cama donde había dormido una persona tan destacable como Napoleón, que me encontraba en el lugar más alto habitado en el viejo mundo, y tan conocido, me mantuvo despierto largo rato.» Como contraste, voy a citar aquí un fragmento de una carta que me escribió el año pasado su nieto Ernest, de quien el lector sabrá más cosas enseguida. Dice así: «Subí al Gran San Bernardo y vi los perros». Más adelante, el señor Pontifex prosiguió su viaje hasta Italia, donde los cuadros, y otras obras de arte -al menos, aquellos que estaban de moda por aquel entonces- le provocaron apropiados paroxismos de admiración. Escribe acerca de la Galería de los Uffizi de Florencia: «He pasado tres horas esta mañana en la galería, y he decidido que si tuviera que elegir una sala de entre todos los tesoros que he visto en Italia, sería la Tribuna de esta galería. Contiene la Venus de Médicis, el Explorador, el Púgil el Fauno Danzante y un bellísimo Apolo. Son más hermosos que el Laocoonte y el Apolo de Belvedere de Roma. Contiene, además, el San Juan de Rafael y muchas otras chefs-d'oeuvre de los mejores artistas del mundo». Resulta interesante comparar la efusividad del señor Pontifex con las rapsodias de los críticos de nuestros días. No hace mucho tiempo, un escritor de gran reputación informaba al mundo de que se sentía «dispuesto a gritar de alegría» ante una estatua de Miguel Ángel. Me pregunto si gritaría de igual forma ante una estatua original de Miguel Ángel, que los críticos hubieran catalogado como falsa, o ante un falso Miguel Ángel esculpido por otra persona. Pero supongo que los pedantes con más dinero que cerebro de hace sesenta o setenta años eran muy parecidos a los de ahora.

Veamos lo que dice Mendelssohn acerca de la misma Tribuna en la que el señor Pontifex arriesgó con tanta seguridad su reputación como hombre de gusto y de cultura. Con la misma seguridad, escribe: «Luego me dirigí a la Tribuna. Esta sala es tan deliciosamente pequeña que la puedes atravesar en quince pasos y, sin embargo, contiene todo un tesoro artístico. Busqué otra vez mi sillón favorito, bajo la escultura del Esclavo afilando su cuchillo de L'Arrotino y, tras tomar posesión de él, disfruté durante un par de horas, porque con una sola mirada abarcaba la Madonna de Cardellino, el papa Julio II, un retrato de mujer de Rafael, y encima de éste una maravillosa Sagrada Familia de Perugino. Todo estaba tan cerca de mí que podría haber tocado con la mano la Venus de Médicis y, más lejos, la de Tiziano… El espacio entre ambas lo ocupan otros cuadros de Rafael, un retrato de Tiziano, un Domenichino, etc., todos ellos situados dentro de un pequeño semicírculo del tamaño de una de vuestras habitaciones. Es un lugar donde un hombre siente su propia insignificancia y donde se aprende perfectamente a ser humilde».

Pero la Tribuna resulta un lugar un poco escurridizo para que Mendelssohn analice qué es la humildad. Generalmente, cada vez que dan un paso hacia ella, se alejan otros dos. Me pregunto cuántos puntos se atribuyó Mendelssohn por haberse quedado sentado dos horas en aquel sillón, o cuántas veces miró su reloj para ver cuánto faltaba para que terminaran las dos horas. Me pregunto cuántas veces se dijo a sí mismo que él era tan importante, si se supiera la verdad, como cualquiera de los artistas cuyas obras veía ante él; cuántas veces se preguntó si algún visitante lo habría reconocido y admirado por permanecer tanto tiempo en el sillón, y cuántas veces sintió dolor por verlos pasar sin que lo reconocieran. Y quizá, si se supiera la verdad, es probable que aquellas dos horas no llegaran realmente a ser dos.

Volviendo al señor Pontifex, y a si le gustaron o no lo que él creyó que eran las obras maestras del arte griego e italiano, lo cierto es que se trajo a casa algunas reproducciones de artistas italianos, convencido, como seguramente estaba, de que resistían bien una comparación estricta con los originales. De ellas, cuando se repartió el mobiliario del padre, dos le correspondieron a Theobald, y yo las he visto muchas veces en Battersby cuando he ido a visitarlo a él y a su esposa. Una es una Madonna de Sassoferrato con un manto azul sobre la cabeza que le oculta la mitad del rostro. La otra es una Magdalena de Carlo Dolci que tiene un hermoso cabello y una jarra de mármol en las manos. Cuando yo era joven, pensaba que estos cuadros eran muy bellos pero, después de muchas visitas a Battersby, cada vez me fueron gustando menos porque veía el nombre «George Pontifex» escrito sobre ambos. Por fin, un día decidí hacer algo arriesgado y me permití criticarlos un poco, pero Theobald y su mujer me interrumpieron enseguida. A ellos no les gustaba su padre y suegro, pero lo que no podía discutirse era que había sido un hombre poderoso y capaz, ni que tuviera un gusto probado en cuestiones artísticas y literarias, y allí estaba, para demostrarlo, el diario que escribió durante su viaje por Europa. Incluiré un breve fragmento más de este diario y luego proseguiré mi relato. Durante su estancia en Florencia, el señor Pontifex escribió: «Acabo de ver al Gran Duque y a su familia pasar en dos coches de seis caballos, pero la gente se ha fijado tan poco en ellos como en mí, que soy un perfecto desconocido». No creo que nunca pensara, ni por asomo, que era un perfecto desconocido, en Florencia y en cualquier otro sitio.