CAPÍTULO XXXV

Todo fue bien durante la primera parte del semestre siguiente. La señorita Pontifex pasó la mayor parte de sus vacaciones en Londres, aunque yo también fui a verla a Roughborough, donde me alojé unos días en el Swan. Me contó muchas cosas acerca de mi ahijado por quien, a pesar de todo, yo tenía menos interés del que aparentaba. Mi principal preocupación en aquellos tiempos era, sobre todo, el teatro, y Ernest me resultaba fastidioso por absorber tanta atención por parte de su tía y hacer que pasara tanto tiempo fuera de Londres. Ya había comenzado a construirse el órgano, y el trabajo avanzó bastante durante los dos primeros meses del siguiente semestre. Ernest era más feliz que nunca, y mejoraba cada vez más. Los alumnos más destacados le prestaban más atención en consideración a su tía, y él se juntaba menos con aquellos que lo podían estropear.

Pero a pesar de todo lo logrado por la señorita Pontifex, no podía hacer desaparecer de pronto todos los efectos de la etapa de Battersby. A pesar de todo lo que Ernest temía y odiaba a su padre (aunque entonces él no era consciente de ello), se le había pegado mucho de él. Si Theobald hubiese sido más cariñoso, su hijo habría salido como él y, en poco tiempo, se habría convertido posiblemente en un pequeño mojigato de los que tanto abundan. Afortunadamente, había heredado el carácter de su madre quien, cuando no estaba asustada y no había nubes en el horizonte que pudiesen oscurecer el capricho más nimio de su esposo, era una mujer amable y bondadosa. Si no fuera porque es una fórmula horrorosa, diría incluso que era una buena persona.

Ernest había heredado tanto la afición de su madre por construir castillos en el aire como su vanidad, que es como creo que debe denominarse. Le encantaba pavonearse y, mientras consiguiera atraer la atención de los demás, no le importaba de dónde procedía ni a qué se debía. Imitaba, como un loro, todo el lenguaje de sus mayores, porque pensaba que era el correcto, y lo expresaba cuando venía a cuento y cuando no, haciéndolo pasar por el suyo propio.

La señorita Pontifex tenía la suficiente edad y experiencia para saber que éste es el modo habitual en el que incluso los grandes hombres comienzan a andar por la vida, y estaba más satisfecha con la receptividad y la capacidad de imitación de su sobrino que alarmada por lo que imitaba o reproducía.

Veía que estaba muy encariñado con ella y confiaba en este hecho más que en ninguna otra cosa. También sabía que no tenía excesivo ingenio y que sus ataques de depresión eran tan extremos como los de euforia. Su impulsividad y confianza sanguínea en cualquier persona que le sonriera amablemente o que, al menos, no fuera del todo antipática con él, le preocupaban más que cualquier otro rasgo de su carácter. Era claramente consciente de que iban a engañarlo cruelmente más de una vez, y de que pasaría mucho tiempo antes de distinguir entre amigos y enemigos. Esta constatación la convenció de la necesidad de emprender una serie de acciones que enseguida se vio obligada a adoptar.

Su salud era casi siempre excelente, y no había sufrido una enfermedad importante en toda su vida. Sin embargo, una mañana, poco después de la Pascua de Resurrección de 1850, se levantó sintiéndose seriamente enferma. Se llevaba hablando durante cierto tiempo de la existencia de una epidemia en el lugar, pero en aquellos días las medidas que debían haberse tomado en contra de la expansión de la enfermedad no eran tan obvias como lo son ahora, y nadie hizo nada. En uno o dos días, era evidente que la señorita Pontifex había contraído el tifus y que estaba peligrosamente enferma. Al saberlo, envió un mensajero a Londres y le pidió que no volviera sin que lo acompañaran su abogado y yo mismo.

Llegamos a primera hora de la tarde del día que habíamos sido convocados, y la encontramos todavía consciente y sin delirar; en realidad, la alegría con que nos recibió hacía difícil creer que pudiese encontrarse en peligro. Nos expuso enseguida sus deseos, que hacían referencia, como yo esperaba, a su sobrino, y repitió esencialmente lo que ya he dicho que le preocupaba más de él. Luego me rogó, en nombre de nuestra larga y cercana amistad, dada la inminencia del peligro que se cernía sobre ella, que difícilmente iba a poder evitar, que me encargara, si moría, de lo que iba a ser una tarea desagradable e ingrata, como ella ya se imaginaba.

Alethea iba a dejar la mayor parte de su fortuna a mi nombre, pero en realidad a su sobrino, para quien yo debía custodiarla hasta que alcanzase los veintiocho años de edad, aunque ni él ni nadie más, con excepción de su abogado y de mí mismo, iban a saber nada del asunto. Dejaba 5.000 libras en otros legados y 15.000 libras a Ernest, cantidad que podría ser más del doble cuando éste cumpliera veintiocho años.

- Vende las obligaciones -dijo-, que es donde tengo ahora el dinero, y ponlas en bonos ordinarios Midland. Deja que cometa errores con el dinero que su abuelo le dejó. No soy profeta, pero creo que el muchacho tardará muchos años en ver las cosas simplemente como las personas normales. Sus padres no le ayudarán si le dejo el dinero ahora, porque nunca le perdonarán su buena suerte. Quizá me esté equivocando, pero creo que hasta que no pierda la mayor parte de lo que tiene ahora, no sabrá administrar bien lo que va a recibir de mí.

Si se quedaba sin dinero antes de los veintiocho años, el dinero pasaría completamente a mis manos, pero ella confiaba, según me dijo, en que yo se lo devolviese a Ernest cuando fuera oportuno.

- Si me equivoco -continuó diciendo-, lo peor que puede pasar es que se encuentre con una fortuna mayor a los veintiocho que, por ejemplo, a los veintitrés, porque nunca confiaría en dársela antes. Y si no sabe nada del asunto, no se sentirá desgraciado por no poder disponer del dinero.

Me pidió que dedujera 2.000 libras para gastos por encargarme de custodiar el patrimonio del muchacho, y como nuestra de su deseo de que yo siguiera pendiente de él mientras fuera joven. Las 3.000 libras que quedaban eran regalos y anualidades que dejaba a amigos y criados.

Su abogado y yo le expusimos la extraña y arriesgada naturaleza de esta decisión, pero todo fue en vano. Le argumentamos que las personas sensatas no adoptan opiniones más sanguíneas acerca de la naturaleza humana que los tribunales. Dijimos, en realidad, lo que todo el mundo le habría dicho. Ella lo admitió todo, pero apeló a la urgencia de la situación y a que nada podría inducirla a dejarle el dinero a su sobrino de la forma habitual.

- Es un testamento extrañamente absurdo, pero es que él es un muchacho extrañamente absurdo -dijo, y sonrió tras este ingenioso comentario. Era muy obstinada una vez que había tomado una decisión, al igual que el resto de su familia, de modo que todo se hizo como ella quería.

Ni siquiera se contempló la posibilidad de que Ernest o yo pudiéramos morir. La señorita Pontifex ya había decidido que eso no iba a ocurrir, y estaba demasiado enferma para ocuparse de esos detalles. Además, deseaba firmar el testamento lo antes posible, de modo que no tuvimos más alternativa que hacer lo que nos dijo. En caso de que se recuperara, podríamos precisar más las cosas pero, en ese momento, una discusión más larga no iba sino a disminuir sus esperanzas de recuperación, de modo que las únicas opciones posibles eran hacer el testamento o no hacerlo.

Tras firmarlo, yo escribí una carta con dos copias, en la que exponía claramente que todo lo que la señorita Pontifex me dejaba era en realidad para Ernest, excepto las 5.000 libras, pero que su nombre no iba a aparecer en el testamento, ni él iba a saber nada del asunto de modo directo o indirecto hasta cumplir veintiocho años y que, si se arruinaba antes, el dinero pasaría a ser mío en su totalidad. Al final de cada una de las copias, la señorita Pontifex escribió: «He tenido conocimiento de lo que aquí se expone al hacer mi testamento», y añadió su firma. El abogado y su empleado actuaron de testigos. Yo me guardé una copia y entregué la otra al abogado.

Guando terminamos, su mente se relajó algo más, y empezó a hablar, sobre todo de su sobrino.

- No le regañes -dijo- si es inconstante, y empieza a hacer algo para dejarlo después. ¿Cómo va a descubrir sus puntos fuertes o débiles si no es así? La profesión de un hombre no es como su esposa, a quien debe aceptar de una vez para siempre, para bien o para mal, sin ninguna prueba previa -Y tras decir esto, soltó una de sus malévolas risas-. Déjale ir de acá para allá, hasta que descubra lo que más le gusta. Siempre lo averigua recurriendo a unos y otros. Luego deja que se entregue a ello, aunque me parece que Ernest no sentará la cabeza hasta tener cuarenta o cuarenta y cinco años. Entonces, todas sus incoherencias anteriores concurrirán para el bien

[62], si es el muchacho que yo creo que es. Y sobre todo -continuó diciendo-, no le permitas gastar todas sus energías más que una o dos veces en toda su vida. Nada se hace bien, ni merece la pena, a menos que, en conjunto, sea relativamente fácil de hacer. Theobald y Christina le darían otro matiz, y dirían que ser virtuoso es una labor ímproba -y aquí volvió a reír como siempre, de aquel modo tan irreverente y dulce a la vez-. Si le gustan las tortitas, es mejor que las coma el martes de Carnaval
[63], pero ya basta.

Éstas fueron las últimas palabras coherentes que pronunció. Desde ese momento, fue empeorando y no dejó de delirar hasta que murió. Ocurrió menos de dos semanas después, y todos los que la conocimos y amamos nos sumimos en un inexpresable dolor.