CAPÍTULO LVIII
Al día siguiente, se sintió más fuerte otra vez. La noche anterior, le había prestado demasiada atención a la voz del mal, y no estaba dispuesto a seguir conversando con dichos pensamientos. El camino estaba elegido, y su deber era perseverar. Si se sentía desgraciado, tal vez era porque no lo estaba dando todo por Cristo. En mi opinión, lo mejor era dejarle ver que no podía hacer más de lo que está haciendo y, entonces, quizá, una luz podría iluminar su sendero
No estaba mal haber descubierto que no le gustaban mucho los pobres, pero tenía que aguantarse, porque su trabajo tenía lugar entre ellos. Hombres como Towneley eran muy simpáticos y considerados pero sólo, como él sabía muy bien, mientras no les sermoneara. A los pobres los manejaba mejor y, aunque Pryer protestara, estaba decidido a trabajar más con ellos y a llevarles personalmente a Cristo si no salían a buscarlo ellos mismos. Empezaría en su propia casa.
¿Y quién sería el primero? La verdad es que debía comenzar por el sastre que vivía exactamente encima de él. Era el más apetecible, no sólo porque era el que parecía tener más necesidad de conversión, sino porque, una vez convertido, ya no le pegaría a su mujer a las dos de la mañana y la casa estaría mucho más tranquila. Así que resolvió subir inmediatamente y mantener una tranquila conversación con aquel hombre.
Antes de hacerlo, pensó que lo mejor sería esbozar algo así como un plan de ataque. En ese sentido, se imaginó agradables conversaciones que saldrían muy bien si el señor Holt se prestaba graciosamente a contestar respuestas previsibles en el momento correspondiente. Pero se trataba de un hombre enorme, de temperamento salvaje, y Ernest se vio obligado a admitir que podrían surgir circunstancias no previstas que podrían desconcertarlo. ¿Qué hacer si, en cuanto entrara, el sastre se ponía violento y grosero? ¿Qué podría hacer? El señor Holt estaba en su casa y tenía derecho a no ser molestado. Derecho legal, sí, pero… ¿derecho moral? Ernest creía que no, si se tenía en cuenta su modo de vida. San Pablo se enfrentó con animales salvajes en Efeso
Ernest estaba desesperado por descubrir alguna manera de entablar comunicación espiritual con su vecino, cuando se le ocurrió que lo mejor que podía hacer era subir y pegar suavemente en la puerta del señor Holt. Entonces, se dejaría guiar por el Espíritu Santo y acataría según se presentara la ocasión que, supongo, es sólo otra manera de llamar al Espíritu Santo. Doblemente armado con este pensamiento, subió las escaleras con desenvoltura y, cuando se disponía a pegar en la puerta, oyó la voz de Holt insultar salvajemente a su esposa. Esto le hizo pensar si el momento era el adecuado y, mientras lo hacía, el señor Holt, que había oído a alguien subir las escaleras, abrió la puerta y sacó la cabeza. Cuando vio a Ernest, hizo un gesto desagradable, si no ofensivo, que podía ir dirigido a Ernest o no, pero que resultó tan feo que mi héroe recibió una revelación súbita e inequívoca del Espíritu Santo para que siguiera subiendo las escaleras inmediatamente, como si nunca hubiera sido su intención entrar en la casa del señor Holt, y empezara su tarea convirtiendo al señor y la señora Baxter, los metodistas del piso superior. Y esto fue lo que hizo.
Estas buenas gentes lo recibieron con los brazos abiertos, y se mostraron absolutamente dispuestos a conversar. Cuando estaba empezando a convertirlos a la Iglesia de Inglaterra, sintió gran vergüenza al descubrir que no conocía el punto de partida para la conversión. Conocía la Iglesia de Inglaterra, o creía que la conocía, pero no sabía nada del metodismo, aparte de su nombre. Cuando averiguó, según lo que le explicó el señor Baxter, que los wesleyanos habían desarrollado un vigoroso sistema de disciplina en su Iglesia (que funcionaba admirablemente bien en la práctica), le pareció que John Wesley había anticipado la maquinaria espiritual que él y Pryer estaban preparando, así que cuando se marchó del apartamento, era consciente de que la tarea iba a ser mucho más complicada de lo previsto. Sobre todo, tendría que contarle a Pryer que los wesleyanos aplicaban un sistema de disciplina en su Iglesia. Eso era muy importante.
El señor Baxter aconsejó a Ernest que no se dirigiera al señor Holt bajo ningún concepto, y Ernest se sintió bastante aliviado tras el consejo. Si surgía la oportunidad de ablandarle el corazón, la aprovecharía: cuando los viera en las escaleras, les daría palmaditas en la espalda a sus hijos y se mostraría con ellos todo lo agradable que pudiera. La verdad es que eran unos mocetones muy fuertes, y que Ernest los temía, porque eran muy malhablados y sabían mucho para su edad. En realidad, Ernest habría preferido ser arrojado al mar con una rueda de molino colgada del cuello
La señora Baxter le habló muy mal de la señorita Emily Snow, cuyo apartamento estaba en el segundo piso, detrás de la casa del señor Holt. Su descripción difirió mucho de la de la patrona, la señora Jupp. Ella, sin duda, estaría más que dispuesta a recibir los consejos espirituales de Ernest, o los de cualquier otro caballero, pues no era criada, sino corista en el ballet del Drury Lane y, además, una joven pérfida, y si la señora Baxter fuera la patrona, no le permitiría quedarse en la casa ni una hora más.
Con respecto a la señorita Maitland, que vivía junto a la señora Baxter, sólo pudo decir que era una mujer tranquila y respetable, según las apariencias. La señora Baxter nunca había presenciado ni oído nada extraño procedente de su apartamento pero, ¡cuidado!: las aguas tranquilas son profundas, y aquellas muchachas eran todas iguales y malas. Siempre estaba fuera y, a partir de ahí, te puedes imaginar cualquier cosa.
Ernest no hizo mucho caso de estas explicaciones de la señora Baxter. La señora Jupp no le había revelado demasiadas cosas, pero sí le advirtió que no prestara atención a la señora Baxter, cuya lengua, según decía, era terrible.
Ernest había oído que las mujeres siempre se sentían celosas unas de otras y, la verdad, aquellas muchachas eran más atractivas que la señora Baxter, de modo que posiblemente existían celos de por medio. Si las acusaciones que habían vertido sobre ellas eran calumnias, no había ninguna razón para no conocerlas, y si no lo eran, las pobres muchachas tendrían más necesidad de sus consejos espirituales. Iría a verlas de inmediato.
Reveló sus intenciones a la señora Jupp quien, al principio, intentó disuadirlo; pero al verlo tan decidido, le sugirió ver primero a la señorita Snow, a quien ella misma se encargaría de avisar con antelación para que no se alarmara por la visita de Ernest. En aquel momento no estaba en casa, pero podría arreglarse un encuentro al día siguiente. Mientras tanto, podría intentar hablar con el señor Shaw, el hojalatero de la cocina situada en la parte delantera de la casa. El señor Baxter había informado a Ernest de que el señor Shaw era un campechano hombre del norte y un contumaz librepensador; probablemente agradecería la visita, pero no creía que Ernest tuviera ninguna posibilidad de convertirlo.