CAPÍTULO XXXIX

Ernest, que llevaba fuera toda la mañana, entró por el bosquecillo que había detrás de la casa, justo cuando estaban poniendo el equipaje de Ellen en el coche. Creyó verla subir a él, pero como iba cubierta por un pañuelo, no distinguió realmente de quién se trataba y desechó la idea como totalmente imposible.

Luego se dirigió a la ventana de la parte posterior de la cocina, donde la cocinera estaba pelando patatas, y la encontró llorando desconsoladamente. El muchacho se quedó muy sorprendido, porque le tenía aprecio a la cocinera, y quiso saber qué había pasado, quién acababa de marcharse en el coche y por qué. Ésta le dijo que se trataba de Ellen, pero que ningún poder terrenal le haría revelar las razones de su partida. Sin embargo, al ver que Ernest se tomaba sus palabras au pied de la lettre y se abstenía de hacer más preguntas, se lo contó todo tras hacerle prometer con toda solemnidad que no diría nada.

Ernest tardó unos cuantos minutos en comprender los hechos, pero cuando lo hizo se apoyó contra la bomba de agua, que estaba muy cerca de la ventana, y acompañó en su llanto a la cocinera. Entonces, sintió como le hervía la sangre en las venas, sin entender que su padre y su madre no podrían haber actuado de manera muy distinta a como lo hicieron. Quizá obrar con menos precipitación e intentar mantener el asunto en secreto pero, de todos modos, no habría sido nada fácil ni solucionado ningún aspecto práctico. El hecho es que si una muchacha hace ciertas cosas, asume un riesgo, y no importa si es joven y bonita ni si fue incapaz de resistir la tentación. Así es como funciona el mundo y, de momento, nadie ha podido remediarlo.

Lo único que Ernest vio fue lo que le contó la cocinera, es decir, que su amiga Ellen había sido expulsada con tres libras en el bolsillo sin saber su destino ni su ocupación futura, y que había dicho que iba a ahorcarse o a ahogarse, lo que el muchacho creyó implícitamente.

Con más presteza de la que era habitual en él, contó su dinero y vio que disponía de dos chelines y tres peniques. Podría vender su navaja por un chelín, y también el reloj de plata que su tía Alethea le regaló poco antes de morir. Hacía un cuarto de hora que se había marchado el coche y ya debía de estar lejos, pero él intentaría alcanzarlo yendo por atajos, y tal vez podría conseguirlo. Se marchó inmediatamente, y desde lo alto de la cima de la colina situada detrás de la casa parroquial, vio cómo el coche, muy pequeño, avanzaba por la carretera, a milla y media aproximadamente de donde él se encontraba.

Uno de los pasatiempos favoritos de Roughborough era una actividad denominada los galgos, que en casi todos los demás lugares se llama la liebre y los galgos, pero en este caso la liebre eran dos muchachos a los que se llamaba los zorros, y los jóvenes son tan precisos a la hora de utilizar los nombres de sus actividades favoritas que no me atrevo a decir que jugaban a la liebre y los galgos. Este juego era los galgos y nada más. En este caso, la falta de desarrollo muscular de Ernest no fue ningún obstáculo, pues no había que competir con muchachos que, aunque fueran de menor edad o menos altos que él, tenían una complexión más robusta. En cuestiones de resistencia, era tan bueno como los demás, de modo que, cuando dejó de practicar la carpintería, se había entregado al juego de los galgos, que se convirtió en su actividad preferida. Gracias a ella, ejercitó los pulmones, que ahora eran capaces de resistir bastante, y como estaba acostumbrado a correr seis y siete millas campo a través, pensó que, yendo por atajos, podría alcanzar el coche o, en su defecto, ver a Ellen en la estación antes de que se subiera al tren. Así que empezó a adaptar su respiración hasta poder respirar fácilmente, y corrió como nunca lo había hecho pero, a pesar de sus esfuerzos y de los atajos, no alcanzó el coche. Y nunca lo habría conseguido de no ser porque John volvió casualmente la cabeza y lo vio correr y hacer señales para que se detuviera a un cuarto de milla de donde estaba. Había corrido cinco millas desde su casa y se sentía casi totalmente extenuado.

El esfuerzo se le notaba en la cara, que estaba roja, mientras que los pantalones y las mangas de su chaqueta le estaban un poco cortas. De esta guisa, le entregó a Ellen el reloj, la navaja y el poco dinero del que disponía y le pidió por él, si no tenía otros motivos, que no llevara a la práctica ninguna de las cosas terribles con que había amenazado.

Al principio, Ellen rehusó tomar nada de lo que le ofrecía, pero el cochero, que era del norte, apoyó a Ernest.

- Cógelos, muchacha -dijo, con dulzura-. Coge lo que puedas mientras puedas cogerlo. ¿No ves que el señorito Ernest ha venido corriendo detrás de ti? De modo que haz lo que te dice.

Así lo hizo Ellen, y los dos se separaron con lágrimas en los ojos. Las últimas palabras de la muchacha fueron que nunca olvidaría su gesto, que alguna vez se encontrarían, con toda seguridad, y que ella le devolvería todo lo que le había dado.

Luego, Ernest se dirigió a un prado situado a un lado del camino, se tendió en el césped y esperó bajo la sombra de un seto que el coche volviera de la estación y lo recogiera, porque estaba mortalmente cansado. Ciertos pensamientos que le habían estado rondando cobraron ahora una forma definida en su interior, hasta que vio que estaba metido en un nuevo lío o, mejor dicho, en media docena de líos.

En primer lugar, iba a llegar tarde a la cena, delito por el que Theobald no mostraba ninguna misericordia. También tendría que confesar de dónde venía, y corría peligro de que le descubrieran si no decía la verdad. Además, tarde o temprano, se descubriría que no llevaba el bonito reloj de su tía. ¿Qué había hecho con él? ¿Cómo lo había perdido? El lector sabe muy bien lo que tenía que hacer. Ir derecho a la casa y, si le preguntaban, decir: «He ido corriendo detrás del coche para alcanzar a nuestra criada Ellen, a quien aprecio mucho. Le he dado mi reloj, mi navaja y el dinero que tenía para mis gastos, de modo que ahora no me queda nada y tendré que pediros más antes de lo que pensaba, y tendréis que comprarme también un reloj y una navaja». ¡Imaginaos la consternación que habría causado una confesión así! ¡Imaginaos el ceño fruncido y los ojos de Theobald!

- ¡Eres un mentecato sin principios! -habría exclamado-. ¿Es que quieres vilipendiar a tus padres haciendo ver que se han portado mal con un ser cuyo libertinaje ha mancillado el honor de nuestra casa?

O quizá habría reaccionado con palabras tranquilas y sarcásticas, de las que se creía un maestro.

- Muy bien, Ernest, muy bien. No voy a decir nada. Haz lo que quieras. No tienes todavía veintiún años, pero actúas como si los tuvieras. Sin duda, tu pobre tía te regaló el reloj para que se lo dieras al primer ser disoluto con quien te toparas. Creo que ahora comprendo por qué no te dejó su dinero. Después de todo, quizá lo tenga tu padrino por ser el tipo de persona a quien se lo darías de tenerlo ya.

En ese momento, su madre rompería a llorar y le rogaría que se arrepintiera y buscara los medios para encontrar la paz mientras hubiera tiempo, arrodillándose ante Theobald y prometiéndole su cariño inquebrantable por ser el padre más afectuoso y tierno del universo. Ernest podía actuar así, y ellos también, pero en ese momento, echado sobre el césped, confluyeron en su cabeza una amplia variedad de posibles regañinas, una de los cuales iba a tener lugar tan probablemente como que el sol se pone todos los días. De esta manera, la posibilidad de decir la verdad quedó hasta tal punto reducida al absurdo que Ernest acabó por desecharla por completo. La verdad sería heroica, pero poco útil en el ámbito de la política doméstica.

Habiéndose decidido a contar una mentira, debía escoger una. ¿Diría que le habían robado? Tenía imaginación suficiente para saber que no disponía de imaginación suficiente para convencerlos. Aunque era joven, su instinto le decía que el mejor embustero es el que utiliza menos mentiras para lograr un efecto mayor; el que las administra cuidadosamente para no tener que desperdiciarlas cuando no hacen falta. La salida más fácil era decir que había perdido el reloj y que llegó tarde a la cena por haberse dedicado a buscarlo. Llevaba caminando mucho rato -decidió escoger la ruta que había tomado realmente- y, como hacía mucho calor, se quitó la chaqueta y el chaleco y se los puso sobre el brazo. En ese momento, se le debieron de caer el reloj, la navaja y el dinero. Cuando estaba a punto de entrar en la casa, se dio cuenta que le faltaban y volvió por el mismo camino hasta que, finalmente, dejó de buscar. Al ver el coche de regreso de la estación, se subió en él y lo trajo a casa.

Esta historia lo explicaba todo, incluida la carrera, pues todavía se le notaba el esfuerzo en la cara. El único problema podía ser que algún criado lo hubiera visto por la casa las dos horas previas a la salida de Ellen, lo cual era imposible porque había estado fuera todo ese tiempo, exceptuando los pocos minutos que estuvo hablando con la cocinera. Su padre estaba en la iglesia, su madre no lo había visto, y sus hermanos y el aya estaban de paseo. Sabía que podía confiar en la cocinera y en otros criados: el cochero se ocuparía de ello. Él y Ernest coincidieron en que la historia que proponía el segundo podría servir muy bien para explicar los acontecimientos.