CAPÍTULO XL

Cuando Ernest entró en casa, colándose por la puerta trasera, oyó la voz de su padre preguntar, en su tono más airado, si el señorito Ernest había llegado ya. Se sintió como Jack debía haberse sentido en el cuento Jack y la mata de judías, cuando oyó, desde el horno en el que estaba escondido, cómo el ogro le preguntaba a su esposa qué niños había para cenar. Con gran coraje y, como se vería después, con no menos discreción, cogió el toro por los cuernos y entró diciendo que acababa de sucederle un terrible infortunio. Contó su historia poco a poco y, aunque Theobald protestó violentamente por su «increíble ligereza y descuido», todo salió mejor de lo que esperaba. En efecto, Theobald y Christina se inclinaron al principio a relacionar su ausencia con la despedida de Ellen pero al tener claro como decía Theobald -con Ernest, todo estaba siempre claro- que su hijo había estado fuera de casa toda la mañana y no podía haberse enterado de nada de lo sucedido, fue absuelto de inmediato por una vez, sin mácula en su historial. Quizá fue porque Theobald estaba de buen humor; tal vez había visto en el periódico de la mañana que sus acciones estaban subiendo; puede que fuera por ese motivo o por otros veinte. Lo cierto es que Ernest no recibió la reprimenda que esperaba e incluso, al ver al muchacho exhausto y creerlo muy apenado por la pérdida de su reloj, le aconsejó tomarse un vaso de vino después de cenar, el cual, extrañamente, no se le atragantó, sino que le hizo ver las cosas con más alegría que de costumbre.

Esa noche, al decir sus oraciones, rogó no ser descubierto y también que las cosas le fueran bien a Ellen, pero se sintió preocupado e inquieto. Su conciencia culpable le mostraba un sinfín de puntos débiles en su historia, aunque ninguno era fácil de descubrir. Al día siguiente, y durante muchos otros, procuró aislarse y tembló cada vez que oyó a su padre llamarle. Tenía tantos motivos de preocupación que ya no podía aguantar más y, a pesar de todos sus esfuerzos por aparentar normalidad, incluso su madre notó que algo lo corroía por dentro. A Christina le dio por pensar que, después de todo, tal vez su hijo no era tan inocente en el asunto de Ellen, y esto le resultó tan interesante que resolvió averiguar la verdad hasta donde pudiese.

- Ven aquí, hijo mío, que estás pálido y ojeroso -le dijo un día en su tono más afable-. Ven, siéntate conmigo y tendremos una charla confidencial.

El muchacho se dirigió mecánicamente al sofá. Siempre que su madre quería mantener una charla confidencial, elegía el sofá como el lugar más apropiado para empezar la guerra. Todas las madres lo hacen: el sofá es para ellas lo que el comedor a los padres. En este caso, el sofá se prestaba bastante para un uso estratégico, al ser antiguo, con respaldo alto, diván, cabezales y cojines. Una vez que uno se retrepaba en una de sus esquinas más alejadas, era como un sillón de dentista, del que no es fácil salir. Aquí, ella podía atacarlo mejor y sacárselo todo o, si lo estimaba necesario, hundir la cabeza en uno de los cojines y dejarse llevar por una agonía de dolor que pocas veces dejaba de surtir efecto. No le era tan fácil emprender ninguna de sus maniobras favoritas desde su asiento habitual, el sillón situado a la derecha de la chimenea. Por el tono de voz de su madre, Ernest supo perfectamente que iba a ser una conversación de sofá, así que tomó asiento como un corderito tan pronto como ella empezó a hablar, y antes incluso de que ella se sentara.

- Mi querido muchacho -comenzó su madre, cogiéndole la mano y poniéndola entre las suyas-, prométeme que nunca nos vas a temer ni a tu padre ni a mí; prométemelo, querido mío, por lo que más quieras, prométemelo.

Y se puso a besarlo una y otra vez y a acariciarle el pelo con una mano, mientras que con la otra seguía apretándole la suya. Ya lo tenía, e iba a retenerlo allí. El muchacho bajó la cabeza y lo prometió. ¿Qué otra cosa podía hacer?

- Sabes, querido Ernest, que nadie te quiere como tu padre y yo. Nadie vela tanto por tus intereses ni se preocupa más por compartir todas tus pequeñas alegrías y preocupaciones como nosotros. Por eso, mi querido muchacho, me apena pensar que tú no sientes por nosotros el mismo cariño, ni nos tienes la confianza que nos deberías tener. Sabes, querido, que nos complacería mucho poder saber cómo progresa tu vida moral y espiritual, y es una lástima que no nos lo permitas. Algunas veces, hasta llegamos a dudar si tienes una vida moral y espiritual. De tu vida interior, querido, sólo conocemos los retazos que nos muestras, muy a pesar tuyo, por pequeñas cosas que se te escapan antes de darte cuenta que las has dicho.

El muchacho se estremeció al oír esto. De pronto se sintió profundamente ofuscado e incómodo. Sabía el cuidado que debía ejercer en todo momento y, sin embargo, cuando se olvidaba de aplicarlo, se delataba inmediatamente. Su madre notó cómo se estremecía, y se complació del golpe que le había propinado. Si se hubiera sentido menos segura de su triunfo final, quizá habría sido mejor privarse de tocar los ojos del caracol -por así decirlo- para complacerse en ver cómo los ocultaba. Sin embargo, sabía perfectamente que, una vez atrapado en el sofá y con la mano cogida, tenía al enemigo enteramente a su disposición, y podía hacer con él casi todo lo que quisiera.

- Papá no cree -continuó- que lo quieras con la plenitud y la entrega necesarias para no ocultarle nada, y contárselo todo tan libre y confiadamente como si fuera tu amigo terrenal más cercano, parecido sólo a nuestro Padre Celestial. El amor perfecto, como tú sabes, desecha el temor

[66]. Tu padre te ama de modo perfecto, cariño, pero él no cree que tú lo ames igual a él. Si le temes, es porque no lo amas como se merece, y sé que, algunas veces, se siente muy herido por no haber sabido ganarse una relación más profunda y voluntariosa que la que tú tienes con él. ¡Oh, Ernest, Ernest, no hagas sufrir a alguien que es tan bueno y noble en su conducta, pues no puedo llamarlo de otra manera que ingratitud!.

Ernest no podía soportar que su madre le hablara así, porque todavía creía que ella lo amaba, que le tenía afecto y que era su amiga, aunque sólo hasta cierto punto. Pero esta madre estaba tensando la cuerda demasiado, y ya le había tendido la trampa de la confianza familiar en incontables ocasiones. Una y otra vez, le sacaba siempre lo que quería saber y luego lo ponía en situaciones terribles, al contárselo a Theobald. Ernest ya se había lamentado más de una vez de esta forma de proceder, quejándose a su madre de lo desastrosas que habían sido sus pruebas de confianza, pero Christina se mostraba siempre de su parte, y le explicaba de la manera más clara que había hecho lo que tenía que hacer en todos los casos y que, en justicia, no podía quejarse. Por regla general, su conciencia le impedía ocultar las cosas, y contra esto no había nada que hacer, porque todos tendemos a seguir los dictados de nuestra conciencia. Una vez, Ernest tuvo que recitar un himno sobre este asunto. Decía que, si no prestabas atención a la conciencia, su voz dejaría de hablarte.

- La conciencia de mi madre no deja nunca de hablar -le contó Ernest a uno de sus compañeros de Roughborough-. Siempre está parloteando.

Cuando un muchacho ha dicho algo tan irreverente sobre la conciencia de su madre, es porque prácticamente todo ha terminado entre ella y él. Ernest, por pura costumbre, por el sofá, y por las ideas relacionadas que le volvían a la mente, seguía conmoviéndose ante la voz de la sirena y anhelaba navegar hacia ella para arrojarse en sus brazos, pero sabía que no iba a funcionar. También regresaban otras ideas relacionadas, y los huesos destrozados de más de una confesión que había terminado en asesinato yacían, blanquecinas y dispersos, sobre la falda de su madre, impidiéndole confiar en ella. De modo que bajó la cabeza, como avergonzado, pero se mantuvo firme en su decisión.

- Ya veo, querido -continuó su madre-, que, o yo estoy equivocada y no tienes nada que contarme, o es que tú no lo quieres hacer. Pero, de todos modos, dime al menos una cosa: ¿No tienes nada de qué arrepentirte, nada que te haga infeliz y que tenga que ver con Ellen, esa muchacha miserable?

El corazón de Ernest se paró en ese momento. «Soy hombre muerto», se dijo a sí mismo. No tenía ni la más ligera idea de por dónde iban los tiros y pensó que se refería al reloj, pero se mantuvo incólume.

No creo que Ernest fuera más cobarde que sus vecinos. Lo único que no sabía es que toda persona sensata actúa de forma cobarde cuando se siente amenazada, o cuando percibe que va a ser maltratada. Creo que, si se supiera la verdad, sabríamos que incluso el valiente san Miguel intentó zafarse de su famoso combate con el dragón, fingiendo no ver lo impropio de la conducta de éste; haciendo oídos sordos a las protestas de no sé cuántos cientos de hombres y mujeres a los que había prometido proteger; permitiendo que lo insultaran una docena de veces sin protestar y, al final, cuando ni siquiera un ángel como él podía soportar ya más, titubeó y tardó un tiempo desmesurado en fijar el día y la hora de la pelea con el dragón. Por lo que se refiere al combate en sí, fue parecido al que la señora Allaby había mantenido con el joven que al final se desposó con su hija mayor hasta que, pasado un tiempo, pudo verse al dragón muerto y a él vivo y, después de todo, sólo con unos rasguños.

- No sé lo que quieres decir, mamá -exclamó Ernest de modo preocupado y, más o menos, apresurado. Su madre interpretó su tono como de indignación porque sospecharan de él y, un poco asustada, inició la retirada tan rápidamente como su lengua podía permitirle.

- ¡Oh! -dijo-. ¡Tu tono me dice que eres inocente! ¡Oh gracias, Padre Celestial! ¡Ojalá Él o Su Hijo te mantengan siempre puro! Tu padre, querido mío (en este momento hablaba de forma apresurada pero mirándolo inquisitivamente), era tan puro como un ángel sin mancha cuando le conocí. Sé siempre como él, abnegado, sincero de palabra y obra, nunca olvides de quién eres hijo y nieto, ni del agua sagrada que lavó tus pecados por medio de la sangre y la bendición de Cristo, etc.

Ernest interrumpió su discurso, no de repente, pero sí a tiempo para que fuese mucho más breve de lo que Christina pretendía, poniendo fin al cerco de su madre y alejándose del lugar. Cuando se aproximaba a las cercanías de la cocina (donde se encontraba siempre mucho más tranquilo) oyó a su padre llamar a su madre y, de nuevo, le asaltó su conciencia culpable. «Ya se ha enterado», le gritaba, «y va a decírselo a mamá. Esta vez estoy perdido». Pero no ocurrió nada: su padre sólo quería saber dónde estaban las llaves de la bodega. Luego, Ernest se refugió en el bosquecillo situado en la parte trasera de la casa y se consoló fumando una pipa. Aquí, en el campo, mientras el sol de verano penetraba por entre los árboles, con un libro y la pipa, el muchacho olvidó sus preocupaciones y disfrutó de uno de esos ratos de descanso sin los cuales creo firmemente que su vida habría sido insoportable.

Naturalmente, Ernest fue obligado a buscar los objetos que había perdido, e incluso se ofreció una recompensa a quien los encontrara pero, por lo visto, aquel día se había desviado mucho del camino más de una vez, en busca de nidos de alondras, y buscar un reloj y un monedero entre las avefrías de Battersby era como buscar una aguja en un pajar. Además, era posible que se los hubiera encontrado un vagabundo, o una urraca, de las que había muchas en el lugar, de modo que, una semana o diez días después, la búsqueda se interrumpió y hubo que afrontar el desagradable hecho de comprarle otro reloj y otra navaja a Ernest, así como darle un poco de dinero para sus gastos.

Era justo, no obstante, que Ernest pagara la mitad del precio del reloj. Pero esto iba a resultar fácil, pues se lo irían deduciendo del dinero para sus gastos en plazos de seis meses que se extenderían a dos o incluso a tres años. Por el bien de Ernest, y por el de sus padres, convenía que el reloj fuera de los más baratos, de modo que se decidió adquirir uno de segunda mano. Nada de esto se le diría a Ernest, sino que lo comprarían y se lo colocarían junto a su plato como una sorpresa justo antes de que terminaran las vacaciones. Theobald tenía que desplazarse a la capital del condado en unos días, y entonces buscaría un reloj de segunda mano que tuviese buen aspecto. Cuando llegó el momento, Theobald se marchó, provisto de una larga lista de compras domésticas, ente ellas el reloj de Ernest.

Siempre que Theobald estaba de viaje, el muchacho se sentía feliz. Ernest empezaba a sentirse más relajado, como si Dios hubiera escuchado sus plegarias y nadie fuera a enterarse nunca de nada. El día había transcurrido felizmente pero, por desgracia, no iba a terminar así, pues en la atmósfera tan caprichosa en la que vivía, un intervalo tan luminoso iba siempre seguido de tormenta. De modo que, cuando Theobald regresó, Ernest supo que se aproximaba un huracán con sólo verle la cara.

Christina percibió que algo iba mal, y temió seriamente que a Theobald le hubieran informado de alguna pérdida importante de capital, pero él no le comunicó lo que pasaba, sino que tocó la campana y ordenó a la criada:

- Dígale al señorito Ernest que deseo hablar con él en el comedor.