CAPÍTULO LI

Tras ordenarse diácono, Ernest se dispuso a ejercer de coadjutor en una iglesia del centro de Londres. Apenas conocía la capital, pero su instinto lo impulsó hacia allí. Comenzó a trabajar el día siguiente de haberse ordenado, sintiéndose de modo muy parecido a su padre cuando éste se encontró en el coche solo con Christina, después de su boda. Tras unos pocos días, supo perfectamente que la luz de felicidad que conoció durante sus cuatro años de Cambridge se había apagado, y se sintió abrumado por el carácter irrevocable del paso que acababa de dar y que, ahora, le parecía demasiado precipitado.

La excusa más benévola que puedo ofrecer por los extraños acontecimientos que tengo el deber de tomar es que la fuerte sensación de cambio que siguió a la súbita conversión de mi héroe, a su ordenación y a su partida de Cambridge, lo trastornó considerablemente, al carecer de experiencia, y le produjo un desequilibrio imposible de corregir que le condujo, irremisiblemente, a la inestabilidad.

Todos tenemos una parte mala, que debemos anular y suprimir para poder hacer buenas acciones. En realidad, cuanto más perdurables son las buenas acciones de una persona, más probable es que haya tenido que atravesar previamente una larga época de desesperación. Todos cometemos estupideces en nuestra juventud, pero ése no fue el problema de mi ahijado, sino que las que cometió fueron de escaso interés. Su sentido del humor y su tendencia a pensar por sí mismo, rasgos de los que había dado buenas muestras unos meses antes, se perdieron como se pierde una cosecha por una súbita helada, mientras que retomó, con redoblado vigor, su viejo hábito de creerse todo lo que le decían los que ejercían la autoridad y seguirlo al pie de la letra, aunque fuera absurdo. Quizá era lo único que cabía esperar de cualquiera que se encontrara en la situación de Ernest, sobre todo si se recuerdan sus antedecentes, pero el caso es que algunos de sus amigos de Cambridge, especialmente los más racionales, que empezaban a tener muy buena opinión de él, se vieron sorprendidos y decepcionados. Parecía como si, en su caso, la religión fuera incompatible con la moderación o, incluso, con el compromiso. Diversas circunstancias lo habían llevado a ordenarse; por el momento, lamentaba que hubiera ocurrido así, pero ya estaba hecho y debía ser consecuente. Por tanto, decidió averiguar lo que se esperaba de él y estar a la altura de las circunstancias.

El rector, que tendía a situarse en la Iglesia Alta pero de forma moderada y sin opiniones contundentes, era ya mayor, y había tenido demasiados coadjutores como para saber que la relación entre rector y coadjutor, al igual que la que existe entre patrono y empleado en todas las demás esferas de la vida, es meramente económica. En aquel momento, tenía dos coadjutores, de los cuales Ernest era el más joven. El otro se llamaba Pryer, y cuando este caballero se le insinuó, como hizo poco después, Ernest recibió sus propuestas con agrado, dada su soledad.

Pryer tenía unos veintiocho años, y había estudiado en Eton y en Oxford. Era alto, y todo el mundo lo consideraba bien parecido. Yo sólo lo vi una vez cinco minutos, y me pareció muy desagradable, tanto en su trato como en su aspecto, quizá porque reaccionó de una manera que no me gustó. Yo utilicé una cita de Shakespeare, a falta de algo mejor para terminar una frase, diciendo que hay rasgos naturales que unen a todos los seres.

- Ah -dijo Pryer, en tono atrevido y displicente que me desagradó profundamente-, pero hay rasgos innaturales que los unen todavía más.

Y me echó una mirada que me hizo sentir corno un viejo pesado, dándome a entender que no le importaba nada que yo me hubiera escandalizado o no. Naturalmente, después de este incidente le tomé cierta inquina.

Este episodio, no obstante, sucedió mucho después, más o menos cuando Ernest llevaba ya tres o cuatro meses en Londres, y lo que debo hacer primero es describir el efecto que este individuo produjo en mi ahijado, más que en mí mismo. Además de ser bien parecido, Pryer vestía muy pulcramente y era, en conjunto, el tipo de hombre al que Ernest podía temer y, sin embargo, seguir. Llevaba la vestimenta que suelen usar los de la Iglesia Alta, y sus conocidos pertenecían exclusivamente a dicha tendencia, aunque él ocultaba bastante sus opiniones delante del rector, el cual, aunque mirara con recelo a algunos amigos de Pryer, no tenía motivos de queja como para hacerle romper dicha relación. Además, los sermones de Pryer eran bien acogidos y, en general, la verdad es que no era de los peores coadjutores que había tenido. Cuando Pryer conoció a mi héroe, lo miró de arriba abajo en cuanto se quedaron solos, con ojos penetrantes y rápidos que parecieron satisfechos de lo que vieron, pues debo decir que el aspecto de Ernest había mejorado mucho tras los buenos tiempos de Cambridge. De hecho, a Pryer le agradó lo bastante como para tratarlo con cortesía, algo a lo que Ernest sucumbía inmediatamente. Poco después, descubrió que el grupo de la Iglesia Alta, e incluso Roma, tenían más cosas que decir de las que él imaginaba. Este fue su primer viraje importante.

Pryer le presentó a varios de sus amigos. Todos eran jóvenes sacerdotes, pertenecientes, como ya he dicho, a lo más elevado de la escuela de la Iglesia Alta, pero a Ernest le sorprendió ver lo mucho que se parecían al resto de la gente cuando estaban solos. Esto le produjo una fuerte impresión, acrecentada al descubrir que ciertos pensamientos contra los que había combatido por considerarlos perjudiciales para su alma, y que creyó que desaparecerían una vez ordenado, volvían a atormentarlo tanto como antes. Además, se dio cuenta, con toda nitidez, de que los jóvenes que formaban el círculo de amigos de Pryer se enfrentaban al mismo e infortunado dilema que él.

Todo aquello era lamentable. La única salida que se le ocurría era contraer matrimonio inmediatamente. Pero, en aquel momento, no conocía a nadie con quien deseara casarse. En realidad, no conocía a ninguna mujer a quien no quisiera asesinar en vez de casarse. Uno de los objetivos de Theobald y Christina consistió en apartarlo de las mujeres, y lo lograron en tal medida que ahora éstas le parecían objetos misteriosos e inescrutables que debían tolerarse si no había más remedio, y a los que nunca debía perseguir o alentar. En cuanto al amor o, en todo caso, al afecto del hombre hacia la mujer, suponía que era un hecho cierto, pero creía que la mayoría de hombres que dicen profesar dichos sentimientos son unos mentirosos. No obstante, en aquel momento quedó claro que había esperado vanamente librarse de sus esperanzas durante demasiado tiempo, y que lo único que cabía hacer era pedirle a la primera mujer que se le presentara que se casara con él enseguida.

Le planteó este asunto a Pryer, y le asombró comprobar que este caballero, a pesar de prestar gran atención a aquellos miembros de su grupo que eran jóvenes y bien parecidos, estaba rotundamente a favor del celibato sacerdotal, al igual que el resto de los jóvenes y recatados sacerdotes que le presentó.