CAPÍTULO LXXIII

Ellen y Ernest se llevaban muy bien, quizá, sobre todo, porque la disparidad entre ambos era tan grande que ni Ellen deseaba elevarse más ni Ernest elevarla. El le tenía mucho cariño y era muy considerado con ella, los dos tenían intereses que podían desarrollar en común y muchos antecedentes que a ambos les resultaban familiares, además de ser excelentes personas. Todo esto era más que suficiente. Ellen no se sentía celosa porque Ernest prefiriera refugiarse en la habitación del primer piso al terminar su trabajo, donde yo lo visitaba de vez en cuando. Podría haber subido a sentarse con él si hubiese querido pero, por un motivo u otro, siempre tenía algo en que ocuparse en el piso de abajo. También tenía detalles como animarlo a salir por las tardes cuando a él le apetecía, sin importarle si la llevaba con él o no, lo cual le venía muy bien a Ernest. Yo diría que era mucho más feliz en su vida matrimonial que la mayoría de las personas.

Al principio, le resultó doloroso encontrarse con sus viejos amigos, cosa que ocurría de forma casual de vez en cuando, pero pronto lo superó y unos y otros se evitaron hasta dejar de hablarse. Las primeras veces fue muy desagradable pero, poco a poco, cada vez se sintió mejor y, cuando se dio cuenta de que no pasaba nada, llegó a importarle muy poco lo que la gente pudiera pensar de su pasado. La verdad es que fue un mal trago, pero si un hombre posee buenas cualidades morales e intelectuales, ser marginado reforzará su carácter más que ninguna otra cosa.

También le fue fácil controlar sus gastos, dado que sus aficiones no eran caras. Le gustaba el tabaco, ir al teatro, salir al campo los domingos y poco más, exceptuando la escritura y la música. Odiaba el repertorio habitual de conciertos: adoraba a Haendel y le gustaba Offenbach, además de las melodías callejeras, pero nada de lo situado entre estos dos extremos. Por consiguiente, la música le costaba poco dinero. En cuanto al teatro, yo le conseguía las entradas que quería, de modo que no le costaba nada. Las salidas dominicales eran muy baratas: por un chelín o dos podía comprarse un billete de ida y vuelta a algún lugar que estuviese lo suficientemente alejado de la ciudad para dar un buen paseo y hacer algo distinto a lo de todos los días. Ellen le acompañó las primeras veces, pero enseguida dijo que se cansaba mucho y que le apetecía más ver a viejos amigos que a él no le gustarían demasiado, de modo que era mejor que él fuera solo. Esto parecía tan sensato y le venía tan bien a Ernest que enseguida lo aceptó, sin sospechar peligros que para mí fueron evidentes en cuanto me contó el modo en que ella había despachado el asunto. Guardé silencio, no obstante, y todo siguió bien durante cierto tiempo. Como ya mencioné antes, uno de sus grandes placeres era escribir. Todo hombre que lleva un cuaderno siempre con él y que está continuamente esbozando dibujos, tiene instinto artístico, aunque luego miles de cosas puedan impedir su desarrollo. El instinto literario es evidente cuando un hombre lleva un pequeño cuaderno en su bolsillo y anota en él todo lo que le parece interesante, o recoge referencias a pasajes que le llaman la atención por algún motivo. Ernest siempre llevaba un cuaderno así. Se había aficionado a ello desde sus días de Cambridge, sin que nadie se lo hubiera sugerido. De vez en cuando, pasaba sus anotaciones a un libro y, cuando éstas comenzaron a acumularse, las fue clasificando e incrementando. Cuando me enteré, supe que tenía un instinto literario y, nada más tuve ocasión de ver las notas, empecé a albergar grandes esperanzas con respecto a su futuro.

Durante una larga época, me decepcionó. No se atrevía a desarrollar los temas que elegía, que eran, por regla general, de naturaleza metafísica. Traté en vano de apartarlo de ellos y de dirigirlo a otros que podrían tener más interés para el público en general. Pero cuando le pedía que intentara escribir alguna historia grácil y agradable que tuviera aquello que a la gente le gusta, lo que le salía era un tratado que intentaba demostrar los fundamentos en los que descansaban todas nuestras creencias.

- No haces más que remover barro -le dije-. Intentas concienciar a las personas de cosas que, si son sensatas, hace tiempo que pasaron a ser inconscientes. Las personas a las que te diriges van por delante de ti y no, como tú crees, por detrás. Eres tú el que se queda atrás, no ellas.

Pero él no lo veía así. Me dijo que estaba escribiendo un ensayo sobre el famoso quod semper, quod ubique, quod ad omnibus de san Vicente de Lerins

[120]. Esto fue incluso más irritante, porque yo sabía que podría hacer cosas mejores si le apetecía.

Yo me encontraba entonces escribiendo mi obra cómica La impaciente Griselda, y luchaba por encontrar una buena situación o episodio: él me dio muchas ideas, todas ellas imbuidas de gran sensatez. Sin embargo, no logré convencerlo de que abandonara la filosofía, y me vi obligado a dejar que decidiera él mismo.

Durante una larga época, como ya he dicho, no aprobé los temas que elegía. No dejaba de estudiar a escritores científicos y metafísicos, esperando encontrar o construir una piedra filosofal en forma de sistema que pudiera mantenerse en pie en todo momento, en vez de desmoronarse al primer toque, como ha sucedido hasta ahora con todos los sistemas. Siguió buscando ese inasequible objeto durante tanto tiempo que yo abandoné todas mis esperanzas, y empecé a verlo como una mosca atrapada en un papel impregnado de pegamento que no es ni siquiera dulce. Sin embargo, para sorpresa mía, un día afirmó que estaba muy satisfecho por haber encontrado lo que andaba buscando.

Supuse que habría descubierto alguna tontería, pero, para alivio mío, me contó que había descubierto que ningún sistema era totalmente válido, puesto que nadie podía ir más allá de lo que el obispo Berkeley había dicho, es decir, que no era posible establecer una primera premisa de modo incontrovertible. Tras descubrirlo, se sentía tan bien como si hubiera encontrado el sistema más perfecto que pudiera imaginarse. Todo lo que quería era hallar respuestas a sus preguntas, es decir, si era posible establecer un sistema o no y, en caso de que así fuera, de qué sistema se trataba. Y se conformó con descubrir que no había ningún sistema que pudiera basarse en la certeza absoluta.

Yo sólo tenía una somera idea de quién era el obispo Berkeley, Pero le estaba muy agradecido por habernos defendido con la primera premisa incontrovertible. Y me temo que se me escapó decir que Ernest había llegado trabajosamente a la misma conclusión a la que llega toda persona sensata sin tanto esfuerzo.

- Sí, pero yo no nací sensato -me dijo-. Lo normal es que un niño corriente aprenda a andar cuando tiene uno o dos años sin darse cuenta, pero si le faltan las capacidades normales, es mejor que aprenda trabajosamente a que no aprenda nunca. De modo que lo siento, pero sólo podía aprenderlo de esa forma.

Su tono era tan humilde que me enfurecí conmigo mismo por decir lo que había dicho, sobre todo al recordar su educación, que tanto había contribuido a deformar su capacidad para ver las cosas con sentido común.

- Ahora lo veo claro -continuó-. Las personas como Towneley son las únicas que saben lo que merece la pena saber, y yo no podré ser nunca así. Para llegar a ser un Towneley, hacen falta muchos segadores y aguadores

[121], es decir, la sabiduría consciente ha de pasar por muchos hombres antes de llegar a aquellos que la pueden aplicar graciosa e instintivamente, como hacen los Towneley. Yo soy un leñador, y si asumo mi estado con franqueza y no intento ser un Towneley, tampoco tiene mayor trascendencia.

Siguió dedicándose a la ciencia en vez de a la literatura como yo esperaba que hiciera, pero se limitó a investigar temas específicos que pudieran incrementar -como él decía- nuestros conocimientos. Aunque, tras irritarse profundamente hubiera llegado a la conclusión susodicha, que establecía que no es posible adquirir ningún conocimiento, siguió buscándolo con afán, a pesar de desplazarse ocasionalmente al terreno de la literatura.

Pero estoy anticipando hechos, y tal vez incluso transmitiendo una impresión equivocada, puesto que, desde el principio, escribió verdadera literatura, más que ciencia o metafísica.