CAPÍTULO XXXIV
La señorita Pontifex descubrió pronto que a Ernest no le gustaban los deportes, pero también que era difícil que le pudieran gustar. Tenía el cuerpo bien formado pero, extrañamente, carecía de fuerza física. La obtendría con el tiempo, y en bastante medida, pero mucho más tarde que el resto de sus compañeros. En la época que describo, era un puro esqueleto, y necesitaba algún tipo de actividad que le reforzara los brazos y el pecho, pero que no lo agotara tanto como los deportes del instituto. Debía, además, proporcionarle cierta diversión, y una de las primeras preocupaciones de Alethea fue precisamente encontrársela. El remo era el deporte ideal pero, desafortunadamente, Roughborough no tenía río.
Cualquiera que fuese dicha actividad, debía hacerle disfrutar tanto como el críquet o el fútbol a los demás muchachos, y él debía creer que se había aficionado a ella él mismo. No era fácil dar con alguna, pero poco tiempo después, a Alethea se le ocurrió que podía explotar su amor por la música, y le preguntó una vez que pasaba unos días en su casa si le gustaría que le comprara un órgano para aprender a tocarlo. El muchacho dijo que sí, naturalmente, y entonces ella le contó que su abuelo había construido muchos órganos. A él nunca se le habría pasado por la imaginación que podía fabricarse uno él mismo, pero cuando comprobó que era posible, a partir de lo que le contó su tía, tragó el anzuelo de buena gana, tal como ella deseaba, y quiso empezar enseguida a aprender a serrar y a cepillar la madera para construir los tubos cuanto antes.
La señorita Pontifex se dio cuenta de que difícilmente podría haber dado con algo más conveniente y, además, le encantaba la idea de que su sobrino pudiese también aprender ciertos conocimientos de carpintería porque estaba de acuerdo, tal vez algo frívolamente, con la costumbre alemana de enseñar a todo muchacho algún conocimiento artesano.
Cuando me escribió contándomelo, me dijo: «Las profesiones liberales están muy bien para aquellos que tienen relaciones, interés y capital, pero, desde otro punto de vista, son completamente inútiles. ¿A cuántos hombres conocemos, tú y yo, dotados de talento, constancia, extraordinario sentido común, sinceridad… todas las cualidades, en resumen, que pueden conducir al éxito? Y, sin embargo, ¿cuántos siguen año tras año esperando ese trabajo que nunca llega? ¿Y qué posibilidades tienen de lograrlo, excepto aquellos que disponen de medios desde que nacieron o que se casan para conseguirlos? El padre y la madre de Ernest no tienen medios y, si los tuvieran, no los utilizarían. Supongo que querrán que sea sacerdote o, por lo menos, lo intentarán. Tal vez sea lo mejor para él, porque podría comprar una rectoría con el dinero que le ha dejado su abuelo pero, de momento, no sabemos lo que el muchacho querrá hacer cuando llegue la ocasión y, por lo que sabemos, hasta podría empeñarse en emigrar a los bosques de América como tantos otros jóvenes de ahora». De todos modos, le encantaba la idea de construir un órgano, y esto no le haría ningún daño, así que cuanto antes empezara, mejor.
Alethea pensó que evitaría problemas en el futuro si exponía el proyecto a su hermano y a su cuñada. «No creo», escribió, «que el doctor Skinner apruebe con gusto mi proyecto de incluir la fabricación de órganos en el plan de estudios de Roughborough, pero veré lo que puedo hacer con él, porque tengo gran ilusión por tener un órgano fabricado por Ernest, que él podrá tocar mientras esté en mi casa, y que le cederé para siempre en cuanto él tenga la suya, aunque de momento sea de mi propiedad porque yo voy a pagarlo.» Esta última frase la incluyó para dejar claro ante Theobald y Christina que ellos no tendrían que poner dinero alguno en el proyecto.
Si Alethea hubiese sido tan pobre como las señoritas Allaby, el lector puede imaginarse cómo habrían reaccionado los padres de Ernest ante la idea, aunque también es verdad que, si hubiera sido tan pobre como ellas, jamás lo habría propuesto.
Otra cosa que tampoco les hacía mucha gracia era que Ernest tuviera acceso a los libros de su tía, aunque estaban dispuestos a tolerarlo si eso la mantenía alejada de la familia de John Pontifex. El único asunto que a Theobald le disgustaba de verdad era que el muchacho se mezclara con personas poco recomendables si se le animaba a seguir con la música, algo que a él siempre le había producido cierto desagrado.
Ya había venido observando antes con preocupación que Ernest tendía a relacionarse con ese tipo de personas, y que podría terminar mezclándose con gentes que corromperían su inocencia. Christina temblaba ante esta posibilidad pero, una vez expuestos sus recelos ante el proyecto, sintieron (y cuando las personas empiezan a «sentir», es porque van a tomar la decisión considerada más terrenal) que oponerse a la idea de Alethea era estropear el futuro de su hijo más de lo debido, así que al final accedieron, aunque no de muy buena gana.
Poco tiempo después, Christina acabó haciéndose a la idea, y entonces se le ocurrieron argumentos para defenderla con su característico entusiasmo. Si la señorita Pontifex hubiera sido un paquete de acciones del ferrocarril, podría decirse que aquellos días subió muchísimo en la bolsa de Battersby. No iban a seguir subiendo siempre, pero la verdad es que su trayectoria fue ascendente, durante una temporada.
Christina empezó a pensar obsesivamente en el órgano. Parecía como si fuese ella misma la que iba a fabricarlo, y no habría otro como él en toda Inglaterra en lo que se refiere a su fuerza y a su timbre. Incluso se imaginaba al famoso doctor Walmisley de Cambridge
Lo inaugurarían solemnemente, con la presencia del obispo y, tal vez, del joven Figgins (por cierto, tenía que preguntarle a Ernest si Figgins todavía estaba en Roughborough) que, incluso, tal vez podría convencer a su abuelo, lord Lonsford, para que acudiera al acto. Lord Lonsford, el obispo y todos los presentes la felicitarían, y el doctor Wesley o el doctor Walmisley, que presidirían la ceremonia (no importaba cuál de los dos), le diría:
- Mi querida señora Pontifex, nunca he tocado un instrumento más notable.
Ella le contestaría devolviéndole una de sus más dulces sonrisas, y a continuación diría que la iba a hacer sonrojarse, a lo que él respondería que todos los hombres notables (en este caso, Ernest) tenían siempre mujeres notables por madres, etc. La ventaja que tiene adularse uno mismo es que puede hacerlo justa y exactamente cuando más le conviene.
Theobald le escribió a Ernest una carta breve y airada á propos del proyecto de su tía.
«No voy a arriesgarme», decía, «a decir si va a salir algo bueno de todo esto, pues ello dependerá de tu propio esfuerzo. Hasta ahora, has disfrutado de singulares ventajas, y tu amable tía se está portando contigo de forma muy cariñosa. Pero debes dar más pruebas de estabilidad y firmeza de carácter de las que has dado hasta ahora para que este asunto del órgano no termine siendo una decepción más.
»Voy a insistir en dos aspectos. Primero, que esta actividad no distraiga tu atención de tu latín ni de tu griego («no son míos», pensó Ernest, «y nunca van a serlo») y, segundo, que esta casa no huela a cola ni a serrín si vas a trabajar en el órgano durante tus vacaciones.»
Ernest era aún demasiado joven para darse cuenta de la hosquedad que transmitía esta carta. Pensaba que los ásperos comentarios que contenía eran perfectamente justos. Sabía que le faltaba perseverancia, pues solía aficionarse a cosas durante cierto tiempo y luego dejaban de interesarle, cosa que no estaba bien. La carta de su padre le provocó un arranque de melancolía al hacerle pensar en su poca valía, pero le consoló pensar en el órgano, porque se sentía seguro de que, al menos, podía dedicarse con tesón a una cosa sin hartarse de ella.
Se decidió que la construcción del órgano no empezaría hasta que finalizaran las vacaciones de Navidad y que, hasta entonces, Ernest se dedicaría a hacer trabajos básicos de carpintería para aprender a usar las herramientas. La señorita Pontifex se hizo instalar un pequeño taller de carpintería en un pabellón situado en su jardín, y acordó con el carpintero de más reputación de Roughborough que uno de sus oficiales vendría un par de horas a la semana a supervisar el trabajo de Ernest. Luego le encargó diversos trabajos simples y se los pagó muy bien, además de suministrarle herramientas y materiales. Nunca le daba consejos, ni le decía que todo iba a depender de su propio esfuerzo, pero lo besaba con frecuencia y, siempre que entraba en el taller, cumplía tan bien el papel de alguien interesado realmente en lo que su sobrino hacía que, en poco tiempo, llegó a interesarse de verdad.
¿Qué muchacho no iba a responder bien ante tales estímulos? A todos les gusta fabricar cosas, y las labores de aserrar, cepillar y clavar llegaron a ser lo que su tía deseaba desde el principio: una tarea que lo ejercitara físicamente, pero no demasiado, y que, al mismo tiempo, lo mantuviese entretenido. Cuando la escuálida cara de Ernest resplandecía mientras trabajaba y sus ojos brillaban de satisfacción, parecía un muchacho totalmente diferente de aquél del que su tía había decidido ocuparse unos pocos meses antes. Y su yo interior no le decía nunca que estaban engañándolo, como cuando estudiaba latín y el griego. Valía la pena vivir para hacer banquetas y cajones y, después de Navidad, el órgano, del que no dejaba de acordarse en ningún momento.
Su tía le permitió invitar a algunos amigos, y se las arregló para que invitara precisamente a los que su instinto consideraba los mejores. Se preocupó también de que cuidara su aspecto personal, sin tener que rogárselo. La verdad es que consiguió maravillas en el poco tiempo del que disponía y, si no hubiera muerto tan pronto, creo que mi héroe nunca hubiese caído bajo la nube que cubrió de una espesa oscuridad sus primeros años de mocedad. Por desgracia para él, el rayo de sol que lo protegía era demasiado caliente y brillante, y aún le quedaba aguantar más de una tormenta hasta poder ser feliz. De momento, sin embargo, lo era plenamente, y su tía estaba contenta y agradecida por su felicidad; podía percibir la mejoría tanto en él mismo como en el cariño sin reservas que le profesaba. Lo quería más y más cada día, a pesar de sus muchos defectos y de sus increíbles estupideces. Quizá eran éstas las que hacían ver a Alethea cuánto la necesitaba y, por la razón que fuera, cada vez se convenció más de que debía ocupar el lugar de sus padres y considerarlo como un hijo más que un sobrino. Pero, a pesar de todo, no hizo testamento.