CAPÍTULO X
La entrevista, como todas las demás cosas buenas, tocó a su fin. Los días eran cortos, y la señora Allaby tenía aún que recorrer seis millas hasta llegar a Crampsford. Cuando se acomodó en su asiento, su factótum, James, no pudo percibir ninguna alteración en su aspecto, y poco podía imaginar la serie de deliciosas visiones que, junto con su señora, se disponía a transportar a casa.
El profesor Cowey había publicado varias obras por intermediación del padre de Theobald, y la señora Cowey, a su vez, tuteló a Theobald desde el principio de sus estudios universitarios. Hacía tiempo que le tenía echado el ojo, pues sentía como una obligación sacarlo de la lista de jóvenes casaderos en la misma proporción que la señora Allaby sentía que debía encontrar esposo para una de sus hijas. De modo que le escribió pidiéndole que viniera a verla, en términos que pudieran despertar su curiosidad. Así lo hizo y, en la entrevista, abordó el asunto de la delicada salud del señor Allaby, y tras encargarse de eliminar todos los obstáculos que le correspondían, según el compromiso que había adquirido, se acordó que Theobald acudiría a Crampsford seis domingos consecutivos, y que se haría cargo de la mitad de las obligaciones del señor Cowey por media guinea cada domingo, pues la señora Cowey redujo sin piedad el estipendio habitual y Theobald no fue lo bastante fuerte para oponerse.
Desconocedor de las tramas que estaban preparándose para mejorar su paz mental, y sin pensar nada más que iba a ganar tres guineas y, tal vez, asombrar a los habitantes de Crampsford con sus conocimientos académicos, Theobald se desplazó a la rectoría un domingo, a primeros de diciembre, sólo unas pocas semanas después de haber sido ordenado. Preparar el sermón, que versaba sobre geología, le costó un enorme esfuerzo. Era un asunto que entonces estaba de gran actualidad, por ser una pesadilla para los teólogos. En él exponía que, si la geología servía para algo, pues Theobald era demasiado liberal para despreciarla por completo, era en realidad para confirmar el carácter plenamente histórico de la crónica mosaica de la Creación contenida en el Génesis. Todos los fenómenos que, a primera vista, pareciesen ir en contra de esta explicación, eran sólo parciales, y quedaban invalidados tras una investigación. Todo resultó de un gusto excelente, de modo que cuando Theobald visitó la casa del párroco, para almorzar entre uno y otro oficio, el señor Allaby le felicitó calurosamente por su debut, mientras las mujeres de la familia apenas podían encontrar palabras para expresar su admiración.
Theobald no sabía nada de mujeres. Las únicas con las que había tenido contacto eran sus hermanas, de las cuales dos siempre le estaban regañando, así como unas cuantas amigas del colegio al que ellas iban, que fueron invitadas a Elmhurst por su padre. Quizá estas jóvenes se mostraron demasiado tímidas, de modo que Theobald no pudo relacionarse con ellas, o quizá pensaron que debían mostrarse inteligentes y le habían dicho cosas ingeniosas. Y, si él no decía nada ingenioso, no quería que nadie más lo dijera. Además, hablaban de música, cosa que él odiaba, o de pintura, que también odiaba, o de libros, los cuales también odiaba a excepción de los clásicos. En varias ocasiones le pidieron que bailara con ellas, pero él no sabía bailar, ni tampoco quería aprender.
En las reuniones de la señora Cowey, conoció también a algunas jóvenes que le fueron presentadas. Trató de ser agradable, pero siempre le quedó la impresión de no haberlo conseguido. Las muchachas del grupo de la señora Cowey no eran precisamente las más atractivas que podían encontrarse en Cambridge, y podemos disculpar a Theobald si no se volvió loco por la mayoría de ellas pues siempre que, durante uno o dos minutos, le tocaba estar con alguna más bonita y agradable, alguien menos tímido que él los interrumpía y se llevaba a la muchacha consigo, dejándolo, en lo que se refiere al bello sexo, como el hombre de la piscina de Betzata
No puedo decir qué habría hecho con él una muchacha realmente atractiva, pues el destino no puso a ninguna en su camino, exceptuando a su hermana menor, Alethea, que, de no ser su hermana, posiblemente le habría gustado mucho. El resultado de sus experiencias era que no se sentía bien con las mujeres, y que relacionarse con ellas no le reportaba placer alguno. El papel de Hamlet había sido suprimido tan completamente en la obra que a él le tocó representar, si es que alguna vez se incluyó, que terminó por no creer en su existencia. En lo que se refiere a besar, nunca había besado a ninguna mujer en toda su vida, con la excepción de su propia hermana y de las mías, cuando todos éramos pequeños. Además de estos besos, hasta muy poco antes se había visto obligado a implantar un flojo beso en la mejilla de su padre todas las noches y todas las mañanas. Según lo que he podido averiguar, eso era todo lo que Theobald sabía sobre besos en la época que estoy describiendo. La conclusión de todo lo anterior era que había llegado a aborrecer a las mujeres, considerándolas como seres misteriosos, cuyos caminos y pensamientos no eran los suyos
Con estos antecedentes, era muy natural que Theobald se encontrase más bien azorado al verse halagado por cinco jóvenes desconocidas. Recuerdo que, cuando yo era niño, una vez me invitaron a tomar el té en una escuela para señoritas a la que acudía una de mis hermanas. Todo fue bien mientras tomarnos el té, porque la directora del establecimiento estaba presente. Pero, cuando terminamos, ella tuvo que ausentarse y yo me quedé solo con las niñas. Justo después de que saliera por la puerta, la capitana del grupo, que tenía más o menos mi misma edad, se levantó, me señaló con el dedo, hizo una mueca y dijo solemnemente:
- ¡Chico asqueroso!
Y todas las demás niñas la imitaron, haciendo la misma mueca e insultándome por ser un muchacho. Me asusté mucho. Recuerdo que lloré, y que pasó mucho tiempo antes de poder mirar a una niña sin que me entraran enormes deseos de huir.
Theobald sintió al principio algo parecido a lo que yo sentí en aquella escuela, salvo que las señoritas Allaby no lo llamaron chico asqueroso. El padre y la madre fueron tan cordiales, y ellas mismas le facilitaron la conversación con tanta destreza que, antes de que el almuerzo hubiese terminado, Theobald pensó que la familia era realmente encantadora y se sintió apreciado de un modo al que, hasta entonces, no estaba acostumbrado.
Con el almuerzo, su timidez se evaporó. No era un muchacho vulgar, pues su prestigio académico era excelente. No había nada en él que pudiese resultar poco convencional, o ridículo. La impresión que dejó entre las jóvenes muchachas era tan favorable como la que ellas dejaron en él, pues no sabían mucho más de hombres que él de mujeres.
Nada más despedirse, se quebró la armonía del lugar, pues la cuestión de cuál de ellas iba a convertirse en la señora Pontifex hizo estallar una tormenta.
- Queridas mías- dijo el padre al ver que no era posible que ellas mismas dirimiesen el asunto por sí mismas-, esperad a mañana y os lo jugáis a las cartas.
Y dicho esto, se retiró a su estudio para tomarse un vaso de whisky y fumarse una pipa, como hacía todas las noches.