CAPÍTULO LXII
Este consejo, además de ser bastante razonable, le ahorraría a mi héroe tanto tiempo como incertidumbre, de modo que no dudamos en seguirlo. Ernest iba a comparecer sobre las once, pero nosotros conseguimos retrasar el acto hasta las tres, primero para que pudiera ordenar sus ideas y, segundo, para que me firmara un poder que me permitiera actuar en su nombre del modo que considerase más conveniente mientras él estuviera en la cárcel.
Entonces salió lo de Pryer y el Instituto de Patología Espiritual. A Ernest le costó más esfuerzo contarnos esto que el asunto de la señorita Maitland, pero al final nos lo reveló todo, incluida la sorpresa de que había puesto en manos de Pryer hasta el último penique que tenía, sin más seguridad que un pagaré firmado por éste. Si bien Ernest aún se resistía a creer que Pryer pudiera ser acusado de conducta poco honorable, comenzaba a darse cuenta de las estupideces que había cometido, aunque todavía estaba seguro de poder recobrar la mayor parte de su dinero, por lo menos en cuanto Pryer tuviera tiempo de vender las acciones. Towneley y yo teníamos una opinión distinta al respecto, pero nos abstuvimos de decir lo que pensábamos.
La espera de aquella mañana se hizo insoportable en un ambiente tan poco familiar y hostil como aquél. Recordé las palabras del salmista, dichas con tranquila ironía: «Porque más que mil vale un día en tus atrios»
El señor Ottery, nuestro abogado, siguió la táctica que había propuesto. Sus únicos testigos fueron el párroco, Towneley y yo, y luego se encomendó a la benevolencia del magistrado. Cuando terminó, el juez pronunció las siguientes palabras:
- Ernest Pontifex, su caso es uno de los más dolorosos que he tenido que juzgar nunca. Usted se ha beneficiado considerablemente de su origen y de su educación. Sus padres han sido ejemplos a seguir, y seguramente le hicieron ver, desde niño, cuán execrable es el delito que ha cometido, según propia confesión. Fue alumno de uno de los mejores colegios privados de Inglaterra. Y no es probable que en el saludable ambiente de un colegio como Roughborough fuera objeto de influencias perversas. Lo normal, incluso podría decir lo más seguro, es que el colegio le hiciera ver la abyección que supondría cualquier intento de abandonar la castidad mas estricta hasta llegar al matrimonio. En Cambridge fue protegido de la impureza por todos los medios que las autoridades del lugar, de acuerdo con su política de vigilancia y observación de la virtud, pudieron idear e, incluso si esos medios resultaban insuficientes, seguramente sus padres cuidaron de que no malgastara el dinero en personas disolutas. De noche, los vigilantes de las calles le impedían la entrada en cualquier lugar donde se sospechara la presencia del vicio. De día, las únicas mujeres a los que se les permitía pasar al interior del college eran escogidas por ser viejas y feas. Resulta difícil imaginar qué más se puede hacer por un joven. Durante los últimos cuatro o cinco meses usted ha sido sacerdote, y si aún le quedaba algún pensamiento impuro en la mente, la ordenación debió acabar con él. Sin embargo, parece que su mente es impura, como si ninguna de las influencias a las que he aludido hubiera surtido el menor efecto, y lo que es peor, no ha sido capaz de distinguir una muchacha respetable de una prostituta.
»Si me ciñera estrictamente a mi deber, le enviaría a juicio, pero al tratarse de su primer delito, voy a tratarlo con indulgencia. Le condeno a prisión con trabajos forzados por un período de seis meses.
Towneley y yo quisimos detectar cierto rastro de ironía en las palabras del juez, y pensamos que iba a ser aún más indulgente, pero ni una cosa ni la otra se cumplieron. Obtuvimos permiso para ver a Ernest durante unos minutos antes de que se lo llevaran a Coldbath Fields, donde iba a cumplir su condena, y le encontramos tan agradecido por haber sido juzgado tan rápidamente que ni siquiera parecía importarle el trance por el que iba a pasar los siguientes seis meses. Cuando saliera, dijo, cogería lo que quedara de su dinero, se iría a América o a Australia y nadie sabría nada mas de él.
Y así nos despedimos. Yo iba a encargarme de escribirle a Theobald, y también de ordenar a mi abogado que recuperase el dinero que estaba en manos de Pryer. Por su parte, Towneley iba a hablar con los periodistas para intentar que el caso no apareciese en los periódicos. Tuvo suerte con los periódicos caros, pero uno de baja estofa lo publicó. Fue el único que no se dejó sobornar.