El sacrificio

Scapa sentía un nudo en su pecho. Veía la realidad que ocurría a su alrededor absolutamente borrosa.

Cuatro anillos de jinetes rodeaban el palio de Arane y Scapa. Desde atrás, los soldados pasaban junto a ellos como la marea que muere en una pequeña playa de rocas. Allí donde veían en la distancia los altos árboles del bosque tenía lugar la batalla.

Desde donde estaban, la contienda se veía todavía diminuta… y su tremendo estruendo sonaba como el ulular del viento. Y, sin embargo, el puño de Scapa, cerrado en torno a las cachas del puñal, temblaba tan aparatosamente que los nudillos se le habían puesto blancos. Sabía que Arane, desde el inicio de la batalla, estaba tan lívida como él.

Pero ahora se dio cuenta de que sonreía. ¿Admiraba la gigantesca e imparable marea viva de su ejército? Aquella masa negra y en ebullición, que barría los laterales del palio, se derramaría sobre el bosque y sofocaría cualquier oposición. Y ella, Arane, era quien lo había capitaneado todo. Era ella la que tenía en sus manos el poder sobre cincuenta mil guerreros grises. Cada estocada de espada que ese día acabara con un guerrero de los Bosques Oscuros sería su estocada. Cada grito que se gritara, su grito. Cada centímetro que se conquistara, lo conquistaría ella.

—¿Qué tal van las cosas por allí delante? —preguntó finalmente sin ocultar su complacencia.

—Majestad, los cercos de vuestros guerreros resultan infranqueables —dijo el rey de Dhrana, que cabalgaba junto a ellos, con un dejo soñador.

Scapa miró al anciano con desconfianza. No se fiaba de él, con aquella manera de hablar que le hacía parecer siempre distraído. Era como si estuviera más muerto que vivo. Además, todo su cuerpo temblaba como si le resultara difícil mantenerlo bajo control…

—Quiero verlo bien —anunció Arane.

—¿Qué? —Scapa se apartó del rey de Dhrana—. Es demasiado peligroso. Deberíamos aguardar a que ya no exista esa resistencia tan feroz. ¿No crees?

Por un breve espacio de tiempo pareció que Arane luchaba consigo misma, pero por fin miró de nuevo hacia la linde del bosque y dijo:

—Cuando ya no exista esa resistencia tan feroz; de acuerdo.

Transcurrió una hora. El viento frío les golpeaba el rostro y provocaba olas en la tela del palio. Comenzó a caer una nieve fina. Cuando Scapa se limpió los copos de los ojos, éstos estaban teñidos de rojo. Horrorizado, se limpió las manos en la capa.

El fragor de la batalla se aproximaba. Algunos guerreros de los Bosques Oscuros habían logrado adelantar posiciones. Pudieron salir del bosque y combatían en las colinas abiertas. Pero también varios guerreros grises habían podido adentrarse en el bosque, porque a gran parte de ellos ya no se les veía por ningún lado.

Los caballos se estaban poniendo nerviosos. Olían la sangre, y oían el griterío y el tintineo de las armas que el viento les traía cada vez con más potencia. Los animales comenzaron a caracolear excitados en la nieve. Y, por fin, Arane levantó su fusta y dio un chasquido al aire. Luego dijo:

—¡Vayamos adelante! Quiero contemplar la batalla.

Inmediatamente se pusieron en marcha. Los cuatro anillos defensores cabalgaron custodiando el palio rojo en su centro.

De improviso sonó un rugido desgarrador. Los caballos relincharon. Un hombre hercúleo, tan grande como un gigante, apareció ante la guardia de la Criatura Blanca. Su maza salió volando por los aires, arrancó a un jinete de su silla, hirió a otro en la espalda y lo desequilibró hacia delante. Arane soltó un grito agudo, y sucedieron varias cosas a la vez.

Un guerrero gris decapitó al gigante de un tajo de su espada. Sonó un alarido, pero no fue el hombre el que lo emitió, pues se derrumbó sin más como un tronco partido sobre la nieve. Fue el rey Ileofres.

Tenía sus ojos turbios abiertos como platos. Con las manos tensas como garras, se había tirado del caballo hacia Arane.

—¡La corona! —gritaba—. ¡La corona es mía!

Scapa fue a desenfundar el puñal, pero paró a medio movimiento. En cuanto las manos agarrotadas del rey rozaron la falda de Arane, el monarca se echó hacia atrás como hace la cera derretida ante el fuego y un bramido de dolor salió de su boca.

Las llamas cubrieron su rostro como un muro de fuego que hubiera nacido de la nada. Trató de golpearse los ojos con las manos. Salía humo por cada poro de su cuerpo, le estallaba la piel. Cayó de rodillas. Sus manos crispadas se volvieron rojas, se fundieron bajo siseos y vapores, y ennegrecieron. Entonces, el rey se quedó retorcido e inerte sobre la nieve. Tenía la piel carbonizada.

Scapa seguía mirándolo cuando él llevaba ya tiempo sin moverse. Aquella imagen aterradora no le permitía articular palabra. No podía decir nada, no podía pensar.

Arane jadeaba. Por fin logró sobreponerse; tiró de las riendas con fuerza, tanto que su caballo se encabritó, y ordenó:

—¡Y ahora, adelante!

Scapa arrancó la mirada del rey quemado. Y, con toda la energía que le quedaba, trató de rehacerse de las náuseas que sentía mientras se abrían camino hacia los altos árboles susurrantes de los Bosques Oscuros.


* * *


Nill y el ciervo se habían refugiado en el corazón del bosque. El estruendo de la contienda retumbaba entre los árboles.

La joven sentía calor bajo el pesado traje de batalla. Aún montada sobre el animal, se abrió el cuello del jubón para que el aire fresco pudiera penetrar en su cuello y su nuca. Acababa de enfrentarse con dos guerreros grises; al primero había logrado matarlo en pleno galope; al segundo el ciervo lo había ensartado con su cornamenta. Sus sentidos se habían agudizado más que nunca y, al mismo tiempo, se sentía como prisionera de un sueño. La espada tintineaba en su cinto y su mano izquierda se cerró en torno al punzón de piedra. Estaba caliente, sí. Pero su mano sudaba. Por eso no supo si percibía su propio calor.

La calma del bosque la envolvió. Únicamente el ruido de los cascos del ciervo repercutía en las lejanas copas de los árboles, el vocerío de los contrincantes no era más que un silbido en el viento. Estaba sola. Y a salvo, susurró una voz esperanzada en su cabeza. Pero una parte de Nill no deseaba estar a salvo.

—Por favor —dijo cerrando los ojos—. ¡Por favor! Haced que encuentre a la reina… Espíritus de los bosques, ¡conducidme hasta ella!

Como imbuido de una súbita determinación, el ciervo se quedó parado de golpe. Ella se desequilibró y, unos segundos después, cayó sobre la nieve.

Con dedos temblorosos sacó el punzón del bolsillo. Por su mente pasaron imágenes de la batalla. Aquella matanza increíble. Oyó los gritos. Vio a los dos guerreros grises que acababa de matar, que habían muerto ante sus propios ojos. La sangre, que se derramaba sobre la nieve…

¡Todo aquello finalizaría si moría la reina! ¡Si los elfos de los pantanos eran liberados de su hechizo, terminaría aquella absurda contienda! Había llegado el momento, finalmente, de que Nill cumpliera su misión y otorgara al cuchillo mágico el fin para el que había sido creado, ¡debía acabar con aquel horror!

Cerró los ojos con fuerza. Si no acometía su tarea, los Bosques Oscuros estarían perdidos. Los integrantes de las distintas razas no iban a soportar mucho tiempo más la supremacía de Korr.

—¡Espíritus del bosque, escuchadme, como siempre lo habéis hecho! Os necesito, ¡escuchadme! Llevadme hasta la Criatura Blanca. ¡Llevadme hasta la reina! ¿Dónde está? ¿Está en los bosques? ¿Está aquí? Decídmelo, ¡hablad conmigo como lo hacíais antes!

Recordó desconcertada todas las premoniciones que los árboles le habían susurrado en la calma del bosque. Vio ante ella el gallinero que, cinco años antes, se había destrozado por la caída de un abedul, pero del que habían podido salvar las gallinas a tiempo. Rememoró los campos anegados por la lluvia, de los que ya le había avisado a Agwin cuatro días antes de la inundación. Y se acordó de Grenjo, miles de veces el susurro de los árboles le había conducido hacia él. Lo vio pescando en el río, a cien metros de la aldea. Ella corría a su encuentro cuando, por la noche, él regresaba de los bosques, y nunca fallaba la dirección por la que iba a aparecer.

—¡Hablad conmigo, espíritus! —musitó.

Una brisa ligera movió el ramaje más allá de su cabeza. Las ramas de pinos y abetos se balancearon hacia delante y hacia atrás. Nill apoyó la frente sobre el caliente punzón y permaneció arrodillada, sin moverse. Su respiración se hizo más acompasada. El bosque extendió su sosiego sobre la muchacha como una amplia, suave oscilación. Nill se hundió en ella, igual que había hecho infinidad de veces, y planeó en su música. Respondió a los árboles como lo había hecho a lo largo de toda su vida. Sólo que fue la primera vez que lo hizo conscientemente.

«Por favor», susurró en su pensamiento. «Conducidme hasta la Criatura Blanca».

Y los bosques susurraron:

«Aquí…».


* * *


Se habían detenido en un pequeño calvero. Alrededor de Arane y Scapa el suelo emprendía una ligera cuesta, de tal modo que quedaban ocultos en aquella hondonada. El terreno estaba atravesado por las numerosas raíces de los abetos centenarios que se cerraban, crujiendo y susurrando, en torno a ellos.

Se habían deshecho del palio rojo y Arane había ordenado también la retirada de su guardia personal. Tras lo ocurrido con el rey Ileofres, daba la impresión de que cualquier atisbo de miedo hubiese desaparecido de ella. La corona Elrysjar la hacía invulnerable, acababa de verificarlo. Podría darse a conocer en medio del estruendo de la batalla sin que fuera preciso que temiera por su vida. Todo aquel que intentara tocarla acabaría carbonizado.

—Qué bonito es esto —dijo Arane en medio de aquel frío ambiente, mientras giraba despacio en un círculo. El bajo de su vestido barrió la nieve.

Los caballos estaban algo más allá, bufando incrédulos ante la súbita calma tras la persecución por los bosques.

La joven aspiró profundamente.

—Esta noche montaremos aquí el campamento. Y mañana temprano el Reino de los Bosques Oscuros será mío.

Scapa estaba sentado en la nieve. Habían tenido que galopar durante bastante rato hasta dar con aquel lugar escondido y, al contrario que Arane, él había temido por su vida cada vez que se habían topado con una nueva flecha o con un nuevo guerrero. Pero en ese instante, curiosamente, ya no sentía ningún temor.

Apoyó la espalda en la nieve. Sobre él flotaba un torbellino de copos blancos. Las cúspides de los pinos se balanceaban adelante y atrás, como si fueran a caer en el momento menos pensado encima de él. Pero no lo hicieron. Amenazaban con ello, pero no se decidían. Reinaba una profunda quietud…

Arane estaba sobre él. Le miró, pero no sonreía. Se mostraba muy pensativa, tenía esa mirada sombría que había asustado a Scapa otras muchas veces. Pero él no dijo nada y ella también continuó callada. El sosiego de aquel día de invierno, aquella paz fingida eran demasiado perfectos.


* * *


Tras titubear un poco, Nill se quedó quieta. Con una mano sujetaba el punzón de piedra, con la otra desenvainó la espada.

Ante ella estaba el campo de batalla, abandonado. Las banderas blancas y rojas y los sencillos estandartes de los elfos libres se erguían sobre los restos, ondeando hechos jirones al viento. Aquí y allá, se elevaban columnas de humo, y en los lugares donde habían atinado las flechas incendiarias ardían algunos fuegos.

Nill miró una última vez los ojos oscuros del ciervo. Le dio las gracias en silencio e inclinó levemente la cabeza, como hacían los elfos.

—A partir de ahora me las arreglaré sola. Estoy en deuda contigo.

El ciervo pareció comprender. Bufó, las nubéculas de su aliento alcanzaron a Nill, y con un gesto distinguido elevó la cornamenta. Luego, la muchacha se dirigió hacia la explanada.

El suelo estaba cubierto de cadáveres. Le costaba respirar a medida que avanzaba entre la masacre. Sus pies crujían al contacto con la tierra helada. El viento ululaba sobre el campo de batalla. La capa rota de un elfo muerto tremoló en el aire.

Nill se internó en el bosque. La luz del día se fue apagando y unas sombras inquietantes la cubrieron. Del punzón, en su mano, emanaba un calor pulsante. Alrededor de la muchacha, provenientes de los troncos ancestrales, palpitaban voces susurrantes… La hacían avanzar, adelante, adelante, y sus pies parecían moverse por sí mismos.

Nill no supo cuánto tiempo caminó por el bosque. Era como si flotase y ningún rumor más llegó ya a sus oídos.

Sólo en una ocasión sintió de lejos el estrépito de la contienda. Paró súbitamente y las voces del bosque tiraron de nuevo de ella con sus hilos invisibles. Frente a la joven aparecieron unos abetos oscuros. Sus ramas se movían al viento como abanicos. El corazón de Nill se aceleró. En su mano el punzón ardía. Su parte superior se había afilado como un agudo colmillo.


* * *


Scapa la vio primero. El miedo contrajo sus músculos, se levantó y se situó junto a Arane.

Una figura había aparecido por el claro. Su cabello ondeaba al viento. Llevaba una espada corta en una mano y en la otra, el punzón de piedra.

—¿A quién tenemos aquí? —dijo Arane. Al momento, se colocó detrás de Scapa y continuó observándola por encima del hombro de él.

Ella se acercó con pasos lentos. Los separaban diez metros.

Scapa percibió que, a su espalda, Arane respiraba más deprisa. Tras un titubeo, sacó su puñal.

Nill se quedó quieta. Su cara se mostraba inexpresiva.

—¡Vaya, la pequeña bastarda! —masculló Arane. Cuando Nill comenzó a rodearla con precaución, también Arane caminó alrededor de Scapa, para no tener a la joven justo enfrente—. Eres persistente, ¿eh? Mala hierba nunca muere…

Nill tragó saliva. De manera apenas perceptible, levantó el cuchillo. Miraba sólo a Arane, no a Scapa. A él no podía mirarlo.

—Te prevengo, ¡desaparece! —la voz de Arane retumbó a través del aire—. Si no, haré que te maten, ¿me escuchas?

Las aletas de la nariz de Nill temblaron cuando dijo:

—Todavía eres casi una niña.

—¿Y qué es lo que eres tú, asquerosa cría de elfos? —se burló la reina.

—Yo —respondió Nill despacio— soy la portadora del cuchillo mágico —lo levantó y señaló con él a la Criatura Blanca.

Los dedos de Arane se clavaron en los hombros de Scapa.

—Voy a matarte —jadeó Nill. La espada resbaló de su mano y cayó sobre la nieve con un ruido sordo. Con pasos sincopados, la muchacha se acercó a Arane.

—¡Haz algo! —musitó ella en la oreja de Scapa—. ¡Mátala! ¡Mata a esa elfa! — Arane se echó hacia atrás sin dejar de observar a Nill; sus manos agarraron la corona negra. Su rostro se contrajo de dolor mientras se quitaba a Elrysjar de la cabeza.

Nill se quedó quieta sin saber qué hacer. En dos pasos, Arane estaba de nuevo junto a Scapa. De pronto él sintió el peso de la corona sobre su cabeza: Arane le había puesto a Elrysjar.

El horror le paralizó. El paisaje daba vueltas delante de sus ojos, luego todo se tiñó de negro. Por su cabeza se extendía un dolor denso. Se le metía por todo el cuerpo, llenaba su pecho de una frialdad tan aguda que le faltaba el aire.

—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? —gritó Arane triunfante—. Le amas, ¿no es cierto? ¡Ja! ¿Qué lástima! —la muchacha rodeó a Scapa con impaciencia. Él permanecía quieto en la nieve. Sus ojos parpadeaban—. Bueno, venga, ¿no querías matar al rey de Korr? ¡Aquí lo tienes ante ti! ¿Vas a matar a Scapa; a Scapa, de quien estás enamorada?

La mano de Nill temblaba violentamente.

Las sombras se adueñaron del rostro de Scapa. Sus dedos se tensaron, las venas se marcaron en su cuello. La magia negra de la corona se estaba apoderando de él… Se inclinó jadeando hacia delante, como si el peso de la corona fuera excesivo, como si se estrechara más y más alrededor de su frente. Al mismo tiempo, una sonrisa crispada y delirante asomó a sus labios. ¡Qué poder el de la corona!

—¡No! —respiró fatigosamente, palpándose el pecho.

—Scapa —dijo Arane a su lado—, ¡quítale el cuchillo! ¡Mata a la elfa!

Él se aproximó a Nill con pasos rígidos.

La chica tropezó hacia atrás mientras susurraba:

—No… —él no oía nada. Nill apretó los dientes, tanto que le dolieron. Las lágrimas inundaron sus ojos—. ¡Tu amor te ha cegado! —gritó—. No ves lo que ocurre a tu alrededor. ¡No quieres verlo!

Scapa no dijo nada.

Tras él, Arane reía.

—¡Es a ti a quien el amor ha cegado, cría de elfo! ¡Scapa no escucha a los elfos!

Nill sacudió la cabeza en silencio. La mirada de Scapa era más fría y mostraba más odio que nunca. Nill mantenía el cuchillo mágico dirigido hacia él mientras retrocedía paso a paso.

—¡Mátala! —gritaba Arane—. ¡Mátala! ¡Tráeme el punzón de piedra! ¡Tráemelo!

Las manos de él se lanzaron hacia Nill y agarraron su brazo.

—¡No! —sollozó ella.

Él le arrancó el punzón de la mano. Su propio puñal cayó al suelo. Y de pronto Nill se percató de que las lágrimas asomaban a sus ojos vacíos.

Los labios de Scapa se abrieron. El amago de una sonrisa afloró a su rostro cuando miró a través de ella.

—Lo siento, Nill.

Levantó el ardiente cuchillo y se cortó las venas.

De su boca no salió ningún grito. Ni un solo tono. Sus ojos se agrandaron y perdió pie. Trastabilló, sus rodillas se doblaron y se desplomó en el suelo. La nieve absorbió la sangre que salía de su brazo. De la corona de piedra se derramaron unas sombras aceitosas que se filtraron por el suelo.

Nill cayó a su lado. Las sombras se habían borrado del rostro del muchacho. Ahora estaba blanco, claro, como el cielo sobre ellos. Boqueó tratando de encontrar aire y sus ojos miraron como si algo gigantesco acudiera a buscarle. Nill acarició su mejilla.

—Arane —suspiró. Su aliento exhaló vapor—. Ara… Arane… ¡Ahora eres libre! — sus facciones se tensaron y una sonrisa tenue se dibujó en sus labios.

Arane chilló. Se abalanzó sobre Scapa y empujó a Nill con tanta fuerza hacia un lado que ella cayó sobre la nieve.

—¡SCAPA! —rodeó su cabeza con las manos y apretó contra ella su cara mojada por el llanto. Sus dedos se cerraron en torno a la herida de la muñeca, pero la sangre seguía derramándose incontenible—. ¡No, no! ¡SCAPA!

El suelo comenzó a estremecerse. Nill no lo sintió. Estaba como embotada, pero vio que Arane gritaba y se abrazaba a Scapa.

Surgieron ciervos de todas partes del bosque. Uno de ellos galopó hacia Nill y resopló; ella comprendió que le había seguido y había ido a buscar refuerzos.

Los ciervos arremetieron contra Arane. Ella no levantó la vista. Sus manos se cerraron alrededor de las de Scapa y entrelazó sus dedos. Los ciervos los sepultaron bajo sus cascos.

Nill permaneció de rodillas. Todo se desdibujó bajo un espeso manto de lágrimas.

Él estaba muerto. Lo había hecho para destruir la corona.

Scapa…


* * *


Hallaron a la reina sobre la nieve removida. Tenía el vestido hecho jirones y la melena rodeaba su cabeza como un sol naciente. A pesar de las fracturas y las heridas, su semblante reflejaba la paz que siempre había anhelado. Su mano se había entrelazado a la del joven que portaba la corona. En los pálidos labios de él asomaba una sonrisa.