El sueño de los humanos
Con los primeros rayos del sol, el príncipe de Dhrana abandonó la oscura posada y a Maferis.
Llevaba tres semanas de viaje. Días y días deambulando como una sombra por los pantanos. Por las noches se tumbaba entre el lodo y los juncos, y repetía entre susurros las palabras élficas que se había preparado. Cuando cerraba los ojos, veía brillantes tesoros ante él, un ejército de diez mil hombres, unas huestes que aclamaban su nombre, una corona de piedra… Y temblaba de alegría y ansia de poder, mientras seguía echado en la inmundicia.
Cuando llegó al pueblo de los elfos, estaba sucio de la cabeza a los pies, aterido de frío y muerto de hambre. Había ocultado su rostro humano tras una capa de lodo.
Los vigías lo escoltaron a través de las cabañas, que estaban apelotonadas como niños atemorizados. Lloviznaba. En algún lugar tras la plomiza neblina graznaron los cuervos.
La casa del rey era una cabaña de barro, en nada diferente a las de los elfos corrientes. La confianza se adueñó de aquella figura desarmada, sucia, que los guardianes de la aldea tomaron por un insignificante emisario de los elfos libres. Iba a ser muy sencillo tenderle una trampa a un rey que malvivía en un agujero así.
El príncipe repudiado subió los peldaños resbaladizos de la cabaña. Apartó la cortina de sarmientos trenzados y entró en la casa.
En el interior había un olor a hierbas aromáticas. El fuego crepitaba en un hogar. Sobre una silla baja de piel de lobo estaba sentado el rey, ensimismado y con la mirada perdida. Parecía calmoso. La corona Elrysjar, con irisaciones rojas a causa del reflejo del fuego, ceñía su frente.
—Soy un profeta —el príncipe habló despacio con la mirada puesta en la corona. Tensó la espalda poco a poco. Los ojos del rey parecieron aclararse. El príncipe sabía que era muy supersticioso. Maferis le había hablado con tanto odio y rechazo de las debilidades del rey que éstas se habían quedado grabadas a fuego en su cerebro—. Voy a vaticinaos cómo podréis liberar a vuestra hermana Xanye del espíritu malvado que atiende al nombre mortal de Maferis.
Con alguna dificultad, el rey se puso derecho en su silla. Sus manos se agarraron a sus brazos. Miró al desconocido fijamente.
—¿Quién eres? ¿Por qué sabes eso?
—Soy un vidente de los pantanos profundos —susurró el príncipe—. Revivo a cada criatura oculta, como a una serpiente en su escondrijo.
El rey se puso lívido de… —sí, ¡sí!— de respeto.
—¿Conoces lo ocurrido con Xanye? —preguntó. Su barbilla tembló—. ¿Sabes lo de Maferis?… Entonces, realmente debes ser un vidente, forastero. Xanye ya no habla. No sale ni una palabra de sus labios. Sus ojos no expresan nada desde que Maferis, el traidor, se marchó. No logró nuestra corona, pero ¡a Xanye le arrebató el corazón! — las manos del rey se cerraron en sendos puños—. Sólo sale del pueblo por las noches. Va descalza a las ciénagas y regresa al amanecer cuando la luz del día todavía no es muy fuerte.
—Está… posesa —murmuró el príncipe—. Del espíritu malvado de Maferis. Liberad a vuestra hermana del espíritu de Maferis. Y liberad al espíritu de Maferis de su ansia…
El rey le miró inmóvil.
—¿Cómo puedo liberarlos? —preguntó.
—¿Es eso todo lo que deseáis?
—Sí.
—¿Queréis hacer lo que sea por conseguirlo?
—Sí.
El príncipe respiró profundamente.
—Entonces escuchad lo que voy a deciros: ¡tenéis que liberar al espíritu de Maferis de su anhelo! Sólo así abandonará también el alma enferma de Xanye. Tenéis que liberarle del hechizo de la corona Elrysjar.
Una lágrima se deslizó por la mejilla del rey elfo.
—¿Cómo?
Los ojos del príncipe humano parecían dos guijarros. Lo había logrado. ¡Lo había logrado casi, estaba seguro de que lo lograría! Sus manos temblaron, pero se obligó a permanecer quieto. «Espera», se dijo a sí mismo. La palabra se fundió entre sus pensamientos como la mantequilla caliente. «Espera un poco…».
—Quitaos la corona —ordenó—. Ponedla delante de vuestros pies. ¡En el suelo! Y luego repetid tres veces el nombre de vuestra hermana. ¡Repetid el nombre! El anhelo de Maferis se evaporará como el humo en la lluvia.
El rey cayó de rodillas sollozando. Sus manos se cerraron en torno a la corona negra. Se la levantó de la frente. Luego dejó la diadema de piedra, la mitad de la corona que correspondía a los elfos de los pantanos, en el suelo, entre el rey… y el nuevo rey.
—Xanye —gimió—. ¡Xanye! ¡Xanye! ¡Maferis, deja a Xanye libre!
El príncipe se levantó. Como una sombra oscura se abalanzó sobre la corona y la ocultó con todo su cuerpo. El rey gritó… Luego el grito se acalló bruscamente. Su mirada se fijó en aquel sucio rostro humano. El hombre le había clavado un cuchillo en el pecho.
El rey de los elfos de los pantanos se quedó mirando sorprendido la sangre que salía de su herida. Llevaba mucho tiempo sin ver su propia sangre… ¡Era tan irreal! Aquel que portaba la corona Elrysjar no podía sangrar. Levantó la mirada de la herida. El humano sujetaba la diadema de piedra entre sus dedos crispados. Y de pronto estalló en una carcajada, bronca, estertórea, delirante. Con esa risa murió el rey. Y nació el nuevo rey.
Hombres, mujeres y niños corrieron fuera de sus casas a través de la lluvia. Se aproximaron temblorosos a la cabaña de su rey. El agua relucía sobre sus rostros grises y les hacía parecer criaturas esculpidas en piedra. Se quedaron atónitos cuando su rey salió de ella.
La lluvia que ahora tamborileaba con violencia sobre los charcos formaba regueros en su capa sucia. El nuevo rey permaneció un momento parado ante los elfos de los pantanos. Luego levantó las manos y se quitó la capucha: la pétrea corona Elrysjar ceñía su cabeza, brillante como una mancha de aceite. La lluvia se escurría por su cara; le limpió la tierra y la porquería, y salió a la luz el rostro sonriente de un humano.
—Seguidme —susurró solemne en la lengua de los elfos. Y cuando salió del pueblo, le seguían cuatrocientas figuras pálidas en silenciosa formación.
* * *
—¿Eso es todo? —se sorprendió la voz de la muchacha.
Los párpados del rey temblaron. Fue como si despertara de sus recuerdos… Se quedó mirando a Arane, luego fijó la vista en sus manos como si la sangre estuviera todavía adherida a ellas. La sangre del rey de los elfos de los pantanos, al que había apuñalado cuando se arrodilló ante él.
Arane notó, atónita, que las manos del rey empezaban a estremecerse. Se dio cuenta de que llevaba las uñas muy cortas. Los bordes de los dedos sobresalían rojos y despellejados por encima de ellas.
—Le clavé un cuchillo en el pecho —de pronto, se rió entre dientes—. ¡Le mató un cuchillo!
Arane tragó saliva. Tenía la boca seca. ¡ Ahora o nunca!
—¡A vos, mi rey, no os matará ningún cuchillo! —el rostro de Arane no dejaba entrever nada de su nerviosismo, nada de su plan—. Escuchad mi visión —musitó—. Escuchad lo que debéis hacer para acabar con el cuchillo mágico de los elfos libres. Se trata de un conjuro. Y cuando lo llevéis a cabo, ¡el cuchillo mágico estallará por el centro, se romperá y arderá como un trozo de carbón!
Un resplandor pasó por los ojos del rey.
—Arderá como un trozo de carbón —repitió.
—Como un trozo de carbón, sí. Será destruido para siempre.
—¡Se consumirá como la ceniza! —el rey se rió con unas carcajadas tan estridentes que Arane se estremeció.
La chica se puso en pie. Su mirada se oscureció. Las palabras que iban a salir de sus labios serían la causa de que fuera decapitada, o… el motivo por el que acabara siendo la reina más poderosa que el mundo hubiera conocido jamás.
—Cumplid lo que vi en mi visión, mi rey, y seréis invencible como un dios. Subid por la noche al punto más alto de la torre, allí donde los vientos susurran a las nubes. ¡Poned la corona a vuestros pies! Y luego repetid tres veces vuestro nombre, alto y claro.
—¿Mi nombre? —preguntó el rey.
Arane miró por encima de él. No podía contemplar su cara asustada.
—Un nombre —dijo— es la mayor debilidad que se puede tener. Un nombre se puede maldecir. Vuestro nombre es la última debilidad que os atenaza. El asesinato del rey de los elfos de los pantanos está adherido a vuestro nombre. Así como la sangre está adherida a vuestras manos.
Aquellas palabras parecieron golpear al rey como garrotazos.
Arane no dejó de hablar.
—Si decís vuestro nombre verdadero, tres veces, los vientos del cielo lo borrarán igual que el humo se disuelve en la lluvia. Y con vuestro nombre la última debilidad, el cuchillo mágico de los elfos libres, se disolverá también.
El rey clavó sus ojos opacos en ella. Ya no tronaba. El silencio llenaba la torre entera, como plumas de ánade.
El monarca continuaba con la vista fija en Arane. ¿Qué estaba pensando? ¿La iba a matar por haber dicho aquellas palabras? Tal vez ni siquiera pensaba en nada.
Fue como si transcurrieran horas en medio de aquel silencio, mientras él la observaba…
* * *
…Arane se despertó muerta de miedo. Por unos segundos creyó tener frente a ella los ojos extraviados del rey…, pero allí no había nada más que la tela recamada de su dosel.
Se aclaró la garganta, se incorporó en su enorme cama y miró a su alrededor. Scapa no estaba junto a ella. Le costó articular palabra tras aquella pesadilla.
—¿Scapa?
No se encontraba en la habitación. A través de los grandes ventanales entraba ya la claridad del día. Arane se levantó y llamó a sus criadas. Extendió los brazos y le pusieron un vestido verde; como no quería perder mucho tiempo decidió que la peinaran con una sencilla trenza. Luego abandonó la habitación para buscar a Scapa.
* * *
Jamás había oído un chillido tan impresionante como aquél. Scapa se estremeció y, como Arane no dejaba de chillar, bajó varios escalones de golpe.
La muchacha tenía el joyero entre las manos. El cuchillo mágico había desaparecido. Tensó los dedos y tiró con furia la caja desde la tribuna. La madera estalló y las alhajas se dispersaron por el suelo. Levantándose la falda, Arane bajó por las escaleras.
—¡¿DESAPARECIDO!? —gritó—. ¡¿EL CUCHILLO HA DESAPARECIDO?! —y le arrancó la bandeja de las manos a una criada que había llegado con el desayuno. Los alimentos volaron por los aires. La mujer pegó un respingo y Arane le dio una bofetada. Soltó un nuevo chillido ensordecedor y tiró de la tela de su vestido—. ¡¿DESAPARECIDO!? ¡LA… PRI… MERA… NOCHE EL CUCHILLO HA DESAPARECIDO! ¿QUIÉN LO HA ROBADO?
Se dirigió hacia los guerreros grises, que habían inclinado hacia el suelo sus caras tatuadas de marrón. Con las aletas de la nariz temblorosas, les preguntó a los tyrmeos:
—¿Quién se lo ha llevado?
Los guerreros intercambiaron miradas asustadas.
—Los, los… Por la noche, el príncipe de los elfos libres y… la chica han desaparecido —balbuceó uno de ellos.
Arane jadeó. De pronto, su gemido se transformó en un bramido, agarró al guerrero por los hombros y le pegó un empellón. Aunque el impulso no fue tan grande, el soldado se dejó caer al suelo. Arane le arrancó la lanza al siguiente y la arrojó al aire.
—¡LOS PRISIONEROS SE ESCAPAN Y LOS CUCHILLOS DESAPARECEN DE MI SALÓN DEL TRONO! Y VOSOTROS ¿QUÉ HACÉIS? ¡NO DAIS CUENTA DE NADA Y NO SOIS CAPACES NI DE HABLAR!
—Arane —gritó Scapa—. ¡Arane! —ella se dio la vuelta echando chispas por los ojos—. Eran elfos. Y los conozco. Tal vez hayan utilizado algún poder mágico… ¡Sí, tienen un jabalí! Ese jabalí lo huele todo.
La chica entrecerró los ojos.
—¿Un jabalí?
—No eran prisioneros normales. Son…
—Están decididos a matarme —resopló mientras su mirada vagaba por la sala—. Sí, eso es lo que les hace tan perseverantes. Quieren matarme. Y saben quién soy —se puso derecha y adoptó de nuevo el porte de una reina—. Pero voy a encontrarlos. Y entonces… —se rió con crispación—. Entonces comeremos asado de jabalí.
Y cruzó la sala con paso decidido. Scapa le cortó el camino.
—Por favor. ¡No les hagas nada, Arane! Te lo ruego —agarró su brazo—. ¿Qué quieres que hagan con el cuchillo? No tienen la menor oportunidad.
Arane lo contempló con los ojos entornados. Y Scapa se asustó. Era como si una sombra hubiese velado su rostro. Sus rasgos permanecían inalterables y, sin embargo, era como si, de repente, no la conociera.
—Tú no lo entiendes, Scapa —su voz sonó como el siseo de una serpiente—. ¡No sabes lo que significa que ellos tengan el cuchillo! —con una sonrisa amarga se desasió de él, se frotó la cara con las manos temblorosas y salió de la estancia.