Torron
Estaban sumergidos en la más absoluta oscuridad. Scapa se giró. En la distancia parpadeaba una luz blanca.
—Adelante —susurró—. Permaneced juntos. ¡Y no hagáis ni un solo ruido!
Formando una larga fila, recorrieron el túnel hacia aquella tenue luz. Scapa sacó su daga con dedos inseguros. Apretó la empuñadura mojada con tanto ímpetu que el agua se escurrió por su mano.
Era la batalla de su vida. La noche en la que se iba a decidir todo. El momento en que se iba a encontrar frente a frente con su destino.
Se repitió a sí mismo aquellos pensamientos una y otra vez, como un juramento, hasta que alcanzaron la luz y pudieron penetrar por una abertura redonda de la pared. Ante ellos, había unas enormes cubas de vino. Y, detrás, un estrecho corredor.
Scapa se quedó un momento quieto detrás de los toneles de madera. ¿Qué dirección debían tomar? Escuchó con atención. ¿No se oían voces? No, sólo el murmullo de la lluvia a través de las gruesas piedras.
Se decidió por la derecha. Pegado al muro, pero tratando de no rozar las antorchas que estaban aquí y allá clavadas a la pared, emprendió la marcha. A su espalda, una fila de suaves pisadas.
Tenía la frente bañada en sudor. De vez en cuando, a través del muro le llegaba el eco de una carcajada o los acordes deformados de una melodía. Se estremeció al oír el retumbar de un trueno. Por un momento le venció el miedo absurdo de que pudieran oler la humedad de sus ropas y descubrirlos. Se quitó esa idea de la cabeza. ¡Tonterías!
El pasillo hizo un recodo. Ante ellos apareció una ancha escalera de piedra, desmoronada, como todo. Scapa, seguido por los demás, avanzó por ella.
Frente a la escalera se extendía un verdadero laberinto de corredores y rellanos. Tres pasillos se ramificaban hacia delante, dos a la izquierda y dos a la derecha, y dos escaleras de caracol continuaban hacia arriba.
Scapa optó por uno de los pasillos que seguían de frente. Continuaba habiendo antorchas en los muros y la lluvia parecía sonar más fuerte. Se oían extraños gemidos y lamentos.
Pasaron por una puerta por la que salía claridad y ruido de voces. Con los músculos en tensión, Scapa se pegó a ella y espió el interior. Había varios hombres comiendo. Sobre las mesas danzaban mujeres que tocaban la flauta y cantaban. En el ambiente flotaban efluvios de carne asada, cerveza y sudor.
Scapa se echó hacia atrás e indicó a los demás que se deslizaran arrimados a la pared de enfrente. Allí había una franja de oscuridad fuera del alcance de las antorchas. Uno tras otro, fueron caminando pegados al muro, hasta que superaron el comedor.
El corredor desembocó en un amplio vestíbulo del que nacían varios pasillos y estancias. Cuando la mayoría de ellos ya había llegado a aquel lugar, oyeron pasos que se acercaban. Gritos. Una carcajada estruendosa que el eco multiplicaba por las paredes.
—¡Rápido! —susurró el muchacho introduciéndose en la siguiente cámara. Una oscuridad protectora cayó sobre él. En espacio de segundos todos habían penetrado por el hueco de la puerta y se agazapaban tras Scapa.
Desde allí vieron cómo dos hombres venían corriendo procedentes del pasillo de enfrente y se metían en el corredor por el que ellos habían llegado.
De pronto, sonó un tintineo a espaldas de Scapa. Se dio la vuelta.
—¡Lo siento! —musitó alguien.
—¡Idiota! —Scapa se aproximó a grandes zancadas en medio de la oscuridad, casi dispuesto a pegarle una bofetada a aquel necio que había tropezado con algo.
Pero en ese momento alguien susurró:
—¡Las armas están aquí!
Scapa se quedó parado. Penetró en la zona de luz que venía del vestíbulo y guiñó los ojos para escudriñar la oscuridad. Efectivamente: las largas lanzas brillaban a la luz, aguardando tan sólo que ellos las cogieran.
Un chico salió al vestíbulo y descolgó una antorcha de la pared. La luz iluminó un sinfín de lanzas, cuchillos y espadas. Un murmullo recorrió las filas de los niños de la calle. Scapa guardó su daga y agarró una porra pequeña y una espada corta.
—¡Coged lo que necesitéis!
Chicos y chicas se pertrecharon con nerviosismo. La mayoría se decantó por las espadas, algunos prefirieron una lanza, pues tenían una apariencia más ligera. Había incluso ballestas con saetas afiladas. Scapa se colgó una al hombro. Y se metió un puñado de flechas de repuesto en el cinturón. Ya estaba preparado, y también los otros habían cogido todo lo que precisaban. No habían quedado demasiadas armas en su sitio. Algunos se habían cargado con un montón de armamento, llevaban dos lanzas a la espalda y se habían metido un cuchillo suplementario en la bota. Los ojos de Scapa brillaban. ¡Sería una verdadera sorpresa para Torron y sus hombres!
Cuando abandonaron el arsenal, a Scapa le dio la impresión de que La Zorrera se encontraba silenciosa y en actitud expectante. Se giró en todas direcciones. Respiró hondo; aspiró con fruición el olor a moho, un olor realmente montaraz que tenía que ser suyo. El aroma de su palacio… Un trueno sordo agitó los viejos muros y recorrió todos los resquicios del cuerpo de Scapa, pero ya no imbuyó miedo en ellos, sino valentía y unas irrefrenables ansias de pelea.
Los jóvenes guerreros se dividieron y un grupo armado se distribuyó por cada pasillo. También Scapa comenzó a andar, a ir a ritmo ligero, a correr a toda velocidad. El tintineo de las armas adoptó el compás de sus pasos, del latido estruendoso de la noche. En los oídos de Scapa, se transformó en un nombre, machacón como un interminable conjuro: Vio, Vio Torron…
* * *
Vio Torron nunca había sido un hombre de grandes sentimientos. Creció en el barrio bajo de Kaldera, a pesar de que en la actualidad muchos aseguraran que se había mudado allí siendo ya adulto. Su madre había sido una carterista de nombre Isred, en cuya casa, oculto bajo el suelo, se encontró, cuando Vio tenía siete años, los restos de un cadáver. Se llegó a la conclusión de que el muerto era Edor Juness, el padre de Vio, un hijo ilegítimo de alta cuna, cuya vida había transcurrido entre cartas y alcohol. La madre de Vio Juness fue llevada a juicio y una fría mañana de invierno decapitada en el puente de Grejonn, «la calle de los verdugos», como lo llamaban algunos, pues allí eran expuestas las cabezas de los delincuentes para el escarnio de los viandantes. Antes de que la cabeza de Isred se balanceara sobre las aguas marrones del canal, Vio ya había olvidado a su madre.
Como muchos huérfanos, debió tomar las riendas de su vida y fue a parar a manos del conocido maleante Kaav Volrog. Volrog descubrió que el chico tenía un gran talento y así se convirtió en su mano derecha y con doce años comenzó a hacer negocios sucios. Igual que el maestro de Volrog, un bandido legendario de nombre Jaleos Torron, había hecho por él, Volrog tomó a Vio bajo su protección y le abrió la puerta al turbio mundo de la delincuencia. Pronto se le conoció como Vio el Aro, por el aro que se puso en el labio inferior y su hábito de infligir a los enemigos de Volrog una herida con la forma de un aro en el rostro. El chico se estaba haciendo un hombre temido por todos y tenía una frialdad y una dureza de corazón que lo hacían único e imprescindible para Volrog.
Durante esa época, Vio comenzó a sentir curiosidad por La Zorrera. Vivía con Volrog y sus secuaces en distintas posadas de dudosa reputación; pero soñaba con tener sus propios dominios, una casa o, mejor aún, un palacio. La Zorrera estaba en manos de otras bandas que llevaban a cabo sus negocios delictivos en aquellas viejas ruinas. Vio trató de empujar a su maestro a una lucha abierta con ellos. Pero Volrog, que llevaba ya mucho tiempo conviviendo pacíficamente con ellos, rehusó pretender gobernar los bajos fondos de Kaldera.
Por aquellos días Kaav Volrog murió en extrañas circunstancias y su nombre desapareció de las calles de la ciudad.
Así Vio se convirtió en el nuevo cabecilla de la banda. Como se sentía el verdadero heredero del viejo Jakos Torron, adoptó ese nombre, dejó el Aro de lado y, como Vio Torron, se transformó de la noche a la mañana en un hombre famoso. Conquistó La Zorrera para sí y se puso al mando de los negocios turbios de Kaldera. Tenía veinte años recién cumplidos.
Desde entonces habían pasado muchos años. Años que parecían repetirse constantemente, una interminable película que se reproducía de continuo, mientras en la cara de Torron las arrugas se hacían más profundas, los rasgos más duros y las mejillas más huesudas. Con doce años se había transformado en un adulto y, diez años después de su ascensión, se había convertido en el auténtico dirigente de Kaldera; todo aquello lastraba su vida como una montaña gigantesca. No sólo el peligro, el odio y la muerte, siempre omnipresente en el mundo en que Torron se movía, eran causa de su envejecimiento, sino también el vino.
Torron inclinó su copa y dejó que el contenido que no se le derramó por las comisuras de los labios le bajara por la garganta. Un eructo le trajo a la boca de nuevo el agrio sabor de la carne. Sacó su cuchillo y se escarbó con él los restos de comida de sus caries. Mientras, contemplaba a las bailarinas sobre las mesas, sintiendo que una agradable y fatigosa embriaguez se iba adueñando de sus miembros.
Entre las danzarinas había una elfa. Sobresalía entre las otras mujeres como un ópalo oscuro entre guijarros. Era más alta que las humanas, esbelta y tenía la piel brillante. Llevaba el oscuro pelo liso, que relucía como agua negra al resplandor de las antorchas, peinado al estilo élfico.
A Torron no le gustaban los elfos, machos o hembras, bailarinas o peristas. Le resultaban inquietantes, pero su rechazo se debía sobre todo a las riquezas que muchos de ellos habían atesorado y que eran motivo de que los humanos, desde siempre, los miraran con ojos codiciosos. Una vez que eran repudiados por sus asquerosos pueblos, los elfos solían dar muestras de convertirse en unos negociantes duros, ambiciosos y astutos.
Pero si a sus hombres les producía agrado, pensó Torron mientras dejaba que una gruesa bailarina le sirviera una nueva copa de vino, podían invitar a cuantos elfos quisieran. Siempre que no le obligaran a escuchar aquella lengua frenética que era una de las cosas que más aborrecía de aquella raza.
Torron se acomodó en su silla, semejante a un trono. Sus brazos se relajaron y se adormiló apoyado en el respaldo. La cabeza se le inclinó sobre el pecho. Había llegado el momento de dormirse al son de la música y las carcajadas de sus bandidos. Como todas las noches.