Huída
A Nill el traje del guerrero gris le iba muy grande. La ancha capa marrón se le enganchaba a los pies y tuvo que doblarse los puños de las mangas tres veces. Lo único que le pareció cómodo fue la gran capucha, pues su cara quedaba casi por completo oculta en ella. La ropa que les habían quitado a los soldados al pie de la escalera les sentaba mucho mejor tanto a Kaveh como a los caballeros. Además, desde el primer momento empuñaron las lanzas con tanta soltura como si no hubieran portado otras armas en su vida. Cuando acabaron de vestirse, Kaveh se volvió a Nill y la miró de arriba abajo. Con un breve asentimiento de cabeza, asió la propia capa de la chica, la cruzó más por delante y se la pegó a los hombros por debajo de la del guerrero. Así el aspecto de Nill recordaba el de un armario pequeño; en todo caso, aquello podía ser algo más similar a un guerrero gris. Luego, entre todos subieron a los tyrmeos y los amontonaron al borde de la escalera. Así tardarían algo más en descubrirlos.
De algún modo, Nill, Kaveh, Mareju y Arjas se habían camuflado, pero por mucho empeño que le pusieran no podían hacer de Bruno un guerrero gris. Así que Nill y los elfos se situaron a su alrededor, para ocultarlo en el centro, y comenzaron a caminar.
Kaveh los condujo, apremiado por el jabalí, por pasillos y escaleras, siempre hacia arriba, cruzando varios arcos oscuros. Nill se sentía como en un laberinto, pues la estructura siempre era la misma. Y no había manera de dar con una salida. Tras cada escalera y cada corredor aparecían nuevas escaleras y nuevos corredores.
Por fin vieron, al final de una galería, una ancha puerta de hierro. Tras ella, se elevaba una escalera. La custodiaban varios guerreros grises.
Mareju soltó un juramento y añadió:
—¿Cómo vamos a lograr pasar a Bruno por ahí? —y en ese preciso instante se le ocurrió una idea colosal. Se quitó a toda velocidad su propia capa, que conservaba bajo la del guerrero gris—. ¡Dame tu capa también, Arjas!
Arjas se la quitó con ciertas dudas. Mareju la cogió y extendió las dos sobre el suelo.
—Kaveh, ¿podrás convencer a Bruno de que se ponga ahí encima? —preguntó Mareju—. Y además tiene que estarse calladito. Y que no se mueva.
Kaveh miró al jabalí algo confuso y éste le devolvió una mirada tan perpleja como la de su dueño.
* * *
Nill sabía que un jabalí adulto pesaba muchos kilos. Pero que fuera tan pesado no se le habría ocurrido ni en sus momentos de mayor ensoñación.
Envolvieron al jabalí con las dos capas y ataron las anchas mangas por encima de su lomo. Tras varias peticiones de Kaveh, el jabalí había aceptado el plan y cuando los cuatro lo izaron en vilo, a través de la tela sólo se oyó un gruñido de desagrado. Nill estuvo a punto de caerse de rodillas a causa de lo que pesaban los cuartos traseros del animal.
Pero ni Kaveh ni los gemelos se quejaron, de tal modo que también ella se mordió la lengua y siguió adelante: no podía tropezar ni gemir cuando estuviera junto a los guerreros grises. Bajó la cabeza para que la capucha le cubriera todavía más la cabeza y se acopló al ritmo lento de los demás.
Los guerreros grises apostados junto a la puerta de hierro los vieron venir desde la oscuridad y levantaron sus lanzas. Observaron con recelo a los cuatro y el voluminoso bulto que portaban en medio. Cuando llegaron a la puerta, uno de los guardianes los apuntó con su lanza. Nill sentía el latido de su corazón en el cuello. No se atrevía ni a levantar la cabeza, por no hablar de romper el tremendo silencio del lugar.
—¿Muerto? —masculló el guerrero gris señalando a Bruno con la punta de la lanza.
Kaveh echó una mirada a Mareju. Luego se limitó a asentir. Carraspeó y afirmó con un acento distinto del habitual:
—Muerto.
Los guerreros afirmaron con la cabeza y abrieron para que pasaran los cuatro con Bruno. Luego Nill oyó que la puerta se cerraba tras ellos. Un sudor frío le bajó por la espalda. Comenzaron a subir a Bruno escalón a escalón.
La escalera conducía a un corredor de piedra negra que se diferenciaba por completo de las bóvedas inferiores: aquí el techo estaba cuatro veces más arriba. En el suelo no había ni paja, ni piedras diseminadas, y las antorchas colgaban de las paredes en apliques recamados en oro. Se hallaban de nuevo en el imperio del rey.
«La reina», se corrigió Nill. Una vez que dejaron la escalera atrás, ella y los tres chicos se hicieron a un lado y dejaron con un suspiro de alivio conjunto a Bruno en el suelo. ¡Lo habían conseguido! Habían logrado salir del calabozo… Era casi increíble.
El bulto envuelto en las dos capas comenzó a agitarse, a resollar y husmear enfadado y saltó de la tela en cuanto Mareju desanudó las mangas.
—Ha sido un plan estupendo —dijo Kaveh acariciando el pescuezo del jabalí, que soltó un gruñido algo molesto.
Mareju sonrió, diciendo:
—Tal vez llegue a convertirme algún día en tu consejero real.
—Sííí, si existe ese algún día… —agregó Arjas—. De momento, lo que tendríamos que hacer es salir corriendo, y deprisa.
Se volvieron a colocar alrededor de Bruno y caminaron por los silenciosos pasillos. Nill trataba de recordar el camino que habían llevado los guerreros grises cuando la condujeron del salón del trono al calabozo. Pero le parecía que veía aquellos corredores y vestíbulos por primera vez.
Y, sin embargo, algo le resultó familiar. Lo sintió en el ambiente: la presencia del punzón de piedra. Estaba allí. Estaba cerca. Cuando la vista de Nill se posaba sobre las oscuras bóvedas creía sentir su cercanía en cada muro, en cada piedra…
—El cuchillo mágico —susurró—. Tenemos que coger el cuchillo mágico. Sin él no podemos marcharnos.
Kaveh le echó una mirada.
—¿Sabes dónde está?
En el último instante Nill se tragó el «no» que tenía en la punta de la lengua. Pensó en el punzón de piedra y por una milésima de segundo creyó tenerlo en sus manos. Sintió la piedra lisa, fría, su forma curvada…
—Sé dónde está —dijo y aquellas palabras la sorprendieron más a ella que a los demás—. Quiero decir…, creo que lo puedo sentir.
Nill eludió la mirada asombrada de Kaveh y miró al frente. Tenía que concentrarse. Podía hacerlo.
¡Punzón de piedra!
El pensamiento pareció resonar por toda la torre. Y desde muy lejos vino la respuesta, un latido que vibró a través de los muros como un corazón negro…
Ahora era Nill la que guiaba a los elfos. Torcieron por diferentes pasillos, emprendieron la subida de suntuosas escaleras de caracol, adelante, adelante, hacia la quietud de la gigantesca torre. Era como si unos hilos invisibles tiraran de Nill. Pero los sentía más fuertes que nunca. Era la misma sensación que ya había tenido en otras ocasiones. Cuando tenía la absoluta seguridad de que iba a desencadenarse una tormenta o iba a caer un aguacero, mucho antes de que se produjera. Siempre le había dado la impresión de que eran los árboles los que le susurraban esas premoniciones. Nill siempre había creído que tenía que agradecerle ese don a su procedencia élfica. Pero, cuando Kaveh y los gemelos se sorprendieron, comprendió que no tenía nada que ver con los elfos. Era sólo una cuestión de ella… Sin embargo, Nill no quería darle vueltas a aquello en aquel preciso momento. Tenía que concentrarse exclusivamente en el camino… y en el susurro del punzón.
En la lejanía se levantaba una puerta. Al acercarse, la muchacha recordó que allí estaba el salón del trono: habían desembocado en un corredor que bordeaba la sala por un lateral. Corrieron más deprisa.
¿Podría ser aquello cierto? ¿Se encontraría el cuchillo mágico precisamente en el mismo lugar donde se había resbalado de las manos de Scapa?
Nill, los elfos y Bruno se quedaron parados a la sombra del alto arco. Sus ojos recorrieron el gigantesco salón, no había nadie que hiciera guardia. Las llamas de las antorchas se balanceaban suavemente. Jirones de nubes vagabundeaban por el cielo nocturno y sus reflejos se divisaban por los altos ventanales.
—El cuchillo tiene que estar en la tribuna —susurró Nill, intentando no pensar en lo ocurrido allí al mirar las cortinas granates; pero no le valió de nada. Revivió inmediatamente el dolor que había sentido y a su mente volvieron los ojos de Scapa, que la habían traspasado con frialdad, como se mira a un extraño…
La había dejado en la estacada de una manera infame. Se había aprovechado de ella para conseguir a su querida Arane.
—Nill y yo cogeremos el cuchillo. Mareju, Arjas, quedaos aquí vigilando, ¿dé acuerdo? —los gemelos levantaron sus lanzas, asintiendo.
—Pues vamos —murmuró Nill, entrando con Kaveh en el salón del trono.
Sus pies resbalaban con cada paso, así de pulido estaba el suelo. Luego llegaron a donde se hallaba la larga alfombra. Nill no miró el lugar en donde había caído al suelo. «Ahora no», pensó. «Más tarde… Más tarde».
Subieron por las escaleras. Con los dedos agarrotados, la chica descorrió las cortinas hacia un lado. En la semioscuridad reconoció el diván y las mesillas, escabeles y bandejas. Había un arpa más allá de las cortinas. Se veían varios huesos y semillas diseminados por el suelo. La presencia del punzón de piedra se evidenciaba tanto en el ambiente como un fuerte olor.
Nill se apartó el pelo de la frente y entrecerró los ojos para buscarlo por el suelo.
Allí habían estado.
«¡Concéntrate!», se ordenó a sí misma. Kaveh se dio la vuelta, intranquilo, hacia Mareju, Arjas y Bruno. A través de las cortinas sólo se veían sus sombras.
Nill se puso de rodillas. Palpó los cojines del diván, pasó los dedos por el mueble y por debajo. Un momento después, sacó un joyero.
El cierre dorado de la caja se abrió con facilidad. Se encontró con un montón de alhajas brillantes. Entre los diamantes, perlas y rubíes, el punzón de piedra parecía tan falso como una alucinación.
Por un instante, Nill creyó que se iba a fundir del alivio que sentía.
¡El cuchillo mágico estaba allí todavía! Decidida, tomó el punzón y lo deslizó en su mano. Desprendía un calor tenue. Por unos segundos, la absurda idea de que estaba vivo se abrió paso en su cabeza. Luego cerró la caja con rapidez y volvió a meterla debajo del diván.
—¡Lo tienes! —susurró Kaveh sorprendido.
Nill se lo metió en el bolsillo de la falda, bajo aquella capa enorme. Sí, lo tenía. Pero todavía no podía agarrarlo bien.
Detrás de ellos, crujieron las cortinas. Nill y Kaveh se dieron la vuelta al mismo tiempo…, pero no vieron nada. Las cortinas se balanceaban suavemente. Una ventana estaba un poco abierta y la brisa nocturna refrescaba la habitación.
De nuevo se movieron hacia un lado, más que antes. Era como si las abrieran unos fantasmas invisibles. Ante Nill y Kaveh, allí donde había una gran puerta que permitía salir del salón del trono, de pronto apareció una figura.
Scapa permaneció inmóvil. No contrajo ni un solo músculo de su rostro, únicamente el reflejo de la luz parpadeó sobre sus facciones. Tenía un arco en las manos y con él apuntaba a ambos.
Nill contuvo la respiración, esperando como paralizada que la flecha la hiriera.
Pero Scapa no disparó. Se quedó tan quieto como si las miradas de Nill y Kaveh le hubieran petrificado. Su barbilla comenzó a temblar.
La cortina se meció de nuevo. Un soplo de aire fresco recorrió la cara de Nill. Kaveh puso cuidadosamente la mano en su brazo.
—¡Ven! —susurró, pero a la chica le dio la impresión de que su voz le llegaba desde muy lejos. Sintió que sus pies comenzaban a moverse. La suave tela granate le acarició los hombros.
Cuando el viento volvió a mecer las cortinas, Nill y Kaveh ya se habían marchado.
* * *
Se sentía lejos de la realidad. Kaveh la guiaba por la penumbra muda, por la quietud oscura… Se introducían por pasillos y corrían en dirección opuesta, subían y bajaban escaleras, regresaban, corrían, corrían, siempre adelante, huyendo de los ecos de sus propios pasos.
Cuando Kaveh se paró, por un instante Nill creyó despertar de un sueño. De pronto olió a heno y a caballos. El rostro de Kaveh relució a causa del reflejo del fuego, justo frente a ella. Un velo de sudor cubría su frente. Le temblaban las pestañas. Se puso el índice sobre los labios.
—¿Sabes montar? —las palabras le llegaban como amortiguadas… Notó que meneaba la cabeza. Kaveh dijo algo, ella no lo oyó u olvidó lo dicho enseguida. Kaveh, Mareju y Arjas corrían ante ella, arriba y abajo. Anchas puertas de madera se abrían a su paso. De pronto tenía un caballo a su lado. Nill sintió su aliento cálido.
Kaveh la ayudó a montar sobre su lomo… No tenían silla. Le cerró las manos en torno a las oscuras crines y recitó algo similar a un conjuro. Poco después, también los elfos montaban sobre tres caballos negros. Hincaron los talones en los flancos de los animales y cuando los corceles de los guerreros grises salieron del establo y penetraron en la noche a galope tendido, el caballo de Nill los siguió también.
Nill se sujetaba con brazos y pies, y tardó un rato en acostumbrarse a los movimientos acompasados del caballo. Le golpeaba un viento frío que trataba de arrancarle la capucha. La muchacha bajó tanto la cabeza que las crines le hacían cosquillas en la cara.
Unas luces brillantes pasaban a su lado. Ruido… El ruido de las minas le sobrepasaba a tal velocidad que sólo sentía los sonidos deformados. El fuerte golpeteo de los cascos se transformó en el latido de su propio corazón, fue creciendo y se hizo cada vez más intenso, más raudo. Cuando las luces rojo sangre quedaron a su espalda, en la oscuridad dejó de oírse todo lo demás. La tierra temblaba bajo ellos.
El viento tiraba de Nill violentamente, como si quisiera retenerla, como si quisiera traicionarla. La muchacha levantó la cabeza y dejó que soplara sobre su nuca. La capucha se le escurrió hacia atrás. Ante ella se extendía un campo de estrellas danzarinas que se difuminó entre las lágrimas.