De viaje

A pesar de que Nill nunca había estado tan desamparada como ahora, poco a poco en su corazón iba anidando otro sentimiento: la alegría.

¡Nunca se había internado tanto en el Reino de los Bosques! Con los ojos brillantes contemplaba el mundo que pasaba por delante de ella. Ya se había hecho de día y los rayos del sol inundaban el bosque y doraban las veloces olas del río. Nill pasaba por playas de arena en las que los castores construían sus diques y el agua resplandecía clara como el cristal. En otros lugares la corriente estaba bordeada por rocas escarpadas contra las que las olas batían espumosas, de color verde oscuro, y las raíces se arqueaban sobre el agua formando túneles bajo los cuales casi habría cabido la barca. También los árboles iban cambiando. Primero atravesó un bosque de hayas cuyo techo de abigarradas hojas verdes cubría el río con una red de rayos de sol. Más tarde los árboles se hicieron gigantescos, robles enormes rozaban el río con sus raíces y alcanzaban tal altura que parecían acariciar el cielo. Entre su ramaje volaban los milanos.

El río recorría su camino a través de los bosques y pronto se encajonó en un lecho más estrecho. Su impetuosa corriente, sus briosos remolinos se fueron transformando en pequeñas olas burbujeantes que subían y bajaban por las orillas de guijarros. Pinos y abetos oscuros flanqueaban las aguas, que, a pesar de las sombras que los árboles proyectaban, brillaban como el cristal.

Aunque Nill estaba sola, dondequiera que mirase le rodeaba la vida. Veía peces en el agua —algunos relucían por los rayos del sol, otros eran grises como piedras— y se prometió a sí misma no utilizar el anzuelo que guardaba en sus alforjas. De vez en cuando una bandada de cuervos despegaba de las copas de los árboles y durante unos segundos sus sombras danzaban sobre el río. Entre los anchos troncos de los robles Nill descubrió una manada de ciervos, que parecían minúsculos en comparación con aquellos árboles gigantescos. E incluso en la popa de su barca una araña marrón había tejido su tela.

Nill abrió las alforjas y comprobó las provisiones. Eran alimentos duraderos: pan, tubérculos, carne en salazón, pescado ahumado y fruta desecada. «Cuando acabe este viaje», pensó Nill entre risas, «yo misma estaré más seca que la mojama». Rompió un trozo de pan y se lo comió con algo de cecina.

Pasó el tiempo. El cambio de luces fue adormilando a la muchacha, eso sin contar con que la noche anterior sólo había dormido dos horas. Se tumbó en la barca, utilizó su nueva capa de almohada y fue cayendo en el sueño mientras la acompañaban el chapoteo de las olas, el susurro de los árboles y el estridente silbido de los pájaros.


* * *


Estaba atardeciendo cuando Nill se despertó. El bramido de la corriente se había convertido en apenas un murmullo. Había tan poco fondo y el agua estaba tan calmada que la joven veía cómo las piedrecillas titilaban bajo ella. Los mirlos cantaban por todo el bosque anunciando el fin del día.

La muchacha decidió aproximar la barca a la orilla antes de que se hiciera demasiado oscuro. Cogió el remo y, tras algunos esfuerzos, logró alcanzar la orilla. Con la soga en la mano saltó a la hierba húmeda y tiró de la barca. La subió por la pendiente y ató la soga a una raíz enorme que protegería el bote de los embates de la corriente.

Justo sobre el talud, entre los brazos de la raíz de un cedro gigantesco, Nill estableció su campamento. Dentro de sus alforjas había también dos pedernales. Recogió unas cuantas ramitas de los alrededores y las amontonó junto a su manta extendida. Tardó un rato en conseguir que los pedernales hicieran chispa y todavía le costó más que ardieran las ramas. Contenta de haber logrado por fin aquellas llamas, puso más leña hasta que logró alimentar el fuego, formando una hoguera que le daría calor y mantendría a los animales a distancia.

Se acomodó en la manta y se tapó con su capa oscura. ¡Qué bien que se la hubieran regalado! Era suave y olía a calor; el calor de unas manos maternales que habían tejido y cosido la tela para una humana que era importante para ellos. Nill respiró despacio y profundamente. La persona que había hecho esa capa, ¿habría puesto en ella todo su esmero y su cariño pensando en Nill? De pronto, tenía la sensación de que nadie la quería de verdad. Sí, seguramente no habría nadie en la aldea, nadie en su hogar, que pensara en ella con preocupación y, antes de irse a dormir, rogara a los dioses que la protegiesen. Nill estaba sola en el mundo. Sólo existía allí, bajo los grandes cedros del río, y no estaba en ningún otro corazón, en ningún otro pensamiento.

Muy por encima de la chica se dibujaban las ramas sobre el cielo, que se iba oscureciendo por momentos. Pronto las estrellas relucieron aquí y allá a través del follaje y parecían devolverle una mirada tan atenta a Nill que daba la impresión de que ella era lo único que veían en la Tierra.

Al otro lado del río sonaron los aullidos de unos lobos. Pero Nill no tuvo miedo. Había crecido con la certeza de que estaba rodeada de animales y, además, el fuego velaba por ella. Los únicos que no tenían miedo de las llamas eran los demonios y los espíritus del bosque, que supuestamente vagaban de noche por los Bosques Oscuros.

Nill se puso de lado y metió la mano en el bolsillo de la falda. Pensativa, acercó el cuchillo de piedra a la luz.

¡Qué brillo tan bonito! A pesar de su forma curva, a pesar de su tosquedad, había algo hermoso en él. No, aún más: algo fuera de lo corriente, puro, mágico. Nill lo sopesó, lo sintió entre los dedos; se lo acopló a la palma de la mano como si hubiera sido creado para ella. Con él se sentía muy segura.

La hierba de la orilla crujió. Nill miró en esa dirección. ¿Había sido un golpe de viento? Observó las llamas. Ardían pacíficamente. De repente la embargó un cierto temor.

—Un tejón —susurró para tranquilizarse—. Sólo ha sido un tejón.

Escrutó la oscuridad. Justo debajo de ella, en las olas del río, se reflejaba tenue el fuego. No se veía nada más. ¿O sí? Si se esforzaba, vislumbraba las briznas de hierba de la orilla, gracias a los ojos que le había otorgado su sangre élfica. Aguzó los oídos.

Una vibración recorrió los juncos, pasó una sombra. Cada poro de su cuerpo se puso en tensión.

—¿Quién anda ahí? —gritó con voz trémula. Tan sólo un momento después se dio cuenta de que había levantado el cuchillo de piedra por delante del pecho. Asustada, lo escondió tras la espalda. Fuera el que fuera el que estaba en la oscuridad, no tenía por qué saber nada del punzón mágico.

Ruidos de pisadas salieron de los juncos. Durante un corto espacio de tiempo, Nill creyó distinguir una silueta que subía por el talud y desaparecía en el bosque. Un ligero gruñido, una rama quebrada… Luego volvió el silencio.

La muchacha escuchó un rato más, pero sólo oyó su propio pulso latiendo en sus oídos, el murmullo del agua y el canto de los grillos.

«Déjalo ya», se ordenó finalmente. «Deja de tener miedo como una niña pequeña». Habría sido un animal el que había movido los juncos de la orilla; seguramente un jabalí si se atenía al gruñido. Nill se tumbó de nuevo. Se aproximó a las llamas y se remetió la capa por los hombros. Los cedros y sus raíces la protegerían de los mil ojos que la escudriñaban desde el bosque.

Un rato después, echó mano de las alforjas de nuevo y comió algo. La luna rielaba en el agua. Pero más allá del círculo de luz de la hoguera, la oscuridad se lo tragaba todo. El sueño cayó sobre ella.


* * *


Antes de amanecer, la despertó una gota de rocío sobre la mejilla. Parpadeó y durante unos segundos no supo por qué no se hallaba en su cama. La capa, en la que se había enrollado, estaba empapada. Desde el suelo subía húmedo el frescor de la mañana.

Nill se incorporó. Tenía la ropa y el pelo pegados al cuerpo. El fuego de la noche pasada se había consumido y sólo quedaban unos cuantos rescoldos que ardían a la media luz del amanecer. Se recompuso el cabello, sacudió agujas de pino, terrones de tierra y hebras de musgo de su manta y la guardó doblada en las alforjas. Pisó las últimas ascuas del fuego y bajó por la pendiente para arrodillarse a la orilla del agua fría. Las olas plateadas lamían las piedrecillas. Nill sumergió las manos, se lavó la cara y bebió unos cuantos sorbos. Luego subió a la barca, desató la soga de la raíz y maniobrando con el remo se dirigió hacia la corriente.

Fue clareando. El color gris se abrió paso en la oscuridad y al abrir el día subieron las nieblas. Daba la impresión de que las fauces del bosque hubieran extendido con sus soplidos un velo de vaho sobre el río. El mundo todavía dormía, pero sus miembros se iban desperezando poco a poco: aquí el chasquido de una rama, allí un ligero chapoteo.

Mientras la barca se deslizaba por la niebla, Nill escuchaba el despertar de los bosques: el martilleo de un pájaro carpintero resonaba en las copas de los árboles. El lamento de la vieja madera centenaria se multiplicaba como un eco en la lejanía.

Encogió las rodillas hacia el cuerpo y se llenó de la belleza de los colores, pues el bosque no sólo era verde. Cambiaba a menudo su cara, sobre todo ahora que la luz parecía surgir de todos los rincones. Los troncos de los árboles, gris pétreo todavía unos segundos antes, se tiñeron por la niebla de un azul lechoso. Azul brillaba también la fronda, el agua, el aire; hasta que los primeros rayos de sol se abrieron paso a través del crepúsculo y pintaron el mundo de un verde fuerte y vigoroso. Los jirones de niebla se evaporaron entre las hebras luminosas, que cada vez se fueron haciendo más anchas hasta desplegarse como abanicos por la maleza.

Nill comió y bebió. De pronto fue consciente de que la última cara humana que había visto había sido la de la anciana Celdwyn. Durante días, tal vez semanas, tendría a su alrededor tan sólo los densos bosques. Sin embargo, no se sentía sola por ello. Al contrario, la idea le hacía feliz.

El chasquido de una rama resonó sobre el río. Nill se dio la vuelta. De repente una claridad relució entre los arbustos. Antes de que pudiera mirar de nuevo, la luz había desaparecido. Le dio un vuelco el corazón. No sólo el agua brillaba así. También el metal.

Su mente volvió a la noche anterior, al crujido entre los juncos… ¿Y si no se trataba de un animal? Un pensamiento horrible se adueñó de su cabeza: la estaban vigilando. La estaban siguiendo.

Nill se agazapó en la barca y miró a la orilla de enfrente. ¿Quién la espiaba desde la oscuridad de los bosques? ¿Había alguien que supiera que llevaba el cuchillo consigo?

¡Cómo podía haber sido tan tonta! Nadie habría podido dejar de reparar en la hoguera de la noche pasada. Debía de haber relucido por todo el bosque y, encima, ¡había tenido el punzón de piedra en la mano!

«¡Maldita loca!», se increpó a sí misma. Súbitamente fue consciente de que se estaba repitiendo las mismas palabras que Agwin le habría dicho. Pero en ese momento aquello era lo de menos. Al fin y al cabo, esa vez estaban más que justificadas.

Tras el parpadeo en la maleza, los vigilantes de Nill no se dejaron ver más. A medida que se hizo de día y el río siguió llevándola por nuevas secciones del bosque, abriéndose camino cada vez más rápido y bravío, Nill no descubrió nada más que le llamara la atención. Sin embargo, hasta el mediodía tuvo la sensación de ser observada por unos ojos extraños; las miradas parecían fijarse en su piel como una fría película de sudor que no podía quitarse de encima.

Pero según pasaron las horas, se fue olvidando de sus miedos de ser vigilada. La corriente empujaba la barca con rapidez; ningún perseguidor habría podido mantener su ritmo y, menos, sin hacer algún ruido o traicionarse de algún modo. Lo más probable era que se hubiera imaginado aquel destello… Tal vez había sido únicamente una gota de rocío en la que se había reflejado la luz del sol. Nill determinó que debía mantener la calma y no sentirse perseguida ya en el segundo día de viaje… ¡Estaba en los Bosques Oscuros! ¡Con toda seguridad era la única humana en leguas a la redonda!

Pero, a pesar de todo, no logró superar su malestar por completo. Se había amarrado a su estómago como un hormigueo glacial.