Niyura
Durante un momento reinó el silencio. «Niyura», volvió a resonar en su cabeza. Niyura… ¿Tenía que llamarse así? ¿Era ése su nombre? ¿Ella, Nill, tenía que ser Niyura? Miró al rey.
—Ese es el devenir de las cosas —murmuró él absorto. De pronto sus ojos se cubrieron de un velo de fatiga y edad—. El cuchillo mágico fue hallado y traído de regreso. Al final no se ha conseguido nada y tampoco se ha perdido nada. El destino nos empuja a girar en círculo hasta que se decida a ponerse de nuestra parte o en contra de nosotros.
Nill trató de recuperar el dominio de la palabra tras un rato de permanecer sin habla.
—¿Por qué los elfos libres no utilizaron ya antes el cuchillo mágico? ¿Por qué lo escondisteis en un árbol? Podríais haber vencido al rey con facilidad si hubierais mandado hasta allí a una formación con los mejores guerreros.
—Si fuera tan sencillo —una sonrisa se dibujó en el rostro de Lorgios, pero era carente de alegría—. Una decisión siempre tiene doble filo como la hoja de un cuchillo afilado. Tú tienes que saber, Niyura, que cuando se dividió la corona, una maldición cayó sobre ella. Si de nuevo un rey se apoderaba de una de las partes por métodos ilegítimos, la otra se transformaría en un cuchillo que podría matar al rey invencible. Y así ha ocurrido.
»Pero nosotros dudamos en utilizar el cuchillo con ese fin. Pues en cuanto el cuchillo mate al portador de la corona y las dos mitades evoquen de nuevo el derramamiento de sangre, la magia de la corona se habrá perdido. Y con ella, la magia mayor que nosotros los elfos todavía poseemos. Si desaparecen los poderes de las dos partes de la corona, nuestra raza ya no será la misma de antes y la magia que hoy todavía tenemos se agotará para siempre.
»Si las coronas ya no existen, los elfos no podrán volver a aunarse bajo dos reyes, igual que hace siglos no pudieron unificarse bajo uno solo. Surgirán distintos principados y reinos. Los elfos seremos como los humanos; lucharemos entre nosotros y al final ellos lograrán extinguirnos, pues sólo podríamos hacerles frente unidos en un único pueblo.
»Ya ves que en cualquiera de los dos casos yo siempre habría arriesgado el devenir de mi pueblo… Tanto si decidía que mataran al rey con el cuchillo como si optaba por ocultar el cuchillo en un árbol. La primera elección habría impedido que un humano se sirviera de nuestra corona y nos degradara a convertirnos en sus esclavos, sí. Pero así perderíamos poco a poco nuestra influencia en el mundo y a través de los siglos acabaríamos desangrados como animales cazados. Con la segunda opción sería preciso esperar. Esperar porque también un rey humano muere alguna vez. Y quién sabe, tal vez la propia naturaleza y el destino llegarían a ocuparse de que la corona Elrysjar fuera a parar nuevamente a manos de un elfo de los pantanos que la mereciera. Elegí la segunda opción, la espera. No quería ser responsable de un cambio para mi pueblo como el que los hermanos Lezire y Navael habían causado.
Nill cerró los ojos y dijo:
—No temes a la reina de Korr, ¿verdad? Yo si tengo miedo. Miedo por los Bosques Oscuros. Miedo por mí. Por todos. ¿No temes por todo el mal que podría ocasionar antes de morir? Una vida es larga, pueden suceder muchas cosas malas.
El rey levantó la mano y la extendió sobre el fuego. Nuevas florecillas secas cayeron en las llamas. Saltaron chispas de color azul y permanecieron tanto tiempo suspendidas en el aire que se las hubiera podido confundir con luciérnagas.
—Mira el fuego, Niyura —dijo el rey con suavidad—. Nosotros los mortales somos como las chispas que sueltan las llamas. Nuestros corazones lucen en medio de la oscuridad del mundo, pero en el espacio de una décima de segundo… —Lorgios miró hacia arriba y asió despacio una chispa que desapareció en su mano—. En el espacio de una décima de segundo ya hemos desaparecido. El fuego del que provenimos es nuestra raza, y llamea durante mucho tiempo, nos da calor. Pero también algunas llamas se hacen débiles…, pequeñas… Se extinguen. Porque igual que todo tiene un principio, también tiene todo un final. Con toda seguridad se producirá el crepúsculo de los elfos, así como el de los Bosques Oscuros. Los humanos tendrán su decadencia; el mundo, tal como nosotros lo conocemos, sucumbirá. Eso es tan seguro como que esta hoguera se apagará. Pero nosotros podemos desear que eso tarde todavía un tiempo en acaecer. Y que hasta ese instante, muchas chispas luminosas lleven todavía luz a la oscuridad.
Los puntos azules flotaban alrededor de la faz sonriente del rey. Nill se mantuvo callada. Fue Kaveh el que rompió el silencio.
—Todo eso que dices es muy hermoso —dijo y Nill se sorprendió por el tono crispado de su voz—. Pero oyéndote, padre, da la impresión de que no quisieras luchar contra Korr, sino desistir… otra vez.
El rey Lorgios frunció el ceño.
—El poder que se enfrenta a nosotros es la codicia humana y será el tiempo el que la venza. No los filos de las espadas y la sangre derramada. Más aún —añadió con una voz apenas perceptible— cuando se trata de la sangre de chiquillos incautos que quieren jugar a ser héroes…
—¿Cómo puedes permanecer indiferente? —gritó Kaveh—. Es como si tú mismo fueras el mundo que despierta de nuevo cada mañana, y no un hombre mortal que únicamente tiene un tiempo limitado. ¡Y no podemos desperdiciar ese tiempo esperando épocas mejores!
—También en silencio y sin hacer nada somos superiores a los humanos —le cortó el rey con voz airada. Se había puesto derecho y parecía más alto que antes. Su sombra, dibujada por el fuego, ondeaba oscura a su espalda sobre la pared—. En nuestro espíritu existe un mundo que no tenemos que defender con espadas y arcos, porque nadie puede arrebatárnoslo. Es el mundo de nuestra sabiduría y de las tradiciones de nuestra raza. ¡La libertad del espíritu es la única libertad que existe! Por eso es intangible y nos pertenecerá eternamente, porque la humanidad no puede aprehenderla. Podrán quitarnos la tierra que pisamos. Podrán verter nuestra sangre, sí. Pero aquello que callamos, aquello que está tras las puertas de nuestros ojos, ¡eso no podrán poseerlo jamás!
Kaveh contrajo el semblante.
—Pero ¿de qué sirve un pensamiento no revelado, padre? ¿Qué valor tendría un sol que no fuera capaz de calentar ni un solo rostro? ¿Para qué una palabra nunca oída? ¿Qué utilidad tiene un mundo que nadie más que uno mismo puede ver? Maldita sea, padre; aquel que habla le dará al mundo su propio nombre, y no aquel que piensa… ¿No es ése un viejo proverbio? ¡El que actúa vencerá, y el que se limita a observar perderá!
—¡Calla, Kaveh! Pareces uno de ellos… ¡Un humano! —en la mirada del rey había ahora un destello funesto que hizo que a Nill se le erizaran los pelos de la nuca.
Pero Kaveh no cedió tan fácilmente.
—¡Y ellos tienen razón! Puede que sean estúpidos, interesados y todo lo que tú dices, padre, pero tienen razón. Tendrán razón si dicen «El mundo nos pertenece» ¡y nadie les lleva la contraria!
—¿Qué estás diciendo, Kaveh? ¿De qué parte estás?
—¡De la de mi raza! De la de mi rey. Y estoy preparado para darlo todo por el pueblo élfico, lo sabes. Estoy dispuesto a renunciar al mundo del pensamiento, a dejar de pensar únicamente, para actuar y convertirme en tan vocinglero y estúpido como los humanos, ¡con tal de que mi raza así logre continuar existiendo!
Durante un rato, el rey observó a su hijo. De nuevo pareció que el cansancio ensombrecía su cara y diluía cualquier rastro de enfado.
—Kaveh, eres muy joven. Dices que quieres la vida a cualquier precio, aunque sea una vida como la de los humanos. Pero dime: ¿qué valor tiene una existencia sin un espíritu que la alimente?
—Entonces, ¿piensas también que un ciego debería suicidarse porque no puede vivir sin la luz del día? —replicó Kaveh.
—Un humano puede vivir sin espíritu y ciego, pero nosotros los elfos somos demasiado orgullosos para un destino así —Lorgios hizo un gesto con la mano que pretendía acallar cualquier otra palabra de su hijo.
Pero tampoco ahora se dejó avasallar el príncipe de los elfos libres.
—¡Eso será porque los elfos no honramos la vida lo bastante! Si somos demasiado orgullosos para el mundo, pues… Pues… ¡No! No lo creo y no lo permito. Soy un elfo, ¡tu sangre corre por mis venas, padre! Y quiero vivir, ¡no quiero ser orgulloso y acabar muerto! Y para que mis hijos también puedan decir esto alguna vez, justo estas mismas palabras, ¡por eso sí estoy preparado para morir!
—¡Todavía no tienes hijos, Kaveh! No tienes ni idea de lo que significa tener hijos. Y si lo intuyeras, ¡jamás querrías tenerlos!
—Estoy dispuesto a morir en la batalla por todos los niños que vengan tras nosotros —dijo Kaveh y apretó los labios.
—Ya, así que quieres salir de nuevo —dijo el rey sin inmutarse—. Quieres que nos preparemos para la guerra.
El silencio de Kaveh fue suficiente respuesta. Lorgios puso los ojos en blanco y suspiró.
—Vi las minas de hierro —susurró Kaveh impresionado—. Vi lo que se oculta en lo más profundo de las Tierras de Aluvión de Korr. Padre, ¡allí hay una potencia armada que va a arrasarnos! Y si no te preocupa la inconsistencia de ese horror, preocúpate por lo menos por nosotros: por mí, tu hijo. Porque viviremos bajo ese horror y tal vez no consigamos superarlo.
Lorgios se quedó callado en actitud reflexiva. Tal vez también permaneciera en silencio porque no encontraba ya ningún sentido a seguir peleando con Kaveh.
—Por favor —susurró Kaveh haciendo un esfuerzo inaudito para pronunciar esas palabras—. Por favor, padre. Por favor, no me obligues a observar sin actuar…
—¡No me obligues tú a perder a mi hijo! Por vuestra arrogancia acaba de perder mi hermana al suyo.
La barbilla de Kaveh tembló, sus ojos se ensombrecieron al pensar en Erijel. Sin embargo, el pensamiento que acudió a su mente quedó grabado en su rostro: ¡la muerte de Erijel no habría valido para nada si no actuaban ahora!
—Déjame pelear —susurró Kaveh.
—¡No quiero dejarte morir!
—¡Moriré si no puedo hacer nada!
—Vives en un mundo de cuentos y leyendas. No sabes lo que te espera.
—¡Ya no soy un niño! —gritó Kaveh.
—Entonces ¿por qué te comportas como tal?
—¡¿Y tú por qué te comportas como un viejo?!
Lorgios iba a darle la respuesta que se merecía cuando, de improviso, Nill tomó la palabra. El rey y Kaveh se volvieron sorprendidos hacia ella.
—También yo vi Korr. Y a la reina. Si no hacemos algo, nos enterrará bajo la avalancha de sus huestes de guerreros. A nosotros y a los enormes Bosques Oscuros.
Deberíamos luchar; si no, ya hemos perdido de antemano.
Lorgios frunció el ceño.
—¿Cómo queréis luchar? Una banda de caballeros compuesta por un puñado de jóvenes apasionados no puede medirse con la potencia de la que estáis hablando.
—Yo quiero participar —se oyó decir Nill a sí misma. Sintió que sus brazos y sus piernas estaban próximos a doblarse cuando las miradas de los dos elfos se clavaron en ella.
—¿Tú? Pero… ¿has luchado alguna vez? —preguntó Lorgios ceñudo.
—Bueno, pues…
—Pues… yo la enseñaré —dijo Kaveh rápidamente—. Padre, sabes que soy uno de los mejores guerreros. Por lo menos, de la aldea. Puedo enseñarle. Cuando estalle la guerra, estará preparada.
Lorgios suspiró, pero no habló más del asunto. Y eso lo tomó Kaveh como un signo de permiso.
—A pesar de ello —masculló el rey—. Ni todos los elfos de los Bosques Oscuros serían suficientes para detener a los elfos de los pantanos. Nos superan en cantidad. Muchos de los nuestros emigraron a las costas, lejos de los bosques… Tardaríamos demasiado en ir a buscarlos.
—¿Qué ocurre con las otras razas del Reino de los Bosques? —propuso Kaveh—. Al fin y al cabo, no sólo es cuestión nuestra, sino de todos.
—¿Tienes a alguien concreto en la cabeza? —preguntó Lorgios con sarcasmo.
—No, pero encontraremos amigos cuando los busquemos.
Lorgios contempló a su hijo y de pronto una sonrisa se esbozó en las comisuras de sus labios. La borró enseguida.
—Por lo visto —comentó el rey apartándose de Kaveh—, de todas nuestras tradiciones son nuestros proverbios los que más mella parecen haber hecho en ti.
* * *
Era muy de noche —o quizá ya de madrugada— cuando Nill se atrevió a pedir permiso para abandonar la estancia del rey. Entretanto, habían llegado Kejael y Aryjén, junto con los gemelos y un grupo de elfos que echaban constantes miradas de curiosidad a la joven mientras hablaban con el rey y Kaveh del armamento para la guerra. Todas las dudas, inquietudes e ideas eran discutidas concienzudamente y por eso Kaveh se quedó algo perplejo cuando Nill pidió permiso para marcharse.
—Volveré ahora —dijo despacio, pero Nill decidió que no era preciso que la acompañara. Kaveh estaba embebido en la discusión y necesitaba utilizar todas sus dotes de persuasión para acabar con todos los recelos de los presentes.
Fuera los fuegos habían menguado considerablemente. El sonido de los tambores se había extinguido y sólo una suave canción acompañada de una flauta se esparcía por el pueblo. La mayor parte de los elfos ya no bailaban, estaban sentados o tumbados sobre la hierba. A pesar de ello, había unos cuantos incansables que seguían riendo y jugando. Al pasar, Nill vio a una chiquilla con los ojos tapados que trataba de agarrar a los que la rodeaban a toda prisa en un círculo. Algunos gritos alegres salían de la oscuridad.
Nill dejó la aldea a su espalda y emprendió pensativa la suave pendiente. Necesitaba un rato de soledad. Habían ocurrido demasiadas cosas y ya hacía tiempo que tenía la sensación de no poder con todas ellas.
En el valle la recibieron los altos árboles del bosque. Nill trepó a las raíces que salían de la tierra como los dedos de un gigante sepultado; corrió bajo hayas y robles, que la observaban en silencio, y pasó por debajo de las ramas de los abetos rojos. Vagabundeó despacio por la pradera verde plata, sus pasos hacían un leve crujido. En algún lugar cantó una lechuza.
Entre los pinos, Nill se dejó caer sobre el mullido musgo azulado y apoyó la espalda contra el suelo.
¡Cuánto tiempo llevaba sin tumbarse así! Años, parecían haber pasado años desde su último momento de reposo. Con los ojos cerrados Nill escuchó el despertar del bosque… Pronto comenzaron a chascar los ancestrales troncos de los árboles como si revivieran con el despuntar del día… Un pájaro aleteó a través de la maleza. De nuevo sonó el alarido de la lechuza. En las copas de los árboles crujió una rama. Hubo un murmullo… Debía de ser la hierba. Pero no se había levantado viento.
Nill abrió los ojos. Sobre ella, allí donde una mancha de cielo relucía entre los árboles, destacaba la luna llena, amarilla y lisa. Sin embargo, una vez que había salido de la aldea élfica, ya no podía divisar las estrellas. Los árboles se mecieron suavemente sobre Nill. Siseos y susurros entre sus ramas.
Había alguien.
«Niyura».
Nill se dio la vuelta. Entre los pinos apareció una figura pequeña, encorvada. Se apoyaba sobre un bastón nudoso y su calva parecía brillar a la pálida luz de la luna. Nill tensó los músculos al reconocer a la vidente de los hykados.
—¡No te vayas! —Celdwyn levantó una mano huesuda cuando vio que la muchacha retrocedía—. No huyas como un cervatillo asustado, Niyura. No soy un cazador.
En medio de aquella penumbra, Nill no pudo distinguir si la vidente sonreía o no.
—Y por lo que veo… —Celdwyn se impulsó sobre su bastón con las dos manos—. ¿Todavía tienes el punzón de piedra contigo?
Atemorizada, Nill palpó el cuchillo, que llevaba en el cinturón, bajo la capa. Era imposible que Celdwyn hubiera podido verlo.
—Bueno —musitó—. Puedes contárselo a todo el pueblo de los hykados si quieres. ¡No le entregué el cuchillo al rey!
Celdwyn arrugó la frente.
—Oh, tenía entendido que era una reina. Cuando me enteré, me sorprendí. Debe de ser una joven muy peculiar.
—No es que sea peculiar—replicó—. Es que lleva la maldad en la sangre.
Las carcajadas de corneja de Celdwyn se multiplicaron por la oscuridad.
—Entonces, ¿tú crees que las personas malas no son peculiares?
Nill apretó los dientes. Se levantó sin dejar de mirar a la adivina.
—¿Qué quieres de mí? No voy a regresar con los hykados. No siento nada por los humanos.
Los ojos de Celdwyn se rasgaron.
—¿Por todos los humanos? ¿De verdad?
Nill se inquietó. ¿Hasta dónde sabía Celdwyn?
—Bueno, ya veo —añadió risueña la vidente— que no eres la tímida niña de antes. De tu boca salen palabras vehementes, y estoy segura de que hay mucha pasión en tu corazón —inclinó la cabeza y contempló a la muchacha como un pájaro que estuviera examinando un fruto extraño—. ¿No te dije que iban a empezar a susurrar los árboles de tu corazón?
A Nill le tembló la barbilla. Seguía sin saber de qué lado estaba la vidente y qué objetivo tenía realmente.
—Susurra… Susurra, Niyura —murmuró Celdwyn satisfecha, como si hablara consigo misma, igual que una ancianita encorvada. Luego agarró su bastón más enérgicamente y se dio la vuelta. Con un paso desapareció entre las ramas de los pinos.
Y Nill se quedó sola en medio del bosque.