El ladrón y la muchacha
Scapa corría. Corría por las calles de Kaldera, por delante de las casas derruidas, por delante de las que habían sido levantadas de nuevo, tropezaba a causa de escombros y cascotes. Tras él se oían gritos airados de casa en casa y ante él las pálidas luces de los faroles se diluían en la oscuridad de la noche. El corazón le latía desenfrenado. Se le doblaban las rodillas, pero no se detuvo; al contrario, aceleró el ritmo: corrió y corrió, tanto como le permitieron sus pies. Sentía punzadas de agotamiento en todo el cuerpo, sólo con mucho esfuerzo lograba dar bocanadas de aire, el cabello oscuro se le pegaba a la cara.
—¿Dónde está? ¡Allí delante! ¡No puede escapar! ¡Maldito ladrón!
Scapa jadeó y, sin embargo, una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios cuando oyó que las voces de los soldados se perdían en la lejanía. Se deslizó por la esquina de una calle, trastabilló y tuvo que poner una mano en el suelo para no caer cuan largo era.
Un instante después ya había retomado la carrera. A su alrededor reinaba un silencio casi absoluto. Los latidos que sentía en sus oídos mitigaron las últimas voces y llamadas. Apretaba la bolsa de tela contra su pecho. Tropezó con las losas de una pared que se habían venido abajo. El polvillo resultante le hizo toser. Se dio la vuelta de nuevo, temiendo que alguien le hubiera oído, pero no descubrió nada más que las casas habituales, que parecían dormitar en la oscuridad; nada más que las farolas y las callejuelas. Un tropel de ratas correteó chillando hacia la próxima farola.
Scapa se giró y se deslizó agazapado junto al muro de las casas. La calle era tan estrecha que si hubiera extendido los brazos habría tocado la pared contraria. Las entradas se abrían a izquierda y derecha como bocas bostezando. Algunas tenían cortinas, a través de las cuales se vislumbraba el brillo mate de las lámparas de aceite. De algunas ventanas cerradas se escapaba un tintineo de ollas, a pesar de que ya era tarde, y de otras, los ronquidos de sus moradores. Scapa se arrancó el pañuelo negro del cuello, que había velado la mitad de su rostro, y por fin fue capaz de respirar a toda potencia. Llevaba largo rato recorriendo el laberinto de callejas de Kaldera. Siguió mirando hacia atrás una y otra vez, pero no se encontró más que con un gato que no dejaba de bufar.
Finalmente se paró frente a una casucha que no se diferenciaba en mucho de las otras. Tenía una tela roja oscura en el hueco de la entrada. Por los agujeros que había dejado en ella la polilla se entreveía la luz, que dibujaba un mosaico en la pared de enfrente.
Scapa se acercó a la entrada. Mantuvo la respiración, aunque su corazón comenzó a palpitar todavía más deprisa, y observó por uno de los orificios. Vio un cuarto con colchones en el suelo, una mesa de madera y una silla. Sobre la mesa había una lámpara de aceite que teñía las paredes de un amarillo tenue.
Una muchacha iba y venía. Su falda deshilachada no llegaba más allá de sus sucias rodillas y, con cada nuevo paso que daba, ondeaba alrededor de sus piernas. Una melena corta de rizos rubios le ocultaba el rostro.
Scapa levantó la cortina. La chica se detuvo y se le quedó mirando.
—Arane.
—¡Scapa! —una sonrisa se abrió paso en su boca afilada, luego se aproximó a él, rodeó su cuello y lo atrajo hacia el cuarto. La cortina se cerró tras ellos—. ¿Tienes las lanzas? —preguntó Arane.
Su mirada era tan despierta y penetrante que nadie se habría atrevido a mentirle. Arane era hermosa y ni el frío brillo de sus ojos podía atenuar esa belleza.
Scapa se apartó el pelo hacia atrás con la palma de la mano.
—No. Nos descubrieron muy pronto —sintió que la grana teñía su rostro de vergüenza y de coraje. Las cosas tendrían que haber salido bien. Habían planeado el ataque a los soldados con precisión: doce hombres que habían trepado a la muralla sin ser vistos, se habían deslizado por el patio y habían penetrado en el edificio oscuro…, pero las lanzas, garrotes y espadas cortas de los que se debían apropiar no estaban allí. Presumiblemente la cámara del armamento debía de hallarse en uno de los recintos del sótano. ¡Estaban tan convencidos de que todo iba a salir bien!
—¿Descubierto? —repitió Arane incrédula—. ¿A causa de quién?
—Ay… —Scapa pasó por su lado y dejó la bolsa de tela sobre la mesa—. Jonve, el del pelo corto, ¿sabes? Volcó un cuenco. El vigilante se despertó y saltó como un gato montes. Un gato muy gordo…, pero más rápido de lo que yo creía.
—Maldito estúpido —gruñó Arane—. Sabía que ese niñato lo iba a estropear todo —se colocó detrás de Scapa y miró por encima de su hombro. Como el chico le sacaba media cabeza, tuvo que ponerse de puntillas—. ¿Qué has traído?
Scapa abrió la bolsa y volcó con cuidado sobre la mesa lo que había en su interior. A la luz de la lámpara aparecieron un tintineante manojo de llaves y un puñado de monedas.
—¿Esto es todo? —Arane bordeó a Scapa, cogió las llaves y las miró. Había por lo menos tres docenas y pesaban tanto como una bola de hierro. La chica dejó el manojo sin mostrar ninguna curiosidad y contó las monedas rápidamente… Lo hacía muy bien para ser una golfilla de la calle. Tan bien como para darse cuenta de que el botín era poca cosa y, sobre todo, no hacía honor al esfuerzo del asalto—. ¿Siete estateras1? También podría haberlas ganado pidiendo con Slatof en la esquina.
Slatof era un mendigo que tenía más aguardiente en la sangre que monedas en el bolsillo.
—¡El dinero y las monedas los he cogido sólo por venganza! Mejor es que los tengamos nosotros que el vigilante, ¿o no? Por lo menos, ahora está que echa chispas —Scapa todavía sentía que se le doblaban las rodillas por el miedo. Por un momento había llegado a pensar que los soldados le iban a atrapar. Pero sólo por un momento, porque Scapa era capaz de volverse invisible como una sombra recorriendo las oscuras callejuelas de Kaldera. Los soldados que le perseguían habían hecho más ruido que una jauría de perros sarnosos—. Conseguiremos las armas —murmuró Scapa sin creer en lo que decía—. O, en el peor de los casos, pelearemos con ladrillos.
Arane había agarrado el manojo de llaves de nuevo.
—De eso puedes olvidarte. Con ladrillos no lograremos hacernos con La Zorrera, sólo obtendremos unos cuantos chichones en la cabeza. Dime, ¿estas llaves pertenecen al guarda de la prisión?
—Creo que sí. Estaban colgadas en la pared, tras la puerta de barrotes que conduce a los calabozos. Casi me quedo tras las rejas cuando apareció el vigilante. Mira, me he raspado toda la piel —Scapa le mostró el brazo. Tenía arañazos en la mano.
Arane observó su herida atentamente, pero enseguida le miró con picardía.
—Te has traído justo lo que debías, Scapa —murmuró, mostrando al sonreír sus dientes algo torcidos—. Si tenemos las llaves de la prisión…
Scapa la comprendió de inmediato. Se tocó la frente.
—Claro, con las llaves es muy fácil entrar en prisión. Se podría liberar a los prisioneros, por ejemplo a un amigo que esté en el calabozo… Cualquier perista de Kaldera nos pagaría una fortuna por ellas. Con ese dinero conseguiremos armas y ¡La Zorrera será nuestra!
Arane sonrió. Era una sonrisa de satisfacción que sólo mostraba cuando inclinaba la cabeza ligeramente hacia abajo. Casi parecía que esa sonrisa ocultara un secreto que ella no se atrevía a desvelar.
—¿Sabes ya quién podría comprarnos estas llaves?
Scapa se frotó las mejillas. Lo más importante era averiguar qué traficante les ofrecería más dinero por ellas. Y, sobre todo, cuáles se atreverían a cerrar tratos con los niños de la calle. No serían muchos. Porque prácticamente todos los comerciantes que negociaban con mercancía robada se entendían con Vio Torron y su gente. Torron gobernaba Kaldera más que el propio príncipe que vivía arriba, en su castillo, lejos de calles y plazas. Los ladrones, comerciantes, contrabandistas, asesinos… todos le pagaban una parte de sus ganancias, y hasta no hacía mucho también los niños de la calle lo habían hecho. Ahora ya no. Scapa y Arane habían sido los primeros en negarse y habían convencido a los otros chicos de que nadie podía ser su dueño… Tampoco Torron con sus treinta siniestros usureros. Lo que Scapa y Arane querían, desde que tenían uso de razón, era una verdadera libertad… y poder. El poder sobre la vida real de Kaldera, la que se ocultaba en las casas derruidas y no surgía hasta que llegaba la noche, silenciosa y precavida, cuando los soldados del príncipe dormitaban en sus cuarteles.
Desde que la oposición había arraigado abiertamente, los hombres de Torron perseguían a los niños de la calle sin piedad. La guerra había estallado en las calles de Kaldera y la ciudad se había convertido en una verdadera caldera borboteante cuya funesta ebullición no podría evitar ni el mismo príncipe. No, el asunto entre Torron y los niños de la calle sería duro de resolver.
—Tal vez nos compre las llaves ese elfo llamado Afarell —reflexionó Scapa—. Creo que no se trata con Torron.
—Intentémoslo. Mañana iremos a verlo.
Scapa se dejó caer en el colchón. Habían enrollado las mantas y las utilizaban como almohadas, pues era verano y Kaldera se transformaba en un horno infernal, plagado de polvo y de las fétidas emanaciones de aquel barrio inmundo. Desde las Tierras de Aluvión de Korr llegaba un manto de humedad que se asentaba sobre la ciudad como una nube impenetrable que aprisionaba el calor del sol y ya no lo soltaba. Incluso las noches eran tremendamente calurosas.
Scapa se quitó la camisa y se abrazó las rodillas. Tenía que pensar en todos los planes que había pergeñado, todos los desafíos que se le presentaban… Era realmente curioso: acababa de escabullirse del soldado y ya había olvidado ese peligro para pensar en otro bien distinto: uno que se abría ante él. Casi tenía la sensación de estar más próximo al futuro que al pasado.
Arane se dejó caer junto a él con tanto empuje que el chico se tambaleó y tuvo que agarrarse al suelo con la mano. Sonrieron sin decir nada mientras el silencio de la noche penetraba en su cuarto, sólo roto de vez en cuando por el aullido lejano de un perro, un tintineo breve, el chapoteo de un orinal que alguien vaciaba en la calle.
—Arane —murmuró Scapa sin saber lo que le iba a decir. Pero ella estaba acostumbrada a que susurrara su nombre mientras pensaba y apoyó la cabeza en su hombro.
Él recordó todos los días que llevaba ya con ella. Días tan calurosos como aquél y días en los que habían debido buscar un fuego con los dientes castañeteando de frío.
Y pensó en su futuro, en cómo vivirían juntos en La Zorrera, de donde todavía debían echar a Torron y a sus hombres… Ellos dos, los verdaderos príncipes de Kaldera. Dos niños de la calle…
Arane se levantó y cogió la lámpara de aceite de la mesa.
—Es tarde. Voy a apagar la luz —y su silueta desapareció con un siseo en la oscuridad.
1 Moneda de oro de la Grecia antigua, que tenía el peso de dos dracmas de plata. En Alemania se emplea el término equivalente como sinónimo de dinero en el lenguaje coloquial. (N. del T.)